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No hace mucho tiempo, en años, que
el médico decidía qué era lo mejor
para el paciente y lo hacía, sin
consultar.
Sí hace mucho, en cuanto a evolución
de los derechos.
Actualmente el paciente es un sujeto
activo en la toma de decisiones
sobre su propio cuerpo, pero, esa
capacidad no es absoluta.
LOS
LÍMITES DE LA VOLUNTAD:
LA INFORMACIÓN
La relación médico/paciente no es
pareja, el médico “sabe” y el
paciente, en principio no.
La información es clave para tomar
decisiones no viciadas de “error”,
en el que se encuentra quien no sabe
las consecuencias, ciertas o
probables, de lo que se le propone y
aun de lo que él mismo decide.
No puede hacer una libre elección
quien no conoce su estado de salud,
los riesgos, molestias y efectos
adversos del procedimiento propuesto
y los alternativos, los beneficios
esperados ni las consecuencias de no
tratarse.
Por eso el “consentimiento” deberá
ser “informado”: sólo la máxima
equiparación informativa posible,
hace que el paciente ejerza
plenamente la autonomía de la
voluntad.
LA
“DISPONIBILIDAD” DEL PROPIO CUERPO
No por “informado” el paciente podrá
tomar cualquier resolución y el
médico acatarla.
Los derechos que se ejercen en el
sector salud son, casi todos, de
carácter “personalísimo”.
El cuerpo no puede ser dispuesto,
aun por su titular “si ocasionan una
disminución permanente de su
integridad o resulten contrarios a
la ley, la moral o las buenas
costumbres”.
La definición legal crea un amplio
marco de “indisponibilidad”, por más
énfasis que ponga el paciente en
invocar su libertad y
autodeterminación.
Firme lo que firme, no puede, ni
debe accederse a realizar actos
injustificados, menos aún
caprichosos como indicar al
profesional que mutile el propio
cuerpo, plenamente (amputando un
miembro) o aún parcialmente por
cualquier motivo.
Esto incluye las razones estéticas,
religiosas o sin motivo aparente.
Bien que se analicen, las
posibilidades de disponer del propio
cuerpo sano son sumamente limitadas.
Son algo mayores cuando el cuerpo se
encuentra enfermo ya que por la vía
de negar el consentimiento para la
realización de un acto médico puede
llegarse a la muerte, que sería un
caso de “disposición absoluta”.
Cualquiera sea el grado de la
disponibilidad, el consentimiento
del paciente deberá ser probado ya
que no se presume, es de
“interpretación restrictiva” y
libremente revocable.
Y recordemos lo dicho sobre la
información: no basta con consentir,
deberá serlo en forma “informada” y
para que esta se verifique habrá que
probar que el paciente sabía las
consecuencias inevitables de la
práctica, como las limitaciones
anatómicas y funcionales permanentes
que sufriría y los riesgos ciertos o
probables que asumía.
Si agregamos la regla de que no
contraríen a la ley, la moral o las
buenas costumbres y que la carga de
la prueba siempre se encuentra a
cargo del profesional, deberá
hacerse un doble y hasta triple
filtro de la decisión del paciente.
El primero implica juzgar si lo que
pide el paciente es legal y
moralmente aceptable y si no lo es
rechazarlo sin más.
El segundo es informarlo de las
consecuencias y riesgo de la
práctica pedida o rechazada y poder
probar que esa información fue
primero comprendida y luego
prestada, lo que incluye la
instrumentación: los documentos que
se firman y sus características
formales, impuestos por la ley de
derechos del paciente y su decreto
reglamentario, que sigue vigente en
general aunque es tema discutible si
en particular el nuevo Código Civil
y comercial ha modificado los
requisitos documentales de las
directivas anticipadas.
Y el tercero vuelve un poco sobre el
primero, la “regla moral”: analizar
el caso desde el punto de vista
bioético, recordando que el
juramento hipocrático desde hace,
apenas, 2.600 años impone al
profesional los principios de
beneficencia y no maleficencia.
LA
“DISPONIBILIDAD” DEL CUERPO AJENO
Mayores aún son las limitaciones a
la disponibilidad del cuerpo ajeno,
por ejemplo, cuando media
representación y quien decide no es
quien gozará o sufrirá las
consecuencias de lo resuelto.
Es el caso de los menores, incapaces
declarados (personas inhabilitadas
judicialmente por razones de salud
mental) y, de hecho, como los que
por razones médicas no se encuentran
en condiciones de decidir.
En estos casos el consentimiento
prestado “por representación” es
interpretado en forma aún más
restringida.
En mi opinión impide o limita en
grado sumo la disponibilidad de la
vida de terceros, por los
representantes legales como padres e
hijos incapaces por vía de negación
del consentimiento informado para
tratamientos terapéuticos (los que
salvan la vida).
Y obliga e implica una
interpretación cautelosa en casos de
muerte digna que en la práctica se
encuentra limitada a las que haga el
propio paciente por vía de
directivas anticipadas.
Salvo intervención judicial, que
releva al profesional del peso moral
y jurídico de decidir.
¿QUÉ
OCURRE EN LA PRÁCTICA?
Existen fallos que han condenado,
civilmente, al profesional por no
cumplir con una directiva anticipada
del paciente, por ejemplo, un
Testigo de Jehová adulto y lúcido
que se había negado a ser
transfundido y pese a ello lo fue.
Las consideraciones de la sentencia
sobre la disponibilidad del propio
cuerpo y la ilicitud de la conducta
médica al desobedecer las directivas
son lapidarias.
Pero al momento de fijar las
indemnizaciones... ¿con qué cifra de
dinero compensar al paciente?
Ciertamente no con sumas, ni
siquiera remotamente parecidas, a
las que se imponen a quienes causen
la muerte por imprudencia,
negligencia o impericia.
Algún fallo casi parece un ejercicio
de ”humor jurídico” por la
desproporción entre los elevados
principios que rimbombantemente
invoca al criticar la conducta del
profesional y las muy escasas sumas
que concede al paciente.
No es que los jueces sean humoristas
de tono irónico: es realmente
difícil estimar el costo en dinero
de salvar la vida contra la voluntad
del paciente, en favor del propio
paciente que muy probablemente sigue
vivo gracias al profesional y que ni
siquiera ha pecado a la luz de sus
principios religiosos, ya que todo
se hizo contra su voluntad y estando
inconsciente… casi un oxímoron.
La conclusión es que resulta mucho
más económico:
Salvar una vida contra la voluntad
del paciente que indemnizar a los
deudos por su pérdida, dejando morir
en un caso en el que, a criterio
judicial, el profesional no aplicó
debidamente los filtros de la
interpretación restringida, regla
moral y bioética o no logra probar
que el paciente consintió la
práctica o su no realización
contando con toda la información
necesaria.
Mucho más lo será si algún
representante de un incapaz pretende
que se indemnice, al incapaz, por
conservarle la vida, contra la
voluntad del representante…creo que
ya es el segundo oxímoron,
demasiados para un breve artículo.
CONCLUSIONES
Desde Hipócrates de Cosa la
actualidad el principio es no dañar,
sobre todo, a quien tiene una vida
por delante.
Lo dicho es válido para los casos de
tratamientos terapéuticos, los que
salvan vidas de calidad aceptable y
de duración promedio.
Dejamos para otro artículo el debate
sobre si conservar una vida, breve y
de mala calidad o aun larga, pero de
pésima calidad es beneficioso o
perjudicial para el paciente.
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