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Muchas generaciones de médicos fuimos educados con la
idea de que la muerte de los pacientes era la medida
incontrastable y última del éxito o el fracaso de
nuestra intervención.
Quizás no tanto por humanistas como por empecinados,
aprendimos a hablar de esas muertes en primera persona:
“se me murió fulanito”, y también escuchamos de nuestros
maestros, y dijimos alguna vez, la ominosa frase: “ya no
hay nada más que hacer”.
Ese era el comienzo del fin. Como un ejército derrotado,
recogíamos nuestras banderas, y con la frente lo más
alta posible nos disponíamos a partir rumbo a la gloria
de otra batalla. Ésta estaba perdida, y alguien se haría
cargo de atender los despojos.
Con el paso de los años comprendimos que en pocas
oportunidades salvábamos las vidas: la mayoría de las
veces lo mejor que podíamos hacer era acompañar la vida
–y bastante menos el bienestar– de nuestros pacientes y
sus familias, y que nunca, nunca no queda nada más por
hacer en ese acompañamiento.
La perspectiva poblacional también nos enseña mucho:
cuando nos felicitamos por la disminución de la
mortalidad específica, por cualquier causa, eso solo
quiere decir que se ha postergado la muerte por esa
causa, pero no necesariamente que vivamos más: el menú
que la biología y la cultura nos ofrecen para morir es
muy extenso.
Cuando logramos “saltear” una circunstancia letal –una
excelente noticia–, no hemos hecho más que ponernos a
tiro, a más corto o más largo plazo, de otra.
La mortalidad general es sí, una expresión de la mayor
longevidad de una población; sin embargo, como todos
sabemos, poco y nada nos dice sobre cada caso en
particular en el consultorio o junto a la cama.
Buena parte de la humanidad (pero no toda) está siendo
exitosa en lograr la postergación de la muerte: millones
de niños que años atrás no hubieran podido superar las
amenazas de un mundo hostil fuera del útero materno
ahora tienen la chance de morir en los primeros años, y
si logran esquivar los excesivos riesgos y amenazas que
el ambiente físico, la cultura y sus genes imponen a sus
posibilidades de sobrevivir y seguir esquivando amenazas
letales, llegarán a edades impensables para sus abuelos
o bisabuelos.
Así que por supuesto, la prolongación de la vida es una
muy buena noticia.
Y también lo es que la medicina y los sistemas de salud
sean parte de ese éxito. Sea porque la mejor salud
impulsó el desarrollo económico y social, o viceversa,
el hecho es que la humanidad vive más, y ahora (y desde
hace ya muchos años) hay más personas que viven lo
suficiente como para preguntarse sobre la calidad de la
vida “ganada”.
Y esa es solo una parte de los problemas que se nos
plantean ahora que morimos más tarde que nuestros
antepasados.
Otra es que hemos medicalizado la muerte.
En nuestra cultura toda muerte conlleva un diagnóstico,
ya ni podemos hablar de ella sin mencionar una
enfermedad.
Y donde hay un diagnóstico, hay (o esperamos que haya)
un tratamiento, y un mercado.
De manera que hoy nos encontramos discutiendo en los
ámbitos de la medicina, la ética, el derecho, la
economía, etc., sobre los límites y el alcance de esa
promesa que todo diagnóstico y tratamiento supone,
cuando nos acercamos al previsible final de nuestros
días.
Decidir qué hacer y hasta cuando seguir haciéndolo, son
los interrogantes pendientes. Una discusión que
representa millones para los sistemas de salud, pero,
fundamentalmente, nos obliga a reflexionar y decidir
sobre nuestra finitud: una certeza incómoda que
habitualmente preferimos ignorar.
Hemos asimilado el consumo de servicios de salud a los
de otros bienes y servicios de la economía. Un camino
cuyos riesgos demasiadas veces ignoramos: el mercado
promete curación y belleza (un nuevo componente del
concepto de felicidad y salud, que promueve las ventas).
Si esto fuera así -recordemos la ilusión de un
medicamento a la medida de cada persona, que se difunde
en nombre de la ingeniería genética- la vida eterna
podría ser una utopía realizable. Al menos para quien
pudiere pagarla.
Los médicos, testigos habituales del ciclo vital de
nuestros pacientes, deberíamos tener muy presente la
futilidad de esas promesas, y alentar el amor a la vida
–asumiendo que para cada persona ello puede significar
algo distinto– y el entendimiento de que mucho de lo que
podemos disfrutar en nuestra existencia se contrapone
con la idea de inmortalidad.
En cualquier caso, conviene recordar que tal como ha
sido desde el principio de los tiempos, nuestra cultura
–en su sentido más amplio– impone finalmente, y sobre la
base de nuestra constitución genética, los límites de la
existencia física. Morimos por lo que somos.
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