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Según los números que publica el Ministerio de Salud de
la Nación existen en la Argentina unos 1.500
establecimientos asistenciales con internación, y otros
8.700 sin internación, de dependencia nacional,
provincial o municipal. Todos ellos constituyen la
famosa “trinchera” del subsector público, a la que
tantas veces se apela en el discurso político y gremial.
Una trinchera, claro está, heterogénea. Unas
instituciones sacralizadas o demonizadas con igual
pasión de acuerdo con las necesidades políticas de los
distintos momentos de nuestra historia, objeto por igual
de esperanzas y mentiras. Territorio de abnegación y
transfuguismo. De vocación, mística y la más miserable
hipocresía: la de medrar con el sufrimiento de los que
menos tienen.
Recientemente la Ministra de Salud de la Provincia de
Buenos Aires explicó descarnadamente la situación de los
hospitales de su jurisdicción. No es posible creer que
se llega a tal estado de cosas simplemente por errores o
desidia.
Claro que la Ministra Ortiz puede hacerlo porque nada la
relaciona con gestiones de gobierno anteriores. Otros
responsables de salud provinciales y municipales no
gozan de esa posibilidad. Y lo que es peor, algunos ni
siquiera tienen acceso a la información básica sobre el
estado actual de la oferta de servicios en su
jurisdicción.
En su heterogeneidad, sin embargo, algunos rasgos
centrales son característicos del rótulo “subsector
público” además, claro está, de la propiedad y el
financiamiento.
En primer lugar, obsoletas modalidades de organización y
gestión, que convierten al estatal en el pilar menos
adaptable, y por lo tanto menos efectivo y eficiente a
la hora de responder al cambiante panorama sanitario del
siglo XXI. Hemos señalado ya alguna vez lo poco que han
cambiado conceptual y funcionalmente nuestros hospitales
en dos siglos.
En segundo lugar, la clara evidencia de que, al igual
que la mayor parte del aparato estatal, las
instituciones públicas se han centrado más en el interés
y la conveniencia de los sectores corporativos que
acceden a su conducción (léase: el interés político,
económico o ambos de las administraciones, partidos,
sindicatos, corporaciones, proveedores) que las
necesidades e intereses de los usuarios, que son los que
pagan. Y a los que, dicho sea de paso, ahora reconocemos
abiertamente como “población sin cobertura” después de
años de declamación de cobertura “universal”.
El mito de la gratuidad de la atención en los
establecimientos estatales – porque nada es gratuito y
mucho menos para los que menos tienen, gracias a un
sistema fiscal marcadamente regresivo -junto con la
noción largamente abonada a través de los años de que
los gobernantes conceden beneficios que deben
agradecerse con el voto- cuando en realidad sólo cumplen
con sus funciones, sumada al descarado desarrollo del
clientelismo han desdibujado el papel del ciudadano
frente al Estado. Su capacidad de reclamo por sobre el
interés corporativo. Y su dignidad.
Finalmente, la desarticulación dentro del subsistema es
proverbial. Unas instituciones donde la fractura entre
el poder real, el formal, y los liderazgos es tan
marcada, y cuya razón de ser se ha centrado a lo largo
de los años en el sostenimiento de esas pujas y no en su
misión social, articulan escasamente no sólo entre sí,
sino inclusive al interior de las propias
organizaciones.
La promesa del programa de Cobertura Universal de Salud
lanzado por el Ministerio Nacional es que ocho mil
millones de pesos serán destinados a cuestiones
sustantivas del mejoramiento de la red estatal. Todavía
no conocemos el plan que fundamente esa cifra, ni los
aspectos operativos de esta transferencia de recursos,
ni está clara tampoco la participación que las
jurisdicciones tendrán en la asignación de esos fondos -
que serán manejados por una Unidad Ejecutora integrada
por el Ministerio, la Superintendencia de Servicios de
Salud y la CGT- más allá, aparentemente, de la
formulación de proyectos.
Esta última cuestión no es menor. Pertenecen a la órbita
nacional sólo el 0,66% de los establecimientos con
internación, y el 1,54 de los que no tienen internación
en todo el país.
Hay varias definiciones de fondo, entonces, todavía
pendientes.
Mientras tanto, en los hospitales conviven la maravilla
y el espanto. En proporciones desiguales.
(*)
Médico.
Máster en Economía y Ciencias Políticas.
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