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En la
Argentina resulta una costumbre revisar y discutir el
pasado, e hipotecar el futuro. Mientras la discusión
política se concentra en quién hizo o hace peor las
cosas, se pierde tiempo sobre cómo mejorarlas para dar
respuestas efectivas a cuestiones cristalizadas por
décadas, capaces de mantener socialmente sumergida a una
parte de la población y en situación de altísima
vulnerabilidad a otra. Como ejemplo, cuando llegan los
períodos eleccionarios la economía ocupa el centro de la
escena, sin que se escuchen propuestas ni para salud ni
para educación en los discursos de los candidatos. Un
plan suele expresar lo que ellos o su partido proponen,
las ideas que hacen a la propuesta, cómo se
transformarán en acciones concretas y finalmente cuáles
serán las dificultades a superar y los sacrificios que
demandará su logro. Si nada se dice sobre estas dos
grandes políticas igualadoras que la sociedad puede
ofrecer para recuperar la movilidad ascendente de sus
componentes, el gris de su ausencia lo invade todo. En
especial a ese particularmente complejo conglomerado
geográfico y demográfico que se denomina Conurbano
bonaerense, tan apetecible para los actores de la
política como poco asumido respecto de sus más profundas
necesidades.
El heterogéneo y fragmentado escenario social de
territorios contiguos que conforma como Gran Buenos
Aires (GBA) la quinta megalópolis de Latinoamérica,
contrasta su perfil de polo industrial y económico
dinámico y competitivo del país con una extensa pobreza
multidimensional, que asocia cierta explosiva condición
de marginación social y un deterioro crónico de las
condiciones de vida y de salud de amplias capas que lo
vienen habitando desde la segunda mitad del siglo XX. El
GBA resulta un espejo donde se reflejan las más
profundas inequidades de la historia social argentina.
Su desarrollo expansivo en anillos concéntricos, con
inicio cercano a 1940 a partir de un primer cordón
adyacente a la Ciudad de Buenos Aires, se fue forjando
entre la creciente expansión territorial de los
segmentos obreros y la aparición de los primeros
asentamientos precarios urbano marginales. Quizá su
mayor característica haya sido la proliferación de
nuevos barrios dentro de un esquema carente de
planificación, desordenado y crónicamente ausente de
servicios básicos. Y que el mayor impacto social
provenga del proceso de empobrecimiento progresivo
iniciado con la desindustrialización de los años 60-70
acompañado de la sostenida migración interna proveniente
de las provincias más empobrecidas del interior.
A partir de ese momento, y en forma más marcada en la
década de los 90, el proceso de atomización del GBA se
extendió como mancha de aceite hacia los llamados
segundo y tercer cordón. La hipoteca sanitaria y social
del Conurbano se fue haciendo cada vez más excéntrica,
con mayores carencias cuanto más se aleja del Riachuelo,
tanto en infraestructura social como educativa y
sanitaria. Esta morfología compleja, que contiene la
mayor proporción de trabajo informal, subocupación y
desocupación, se asume particularmente en el tercer
cordón donde la desigualdad de acceso a cualquier
indicador que se adopte para medir grados de bienestar
social y económico se hace récord en algunos municipios
perforados por el pauperismo extremo, y pone límites al
histórico proceso de movilidad social ascendente propio
de inicios de los años 50. Son inequidades de larga
data, que se fueron cristalizando en el tiempo
independientemente de períodos de crecimiento económico
que sólo los alcanzó marginalmente (paradoja observable
en la última década y media). Sería poco honesto negar
que en lugar de atacar a fondo su compleja problemática,
lo que se aplicaron fueron múltiples tratamientos
paliativos. Peor aún, los problemas se potenciaron
durante las etapas de estancamiento y contracción de la
economía, empujados por la recesión, los cambios
laborales y la inflación.
