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Columna


La voluntad del paciente, su salud y la de otros
  
Por el Dr. Floreal López Delgado
Abogado y asesor sanatorial


No hace mucho tiempo, en años, que el médico decidía qué era lo mejor para el paciente y lo hacía, sin consultar.
Sí hace mucho, en cuanto a evolución de los derechos.
Actualmente el paciente es un sujeto activo en la toma de decisiones sobre su propio cuerpo, pero, esa capacidad no es absoluta.

LOS LÍMITES DE LA VOLUNTAD:
LA INFORMACIÓN

La relación médico/paciente no es pareja, el médico “sabe” y el paciente, en principio no.
La información es clave para tomar decisiones no viciadas de “error”, en el que se encuentra quien no sabe las consecuencias, ciertas o probables, de lo que se le propone y aun de lo que él mismo decide.
No puede hacer una libre elección quien no conoce su estado de salud, los riesgos, molestias y efectos adversos del procedimiento propuesto y los alternativos, los beneficios esperados ni las consecuencias de no tratarse.
Por eso el “consentimiento” deberá ser “informado”: sólo la máxima equiparación informativa posible, hace que el paciente ejerza plenamente la autonomía de la voluntad.

LA “DISPONIBILIDAD” DEL PROPIO CUERPO
No por “informado” el paciente podrá tomar cualquier resolución y el médico acatarla.
Los derechos que se ejercen en el sector salud son, casi todos, de carácter “personalísimo”.
El cuerpo no puede ser dispuesto, aun por su titular “si ocasionan una disminución permanente de su integridad o resulten contrarios a la ley, la moral o las buenas costumbres”.
La definición legal crea un amplio marco de “indisponibilidad”, por más énfasis que ponga el paciente en invocar su libertad y autodeterminación.
Firme lo que firme, no puede, ni debe accederse a realizar actos injustificados, menos aún caprichosos como indicar al profesional que mutile el propio cuerpo, plenamente (amputando un miembro) o aún parcialmente por cualquier motivo.
Esto incluye las razones estéticas, religiosas o sin motivo aparente.
Bien que se analicen, las posibilidades de disponer del propio cuerpo sano son sumamente limitadas.
Son algo mayores cuando el cuerpo se encuentra enfermo ya que por la vía de negar el consentimiento para la realización de un acto médico puede llegarse a la muerte, que sería un caso de “disposición absoluta”.
Cualquiera sea el grado de la disponibilidad, el consentimiento del paciente deberá ser probado ya que no se presume, es de “interpretación restrictiva” y libremente revocable.
Y recordemos lo dicho sobre la información: no basta con consentir, deberá serlo en forma “informada” y para que esta se verifique habrá que probar que el paciente sabía las consecuencias inevitables de la práctica, como las limitaciones anatómicas y funcionales permanentes que sufriría y los riesgos ciertos o probables que asumía.
Si agregamos la regla de que no contraríen a la ley, la moral o las buenas costumbres y que la carga de la prueba siempre se encuentra a cargo del profesional, deberá hacerse un doble y hasta triple filtro de la decisión del paciente.
El primero implica juzgar si lo que pide el paciente es legal y moralmente aceptable y si no lo es rechazarlo sin más.
El segundo es informarlo de las consecuencias y riesgo de la práctica pedida o rechazada y poder probar que esa información fue primero comprendida y luego prestada, lo que incluye la instrumentación: los documentos que se firman y sus características formales, impuestos por la ley de derechos del paciente y su decreto reglamentario, que sigue vigente en general aunque es tema discutible si en particular el nuevo Código Civil y comercial ha modificado los requisitos documentales de las directivas anticipadas.
Y el tercero vuelve un poco sobre el primero, la “regla moral”: analizar el caso desde el punto de vista bioético, recordando que el juramento hipocrático desde hace, apenas, 2.600 años impone al profesional los principios de beneficencia y no maleficencia.

LA “DISPONIBILIDAD” DEL CUERPO AJENO
Mayores aún son las limitaciones a la disponibilidad del cuerpo ajeno, por ejemplo, cuando media representación y quien decide no es quien gozará o sufrirá las consecuencias de lo resuelto.
Es el caso de los menores, incapaces declarados (personas inhabilitadas judicialmente por razones de salud mental) y, de hecho, como los que por razones médicas no se encuentran en condiciones de decidir.
En estos casos el consentimiento prestado “por representación” es interpretado en forma aún más restringida.
En mi opinión impide o limita en grado sumo la disponibilidad de la vida de terceros, por los representantes legales como padres e hijos incapaces por vía de negación del consentimiento informado para tratamientos terapéuticos (los que salvan la vida).
Y obliga e implica una interpretación cautelosa en casos de muerte digna que en la práctica se encuentra limitada a las que haga el propio paciente por vía de directivas anticipadas.
Salvo intervención judicial, que releva al profesional del peso moral y jurídico de decidir.

¿QUÉ OCURRE EN LA PRÁCTICA?
Existen fallos que han condenado, civilmente, al profesional por no cumplir con una directiva anticipada del paciente, por ejemplo, un Testigo de Jehová adulto y lúcido que se había negado a ser transfundido y pese a ello lo fue.
Las consideraciones de la sentencia sobre la disponibilidad del propio cuerpo y la ilicitud de la conducta médica al desobedecer las directivas son lapidarias.
Pero al momento de fijar las indemnizaciones... ¿con qué cifra de dinero compensar al paciente?
Ciertamente no con sumas, ni siquiera remotamente parecidas, a las que se imponen a quienes causen la muerte por imprudencia, negligencia o impericia.
Algún fallo casi parece un ejercicio de ”humor jurídico” por la desproporción entre los elevados principios que rimbombantemente invoca al criticar la conducta del profesional y las muy escasas sumas que concede al paciente.
No es que los jueces sean humoristas de tono irónico: es realmente difícil estimar el costo en dinero de salvar la vida contra la voluntad del paciente, en favor del propio paciente que muy probablemente sigue vivo gracias al profesional y que ni siquiera ha pecado a la luz de sus principios religiosos, ya que todo se hizo contra su voluntad y estando inconsciente… casi un oxímoron.
La conclusión es que resulta mucho más económico:
Salvar una vida contra la voluntad del paciente que indemnizar a los deudos por su pérdida, dejando morir en un caso en el que, a criterio judicial, el profesional no aplicó debidamente los filtros de la interpretación restringida, regla moral y bioética o no logra probar que el paciente consintió la práctica o su no realización contando con toda la información necesaria.
Mucho más lo será si algún representante de un incapaz pretende que se indemnice, al incapaz, por conservarle la vida, contra la voluntad del representante…creo que ya es el segundo oxímoron, demasiados para un breve artículo.

CONCLUSIONES
Desde Hipócrates de Cosa la actualidad el principio es no dañar, sobre todo, a quien tiene una vida por delante.
Lo dicho es válido para los casos de tratamientos terapéuticos, los que salvan vidas de calidad aceptable y de duración promedio.
Dejamos para otro artículo el debate sobre si conservar una vida, breve y de mala calidad o aun larga, pero de pésima calidad es beneficioso o perjudicial para el paciente
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Para consultas o sugerencias al Dr. Floreal López Delgado, escriba a estudiojuridico@lopezdelgado.com.

 

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