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Opinión


Pensar distinto

Por el Dr. Javier Vilosio (*)


A Albert Einstein se le atribuye una frase advirtiendo sobre la imposibilidad de obtener resultados distintos si no se cambia la forma en que las cosas se vienen haciendo.
En Salud tenemos muchos viejos problemas sin resolver y muchos no tan nuevos que se nos vienen encima, pero no tantas innovaciones en la forma de enfrentarlos.
Seguimos haciendo las cosas básicamente de la misma manera desde hace mucho tiempo.
Por momentos el discurso sanitario entre nosotros se ha vuelto una repetición de aburridas proposiciones y reflexiones sobre lo que debió ser y no fue… Una especie de nostalgia tanguero-sanitaria, no exenta de melancolía –que desempolvamos en cada campaña electoral- porque “la salud” no aparece en las encuestas, y no es prioridad para los políticos.
Como consecuencia las promesas de campaña al respecto son escasas y previsibles, y para pesar de los técnicos, las transformaciones estructurales parecen cada vez más lejanas.
Además del aparente desinterés del público, las prioridades de la agenda, y los tiempos de la vigencia de las administraciones de gobierno (los tiempos de la política) no acompañan a la necesaria voluntad de transformación. Así que, dicen muchos, ¿para qué cambiar?
Claro que en la Salud Pública es innegable que las cosas hoy son muy distintas de lo que eran veinte, cincuenta o cien años atrás. Pero no tanto por las virtudes organizativas y de funcionamiento de los servicios, como por la evolución de las condiciones de vida en un sentido amplio –incluyendo cuestiones de orden político y cultural– y, principalmente, el desarrollo económico.
Y es que también nuestra vida, aquello que esperamos de nuestra existencia, el cómo y el porqué, para mejor o para peor han cambiado sustancialmente, de generación en generación, al menos para los que vivimos en este segmento del mundo.
Sin embargo nuestra manera de organizar los servicios de salud a escala poblacional ha cambiado muy poco.
Si nos referimos a las instituciones asistenciales es evidente que se trata de un campo en el que la innovación tecnológica se proyecta espectacularmente sobre la vida de las personas. Y ésa sería la primera y más significativa diferencia entre la atención que pudieron recibir nuestros abuelos y la que hoy obtenemos nosotros.
Pero la idea de una medicina concebida como expresión del avance y la innovación en ciencia y tecnología ha desplazado sustancialmente, tanto entre el público como entre los médicos, a la concepción humanista del curar y el cuidar.
De manera que el acceso a unos robots, computadoras e imágenes extraordinarias parecen ser, en sí mismas la expresión más importante de la transformación de los servicios de salud.
¿Pero cuánta es la diferencia real entre aquellos viejos hospitales donde los pobres iban a morir con alguna asistencia piadosa y a veces médica, y las enormes moles ultratecnológicas de hoy, intensivas en súper especialización?
La atención de las enfermedades sigue refugiándose en estas instituciones a las cuales las personas concurren para ingresar en líneas de producción –tanto en ambulatorio como en la internación- diferenciadas según las modalidades de organización del trabajo médico, con “estaciones” habitualmente poco articuladas entre sí, y unos tiempos de atención sumamente acotados ya que la masividad de los servicios, los costos enormes y las formas de contratación imponen la prioridad del volumen por sobre la personalización del cuidado.
De hecho, la principal diferencia parece haber sido la irrupción y el reinado del mercado en la lógica asistencial.
Paradójicamente, además, la comunicación entre los protagonistas, usuarios y profesionales, ha devenido en un problema de primer orden. Y estamos descubriendo, además, que el frenesí tecnológico diagnóstico y terapéutico implica en sí mismo un riesgo cierto para la salud de la gente.
El eje de la atención médica de la salud, más allá de la retórica, sigue siendo el hospital (clínica, sanatorio, etc.), devenido en una organización poco apta para el escenario social y sanitario de la actualidad, definido por transformaciones demográficas, sociales y culturales relacionadas con fenomenales cambios del cómo y el por qué en nuestras vidas, a los que hacíamos referencia más arriba.
Las cuestiones de índole socio-sanitaria, incluyendo las características culturales y biológicas del envejecimiento y la necesidad de abordajes distintos del concepto de “un rótulo-un tratamiento” con el que hemos aprendido y enseñado medicina por décadas, constituyen ya de por sí todo un cuestionamiento a la capacidad del sistema para dar respuestas verdaderamente efectivas.
Respuestas que, sin duda, deberán desplazarse hacia ámbitos por fuera de los límites de las instituciones y del enfoque médico asistencial casi exclusivo que hoy ejercemos.
El desafío siempre pendiente del seguimiento longitudinal de la salud de las personas y en el contexto de los ciclos vitales, encuentran poco oxígeno para sobrevivir en el marco de instituciones con múltiples líneas de montajes donde los usuarios ingresan para coleccionar resultados o diagnósticos que se apilan en sus historias clínicas, y las decisiones se toman en el aislamiento de los consultorios de los especialistas actuando sobre “pequeñas partes” de sus problemas.
La escasez y la debilidad en la formación de médicos generales y de familia, y su siempre postergada integración y jerarquización en los equipos de salud dan cuenta de ello. Sin salida laboral promisoria ni expectativas de carrera, la especialidad amenaza con convertirse en huérfana.
Por otra parte, y no menos relevante, es la medicalización de actividades que debieran desarrollarse con otros profesionales de la salud, básicamente las enfermeras, pero también trabajadores sociales, técnicos en emergencias, voluntarios entrenados, etc. Todos ellos con vocación y destrezas para el trabajo fuera de los muros de las instituciones.
Es posible imaginar un modelo de atención con edificios relativamente pequeños, y gran número de profesionales y técnicos trabajando allí donde las personas viven, conectados entre sí y con las personas a las cuales ayudan y con otras organizaciones, no necesariamente médicas, que concurren también al cuidado de la calidad de vida.
Pensar distinto nuestra manera de organizar la atención de la salud es un ejercicio imprescindible.
Porque vivimos y morimos muy distinto que nuestros abuelos, pero “ajustadas” por tecnología, nuestras instituciones asistenciales casi no han cambiado al compás de esas transformaciones.

(*) Médico.Master en Economía y Ciencias Políticas.

 

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