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Columna


El derecho a la salud: de la posverdad al Acuerdo

““Las condiciones nunca están totalmente maduras,
ni son tan perfectas, requieren una voluntad de actuar”
Ernst Bloch

Por el Doctor Ignacio Katz


Reiteradamente subrayo en estas columnas la necesidad de un Acuerdo Sanitario para salir de la situación de anomia generalizada, y pasar del asistema actual a la construcción de un Sistema Federal Integrado de Salud. También me he referido a la condición de negociación en oposición a un ilusorio consenso, o vacío diálogo, a lo que habría que agregar la idea de compromiso; y no pocas veces advertí que se trata también de una cuestión de decisión política. Pero yendo más allá, es necesario precisar la contextualización en la que se debe y puede darse este paso, es decir, la situación concreta. Quisiera detenerme hoy, entonces, en algunas consideraciones sobre la condición de posibilidad del acuerdo entre los actores.
Para pasar de la anomia al acuerdo, una estación indispensable –y diría, incluso, un estado permanente– debe ser la autocrítica. No ya la impugnación, lamento o reproche; ni tampoco la observación crítica de aspectos generales desde el exterior, sino la crítica que se involucra desde la primera persona, que advierte el estado de cosas de la que uno mismo forma parte, aunque no lo desee, y que incluso ha coadyuvado a generar o mantener.
En otras palabras, me refiero a la falsa petición humanística, es decir, “peticiones que les permite hacer un reclamo retrospectivamente (en forma ilusoria), lo que no hicieron cuando hubieran debido hacerlo”, según Kurt Lenk. Si la petición fuera sincera, debería incluir la autocrítica por su ausencia cuando el momento era el más oportuno. ¿Qué intentos de transformación verdadera realizaron en el pasado, cuando ocupaban puestos que lo permitían, quiénes hoy proponen reformas? ¿Y en qué medida las reformas propuestas verdaderamente transformarían la propia realidad que certeramente se critica, o implican apenas “parches”? Los médicos, y en general los involucrados en la gestión sanitaria de una u otra manera, debemos comenzar por blanquear la puja de intereses que ocurre no lejos y en rincones oscuros, sino cotidianamente, a los ojos de todos los que estén dispuestos a ver la realidad de frente, sin desviar la mirada.
En la anomia tenemos la no verdad que oculta la desigualdad, desconoce el biopoder y la domesticación, y edifica intereses dominantes; mientras que en el acuerdo están la negociación y el compromiso, no el consenso y la transacción, sino el proyecto contextualizado y la legitimidad racional. Por su parte, la autocrítica implica reconocer valores morales y éticos diversos e intereses distintos y hasta contrapuestos. Se requiere de un diálogo interdisciplinario donde la fraternidad solidaria no es una opción pues, al decir de Sarmiento, “si no es por caridad, será por miedo”, ya que la desigualdad mata tanto a pobres como a ricos.
Ahora bien, con el acuerdo no se alcanza la confluencia de intereses ni se transforman los valores diversos, sino que se acepta que para la vida comunitaria algunos intereses y visiones individuales o grupales deben subordinarse para garantizar la propia existencia de la comunidad y por ende de cada individualidad. No se alcanza la coincidencia de valores, pero sí la aceptación racional de principios de convivencia que permiten la continuidad de la diferencia y pluralidad. Dicho en términos llanos, quien se mueva primariamente por el interés lucrativo, no requiere de ser conmovido y ceder por valores humanitarios, pero sí aceptar reglas de juego en las que su afán de lucro se vea encauzado según un marco normativo acordado por todos.
Claro que esto siempre en el marco de un Estado de Derecho democrático y pluralista. Como sostenía Carlos Nino en La constitución de la democracia deliberativa, una democracia en la cual la práctica del debate y la argumentación ocupen un lugar central en la toma de decisiones sobre asuntos públicos. Las decisiones ganan legitimidad cuando surgen de una deliberación robusta, en la que todos los afectados por ella hayan debatido racionalmente. Una sociedad que no persigue la uniformidad de los individuos (ni la medicalización de los cuerpos) pero sí la equidad, es decir, la aceptación de la igualdad jurídica con todos los derechos que conlleva (incluyendo el derecho a la salud). Para ello, debemos priorizar el rol del Estado en pos del proyecto de Nación a desarrollar acorde al potencial que poseemos.
Como capítulo de la autocrítica, podríamos considerar la precisión de términos utilizados corrientemente en la crítica sanitaria, pero que suelen caer en una malversación del lenguaje. Tomemos el término en boga de los costos en salud. Efectivamente se trata de una cuestión importante, pero la preocupación por los gastos en salud y su efectividad no puede tergiversarse en los costos para los subsectores como los privados, el Estado, las Obras Sociales, ni para justificar subas a las prepagas ni descartar tratamientos específicos.
El caso de Uruguay ilustra de manera concreta cómo puede conciliarse una real protección al conjunto de los ciudadanos haciendo un uso eficiente de los costos y, esencialmente, transparente. Con el Fondo Nacional de Recursos (FNR), el Estado asume la responsabilidad de cubrir los costos de las intervenciones complejas y onerosas (con dinero del Fondo Nacional de Salud al que aportan empleados, empleadores, instituciones médicas, impuestos al juego y de rentas generales). Pero no lo hace librando partidas sin control, sino remitiendo en cada caso, tras una evaluación particular a cargo de instituciones públicas como la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, a un centro médico específico, público o privado, que se hará cargo del tratamiento o intervención, según las condiciones establecidas por el Ministerio de Salud Pública.
No se trata de negar que existan costos, precios y dinero. Pero precisamente de lo que se trata es de que el enfoque médico se priorice sobre el económico, no para solventar el costo que sea, sino, por el contrario, para transformar el carácter mercantil en uno de asistencia eficiente. Existen decisiones económicas (si se quiere de política económica) que hacen la diferencia sobre quiénes afrontan los gastos, cómo lo hacen, y hasta su nivel de responsabilidad, pero que no deben limitarse a una lógica de mercado. Pensemos, por ejemplo, en los medicamentos: quién los produce, quién decide qué se produce, cuánto corresponde de patente, quién lo paga y cómo. El Dr. Sergio Horis del Prete ejemplificó en esta misma revista muy claramente el caso con la droga sofosbuvir para el tratamiento de la Hepatitis C, que varía desde los mil dólares por comprimido en Estados Unidos a los 2,38 dólares en la India, según las distintas modalidades de patentes. Claro que las decisiones de a quién se le prescribe, por cuánto tiempo, y demás, deben obviamente ceñirse a criterios puramente médicos.
Es decir que no existe un Mercado natural que imponga una realidad de costos a la que todos debemos adaptarnos, sino que existen distintas políticas económicas que generan distintos marcos jurídico-económicos sobre los cuales se distribuyen los gastos y ganancias de dinero, así como los perjuicios y pérdidas de vida y salud. Cierto modelo económico puede determinar que los bienes básicos sean dispensados solamente a través de la prestación estatal, mientras que otros pueden privilegiar iniciativas privadas, o bien, formas económicas mixtas. Pero ningún programa puede considerarse autorizado si, en los hechos, determina que algún sector de la sociedad quede marginado del acceso a un derecho fundamental como lo es la salud.

Director Académico de la Especialización en “Gestión Estratégica de Organizaciones de Salud” Universidad Nacional del Centro (UNICEN).
Autor de: “Claves Jurídicas y Asistenciales para la Conformación de un Sistema Federal Integrado de Salud” - Editorial Eudeba (2012) - “Salud y políticas públicas” - Editorial UNICEN (2016)
 

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