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Opinión


De algo hay que morir

Por el Dr. Javier Vilosio 


Muchas generaciones de médicos fuimos educados con la idea de que la muerte de los pacientes era la medida incontrastable y última del éxito o el fracaso de nuestra intervención.
Quizás no tanto por humanistas como por empecinados, aprendimos a hablar de esas muertes en primera persona: “se me murió fulanito”, y también escuchamos de nuestros maestros, y dijimos alguna vez, la ominosa frase: “ya no hay nada más que hacer”.
Ese era el comienzo del fin. Como un ejército derrotado, recogíamos nuestras banderas, y con la frente lo más alta posible nos disponíamos a partir rumbo a la gloria de otra batalla. Ésta estaba perdida, y alguien se haría cargo de atender los despojos.
Con el paso de los años comprendimos que en pocas oportunidades salvábamos las vidas: la mayoría de las veces lo mejor que podíamos hacer era acompañar la vida –y bastante menos el bienestar– de nuestros pacientes y sus familias, y que nunca, nunca no queda nada más por hacer en ese acompañamiento.
La perspectiva poblacional también nos enseña mucho: cuando nos felicitamos por la disminución de la mortalidad específica, por cualquier causa, eso solo quiere decir que se ha postergado la muerte por esa causa, pero no necesariamente que vivamos más: el menú que la biología y la cultura nos ofrecen para morir es muy extenso.
Cuando logramos “saltear” una circunstancia letal –una excelente noticia–, no hemos hecho más que ponernos a tiro, a más corto o más largo plazo, de otra.
La mortalidad general es sí, una expresión de la mayor longevidad de una población; sin embargo, como todos sabemos, poco y nada nos dice sobre cada caso en particular en el consultorio o junto a la cama.
Buena parte de la humanidad (pero no toda) está siendo exitosa en lograr la postergación de la muerte: millones de niños que años atrás no hubieran podido superar las amenazas de un mundo hostil fuera del útero materno ahora tienen la chance de morir en los primeros años, y si logran esquivar los excesivos riesgos y amenazas que el ambiente físico, la cultura y sus genes imponen a sus posibilidades de sobrevivir y seguir esquivando amenazas letales, llegarán a edades impensables para sus abuelos o bisabuelos.
Así que por supuesto, la prolongación de la vida es una muy buena noticia.
Y también lo es que la medicina y los sistemas de salud sean parte de ese éxito. Sea porque la mejor salud impulsó el desarrollo económico y social, o viceversa, el hecho es que la humanidad vive más, y ahora (y desde hace ya muchos años) hay más personas que viven lo suficiente como para preguntarse sobre la calidad de la vida “ganada”.
Y esa es solo una parte de los problemas que se nos plantean ahora que morimos más tarde que nuestros antepasados.
Otra es que hemos medicalizado la muerte.
En nuestra cultura toda muerte conlleva un diagnóstico, ya ni podemos hablar de ella sin mencionar una enfermedad.
Y donde hay un diagnóstico, hay (o esperamos que haya) un tratamiento, y un mercado.
De manera que hoy nos encontramos discutiendo en los ámbitos de la medicina, la ética, el derecho, la economía, etc., sobre los límites y el alcance de esa promesa que todo diagnóstico y tratamiento supone, cuando nos acercamos al previsible final de nuestros días.
Decidir qué hacer y hasta cuando seguir haciéndolo, son los interrogantes pendientes. Una discusión que representa millones para los sistemas de salud, pero, fundamentalmente, nos obliga a reflexionar y decidir sobre nuestra finitud: una certeza incómoda que habitualmente preferimos ignorar.
Hemos asimilado el consumo de servicios de salud a los de otros bienes y servicios de la economía. Un camino cuyos riesgos demasiadas veces ignoramos: el mercado promete curación y belleza (un nuevo componente del concepto de felicidad y salud, que promueve las ventas).
Si esto fuera así -recordemos la ilusión de un medicamento a la medida de cada persona, que se difunde en nombre de la ingeniería genética- la vida eterna podría ser una utopía realizable. Al menos para quien pudiere pagarla.
Los médicos, testigos habituales del ciclo vital de nuestros pacientes, deberíamos tener muy presente la futilidad de esas promesas, y alentar el amor a la vida –asumiendo que para cada persona ello puede significar algo distinto– y el entendimiento de que mucho de lo que podemos disfrutar en nuestra existencia se contrapone con la idea de inmortalidad.
En cualquier caso, conviene recordar que tal como ha sido desde el principio de los tiempos, nuestra cultura –en su sentido más amplio– impone finalmente, y sobre la base de nuestra constitución genética, los límites de la existencia física. Morimos por lo que somos.

 

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