En este escenario es que se torna más visible su deuda
social. Entre segmentos de necesidades sociales y
económicas más o menos críticas, niños y adolescentes se
reparten territorialmente en forma despareja. Y más que
los adultos, sufren las restricciones y privaciones que
resultan de la multidimensionalidad de la pobreza. Han
perdido parcial o totalmente derechos al acceso a la
salud y a la educación, a la alimentación, al
saneamiento, a la vivienda digna y a la estimulación
para su desarrollo temprano, entre otros. Son cerca de
4,9 millones de actuales y futuros ciudadanos
vulnerables, que vienen conviviendo a lo largo del
tiempo con déficit marcados de servicios de salud y
educativos, viven en hogares de ingresos insuficientes o
bajo la línea de indigencia y se sostienen a fuerza de
planes de asistencia económica y de contingencia. Esta
particular hipoteca se concentra en los sectores
sociales más precarizados que habitan villas y
asentamientos urbano-marginales. Para garantizar su
menguada economía de subsistencia, desde 2014 más del
30,9% de población infantil - cuyos padres tienen
dificultades de inserción laboral - recibe la Asignación
Universal por Hijo (AUH), un beneficio monetario
equiparado a la Asignación Familiar del trabajador
formal, ampliado en 2016 a monotributistas.
Significativamente, procura mejorar el contacto con
educación y salud cumpliendo metas para mejorar capital
humano a futuro. Pero como Jano, su realidad muestra dos
caras. Por un lado, el desafío de favorecer
monetariamente la inclusión por ingresos. Por otro, la
demostración de la cristalización de la informalidad y
la precarización del mercado laboral como una constante.
En lo que compete específicamente a la salud, en un
contexto territorial, demográfico, económico, político y
social donde se hace fuerte la exclusión de la
participación directa de sus habitantes en base a los
intermediarios, subsiste un importante déficit histórico
en materia de política sanitaria integrada y no sólo de
infraestructura y recursos. No basta con repartir
culpas, porque para eso está la historia como mejor
remedio frente al olvido. Comienza con el proceso de
deterioro iniciado tras la descentralización sin
recursos de la infraestructura asistencial a los
municipios a fines de los 70, y sesgado por el
desequilibrio originado en el reparto de recursos del
componente salud de la coparticipación provincial de los
90. Los municipios más pobres registran décadas de
respuestas diferenciadas en el acceso, coordinación y
calidad de servicios entre tres jurisdicciones con
diferente poder de acción: nacional, provincial y
municipal. El resultado es la carencia de atribuciones
precisas y de distribución clara de funciones de
rectoría y gestión. Le siguen hospitales centenarios
obsoletos y deteriorados, que conviven con otros más
modernos pero atrasados en su modelo de gestión. Esto
perpetúa inequidades relativas, y la hipoteca sanitaria
toma expresión en la muy lenta baja de indicadores
sanitarios como la mortalidad materna e infantil, la
subnutrición, los problemas de salud mental asociados a
adicciones, la presencia de brechas marcadas de
accesibilidad por la fuerte desigualdad de oportunidades
de atención, y la falta de políticas integradas
socio–sanitarias que ofrezcan mejores cuidados frente a
las enfermedades crónicas, las mentales y las propias
derivadas de externalidades provenientes de los
determinantes sociales.
Esta deuda consolidada necesita en forma urgente una
visión de futuro para resolverla. La política no debe
verse sólo como juego de poderes y disputa electoral,
sino como un instrumento efectivo de respuesta concreta
ante las necesidades de la gente. Plantear con
argumentos sólidos un nuevo Fondo del Conurbano con
menos personalismos y más consensos y acuerdos, ejes
claros y estrategias alcanzables, así como menos
hospitalocentrismos y más accionar sanitario territorial
e interdisciplinario en la neutralización de las
externalidades derivadas de determinantes sociales. No
basta con poner la mano en el hombro del ciudadano para
una foto y “escucharlo”. Se necesitan acciones en salud
auténticamente transformadoras, y prioridades en la
inversión de recursos que no sean abstracciones
grandilocuentes sino ofertas concretas de bienestar. La
historia de la hipoteca sanitaria del Conurbano tiene
muchos actores, y cada uno deberá hacer su propia mea
culpa. Pero lo que resulta relevante entender no es sólo
la importancia de la mano visible de un Estado eficiente
y eficaz en la determinación de las principales
orientaciones estratégicas, políticas y normativas que
permitan ofrecer el pleno ejercicio de los derechos
sociales, económicos, civiles y políticos de los
ciudadanos y ciudadanas, especialmente los más
postergados. También es esencial otorgarles protagonismo
en la construcción de un mejor futuro. Muchos chicos,
hombres y mujeres del Conurbano aún están solos y
esperan.
(*) Profesor Titular
- Cátedra de Análisis de Mercado de Salud -
Magister en
Economía y Gestión de la Salud - Fundación
ISALUD.
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