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El anuncio por parte del Ministerio de Salud de la
próxima creación de una Agencia de evaluación de
tecnologías sanitarias, hecho a fines de marzo pasado,
no fue una sorpresa: ya lo adelantaba el documento
emitido originalmente en 2014 por el Grupo Medeos, en el
que participaron activamente diversos referentes del
sector que actualmente integran el Gabinete Nacional,
incluyendo al propio Ministro y al Superintendente de
Servicios de Salud.
Aun así, la ratificación pública por parte de las
autoridades de la voluntad de avanzar concretamente en
el proyecto generó un fuerte impacto en el ambiente de
académicos, financiadores y prestadores de salud. No es
para menos. Todos coinciden en la relevancia del
problema que plantea la descontrolada incorporación al
mercado sanitario de tecnologías terapéuticas y
diagnósticas que impactan fuertemente sobre la economía
del sector, y por lo tanto de las personas (aunque este
aspecto suele ser menos mencionado), y en muchos casos
sin firme evidencia de aportes ciertos a la salud y
calidad de vida. E inclusive con evidencias que resultan
o pueden resultar dañinas.
Salvo para quienes desean operar en el sector de la
salud como pescadores en una pecera, contar con una
Agencia imparcial, prestigiosa y transparente para
regular la incorporación de tecnologías sería un paso
adelante muy importante en la dirección acertada, en
términos de lograr mejores resultados sanitarios para
los argentinos.
Sin embargo, ante tanta expectativa es necesario tener
en cuenta algunas cuestiones poco mencionadas, al menos
por estos días. Nos referiremos a tres de ellas.
En primer lugar, y curiosamente - siendo herederos del
“se acata, pero no se cumple” de las Leyes de Indias-
pareciera que una Ley y la constitución formal de la
Agencia significarían, de por sí, el inicio de la
solución.
Es obvio pero necesario resaltar que el contexto
cultural de nuestra institucionalidad incluye la
naturalización del flagrante incumplimiento de
normativas diversas (inclusive de rango constitucional),
la simpatía por la discrecionalidad más que por las
reglas, la excepcionalidad como herramienta, el
cortoplacismo, la permeabilidad de lo público frente a
lo privado, y la politización de las decisiones
técnicas.
Todos riesgos mortales para una Agencia que, aquí y en
cualquier lugar del mundo, es previsible se verá
atravesada por múltiples conflictos de interés.
Conflictos multimillonarios, por cierto.
En nuestra Argentina, éste no es un riesgo menor.
En definitiva, no será el texto de la Ley el que defina
la “forma” ni el “funcionamiento” de la Agencia, sino el
contexto político e institucional en el que se
desarrolle, y la calidad de las discusiones y los
acuerdos previos que sienten las bases de un proceso de
maduración de las cualidades de sus dictámenes y el peso
de los mismos, es decir: la calidad y el prestigio de
sus miembros, investigadores y directivos. Y ese proceso
no será breve.
En este sentido, la responsabilidad de las autoridades
de Gobierno va mucho más allá de la formulación de un
proyecto, y se extiende a la generación amplia y
paciente de las mejores condiciones políticas para dar
sustentabilidad a un proceso político institucional de
largo aliento.
En segundo lugar, no hay duda que la racionalidad en las
coberturas prestacionales implica consecuencias
económicas directas: reducir el gasto en intervenciones
poco o nada efectivas, o incluso lesivas es, en sí, un
objetivo deseable frente a la presión de los costos
crecientes, y las dificultades para el financiamiento
que amenazan a las personas y a los prestadores.
Sin embargo, es imprescindible considerar la evaluación
de las tecnologías desde la perspectiva de los
resultados en salud, es decir: las necesidades de los
usuarios, y no tanto las necesidades económicas de los
financiadores. Ambos enfoques pueden resultar parecidos,
pero son diferentes.
Si la evaluación de tecnología se considera una
herramienta de regulación del mercado (por la vía del
gasto) los resultados serán necesariamente diferentes a
los de considerarla como un recurso útil para mejorar la
calidad de la atención, los resultados en términos
sanitarios y un aporte a la equidad, en el marco de un
sistema cada vez más inequitativo.
Finalmente, la Agencia deberá ser un aporte trascendente
a la reforma del sistema de salud argentino, pero, en el
mejor de los casos, será insuficiente para otorgar al
mismo una racionalidad sistémica, un modelo, unas reglas
de juego hoy inexistentes, que apunten en la dirección
de mayor justicia y menor sufrimiento, que son los
objetivos de un sistema de Salud. En este sentido, la
autoridad sanitaria (nacional y jurisdiccional) tiene la
responsabilidad de equilibrar los intereses y urgencias
sectoriales frente a las necesidades del conjunto
social.
De tal modo, no debe ser la Agencia un fin en sí mismo
sino un eslabón más de un proceso abarcativo, complejo,
integrador, en cuyo marco el concepto de cobertura
universal, por ejemplo, no sea sinónimo de un padrón de
pobres a cargo del Estado.
(*)
Médico.
Máster en Economía y Ciencias Políticas.
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