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A Albert Einstein se le atribuye una frase advirtiendo
sobre la imposibilidad de obtener resultados distintos
si no se cambia la forma en que las cosas se vienen
haciendo.
En Salud tenemos muchos viejos problemas sin resolver y
muchos no tan nuevos que se nos vienen encima, pero no
tantas innovaciones en la forma de enfrentarlos.
Seguimos haciendo las cosas básicamente de la misma
manera desde hace mucho tiempo.
Por momentos el discurso sanitario entre nosotros se ha
vuelto una repetición de aburridas proposiciones y
reflexiones sobre lo que debió ser y no fue… Una especie
de nostalgia tanguero-sanitaria, no exenta de melancolía
–que desempolvamos en cada campaña electoral- porque “la
salud” no aparece en las encuestas, y no es prioridad
para los políticos.
Como consecuencia las promesas de campaña al respecto
son escasas y previsibles, y para pesar de los técnicos,
las transformaciones estructurales parecen cada vez más
lejanas.
Además del aparente desinterés del público, las
prioridades de la agenda, y los tiempos de la vigencia
de las administraciones de gobierno (los tiempos de la
política) no acompañan a la necesaria voluntad de
transformación. Así que, dicen muchos, ¿para qué
cambiar?
Claro que en la Salud Pública es innegable que las cosas
hoy son muy distintas de lo que eran veinte, cincuenta o
cien años atrás. Pero no tanto por las virtudes
organizativas y de funcionamiento de los servicios, como
por la evolución de las condiciones de vida en un
sentido amplio –incluyendo cuestiones de orden político
y cultural– y, principalmente, el desarrollo económico.
Y es que también nuestra vida, aquello que esperamos de
nuestra existencia, el cómo y el porqué, para mejor o
para peor han cambiado sustancialmente, de generación en
generación, al menos para los que vivimos en este
segmento del mundo.
Sin embargo nuestra manera de organizar los servicios de
salud a escala poblacional ha cambiado muy poco.
Si nos referimos a las instituciones asistenciales es
evidente que se trata de un campo en el que la
innovación tecnológica se proyecta espectacularmente
sobre la vida de las personas. Y ésa sería la primera y
más significativa diferencia entre la atención que
pudieron recibir nuestros abuelos y la que hoy obtenemos
nosotros.
Pero la idea de una medicina concebida como expresión
del avance y la innovación en ciencia y tecnología ha
desplazado sustancialmente, tanto entre el público como
entre los médicos, a la concepción humanista del curar y
el cuidar.
De manera que el acceso a unos robots, computadoras e
imágenes extraordinarias parecen ser, en sí mismas la
expresión más importante de la transformación de los
servicios de salud.
¿Pero cuánta es la diferencia real entre aquellos viejos
hospitales donde los pobres iban a morir con alguna
asistencia piadosa y a veces médica, y las enormes moles
ultratecnológicas de hoy, intensivas en súper
especialización?
La atención de las enfermedades sigue refugiándose en
estas instituciones a las cuales las personas concurren
para ingresar en líneas de producción –tanto en
ambulatorio como en la internación- diferenciadas según
las modalidades de organización del trabajo médico, con
“estaciones” habitualmente poco articuladas entre sí, y
unos tiempos de atención sumamente acotados ya que la
masividad de los servicios, los costos enormes y las
formas de contratación imponen la prioridad del volumen
por sobre la personalización del cuidado.
De hecho, la principal diferencia parece haber sido la
irrupción y el reinado del mercado en la lógica
asistencial.
Paradójicamente, además, la comunicación entre los
protagonistas, usuarios y profesionales, ha devenido en
un problema de primer orden. Y estamos descubriendo,
además, que el frenesí tecnológico diagnóstico y
terapéutico implica en sí mismo un riesgo cierto para la
salud de la gente.
El eje de la atención médica de la salud, más allá de la
retórica, sigue siendo el hospital (clínica, sanatorio,
etc.), devenido en una organización poco apta para el
escenario social y sanitario de la actualidad, definido
por transformaciones demográficas, sociales y culturales
relacionadas con fenomenales cambios del cómo y el por
qué en nuestras vidas, a los que hacíamos referencia más
arriba.
Las cuestiones de índole socio-sanitaria, incluyendo las
características culturales y biológicas del
envejecimiento y la necesidad de abordajes distintos del
concepto de “un rótulo-un tratamiento” con el que hemos
aprendido y enseñado medicina por décadas, constituyen
ya de por sí todo un cuestionamiento a la capacidad del
sistema para dar respuestas verdaderamente efectivas.
Respuestas que, sin duda, deberán desplazarse hacia
ámbitos por fuera de los límites de las instituciones y
del enfoque médico asistencial casi exclusivo que hoy
ejercemos.
El desafío siempre pendiente del seguimiento
longitudinal de la salud de las personas y en el
contexto de los ciclos vitales, encuentran poco oxígeno
para sobrevivir en el marco de instituciones con
múltiples líneas de montajes donde los usuarios ingresan
para coleccionar resultados o diagnósticos que se apilan
en sus historias clínicas, y las decisiones se toman en
el aislamiento de los consultorios de los especialistas
actuando sobre “pequeñas partes” de sus problemas.
La escasez y la debilidad en la formación de médicos
generales y de familia, y su siempre postergada
integración y jerarquización en los equipos de salud dan
cuenta de ello. Sin salida laboral promisoria ni
expectativas de carrera, la especialidad amenaza con
convertirse en huérfana.
Por otra parte, y no menos relevante, es la
medicalización de actividades que debieran desarrollarse
con otros profesionales de la salud, básicamente las
enfermeras, pero también trabajadores sociales, técnicos
en emergencias, voluntarios entrenados, etc. Todos ellos
con vocación y destrezas para el trabajo fuera de los
muros de las instituciones.
Es posible imaginar un modelo de atención con edificios
relativamente pequeños, y gran número de profesionales y
técnicos trabajando allí donde las personas viven,
conectados entre sí y con las personas a las cuales
ayudan y con otras organizaciones, no necesariamente
médicas, que concurren también al cuidado de la calidad
de vida.
Pensar distinto nuestra manera de organizar la atención
de la salud es un ejercicio imprescindible.
Porque vivimos y morimos muy distinto que nuestros
abuelos, pero “ajustadas” por tecnología, nuestras
instituciones asistenciales casi no han cambiado al
compás de esas transformaciones.
(*)
Médico.Master en Economía y Ciencias Políticas.
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