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Reiteradamente subrayo en estas columnas la necesidad de
un Acuerdo Sanitario para salir de la situación de
anomia generalizada, y pasar del asistema actual a la
construcción de un Sistema Federal Integrado de Salud.
También me he referido a la condición de negociación en
oposición a un ilusorio consenso, o vacío diálogo, a lo
que habría que agregar la idea de compromiso; y no pocas
veces advertí que se trata también de una cuestión de
decisión política. Pero yendo más allá, es necesario
precisar la contextualización en la que se debe y puede
darse este paso, es decir, la situación concreta.
Quisiera detenerme hoy, entonces, en algunas
consideraciones sobre la condición de posibilidad del
acuerdo entre los actores.
Para pasar de la anomia al acuerdo, una estación
indispensable –y diría, incluso, un estado permanente–
debe ser la autocrítica. No ya la impugnación, lamento o
reproche; ni tampoco la observación crítica de aspectos
generales desde el exterior, sino la crítica que se
involucra desde la primera persona, que advierte el
estado de cosas de la que uno mismo forma parte, aunque
no lo desee, y que incluso ha coadyuvado a generar o
mantener.
En otras palabras, me refiero a la falsa petición
humanística, es decir, “peticiones que les permite hacer
un reclamo retrospectivamente (en forma ilusoria), lo
que no hicieron cuando hubieran debido hacerlo”, según
Kurt Lenk. Si la petición fuera sincera, debería incluir
la autocrítica por su ausencia cuando el momento era el
más oportuno. ¿Qué intentos de transformación verdadera
realizaron en el pasado, cuando ocupaban puestos que lo
permitían, quiénes hoy proponen reformas? ¿Y en qué
medida las reformas propuestas verdaderamente
transformarían la propia realidad que certeramente se
critica, o implican apenas “parches”? Los médicos, y en
general los involucrados en la gestión sanitaria de una
u otra manera, debemos comenzar por blanquear la puja de
intereses que ocurre no lejos y en rincones oscuros,
sino cotidianamente, a los ojos de todos los que estén
dispuestos a ver la realidad de frente, sin desviar la
mirada.
En la anomia tenemos la no verdad que oculta la
desigualdad, desconoce el biopoder y la domesticación, y
edifica intereses dominantes; mientras que en el acuerdo
están la negociación y el compromiso, no el consenso y
la transacción, sino el proyecto contextualizado y la
legitimidad racional. Por su parte, la autocrítica
implica reconocer valores morales y éticos diversos e
intereses distintos y hasta contrapuestos. Se requiere
de un diálogo interdisciplinario donde la fraternidad
solidaria no es una opción pues, al decir de Sarmiento,
“si no es por caridad, será por miedo”, ya que la
desigualdad mata tanto a pobres como a ricos.
Ahora bien, con el acuerdo no se alcanza la confluencia
de intereses ni se transforman los valores diversos,
sino que se acepta que para la vida comunitaria algunos
intereses y visiones individuales o grupales deben
subordinarse para garantizar la propia existencia de la
comunidad y por ende de cada individualidad. No se
alcanza la coincidencia de valores, pero sí la
aceptación racional de principios de convivencia que
permiten la continuidad de la diferencia y pluralidad.
Dicho en términos llanos, quien se mueva primariamente
por el interés lucrativo, no requiere de ser conmovido y
ceder por valores humanitarios, pero sí aceptar reglas
de juego en las que su afán de lucro se vea encauzado
según un marco normativo acordado por todos.
Claro que esto siempre en el marco de un Estado de
Derecho democrático y pluralista. Como sostenía Carlos
Nino en La constitución de la democracia deliberativa,
una democracia en la cual la práctica del debate y la
argumentación ocupen un lugar central en la toma de
decisiones sobre asuntos públicos. Las decisiones ganan
legitimidad cuando surgen de una deliberación robusta,
en la que todos los afectados por ella hayan debatido
racionalmente. Una sociedad que no persigue la
uniformidad de los individuos (ni la medicalización de
los cuerpos) pero sí la equidad, es decir, la aceptación
de la igualdad jurídica con todos los derechos que
conlleva (incluyendo el derecho a la salud). Para ello,
debemos priorizar el rol del Estado en pos del proyecto
de Nación a desarrollar acorde al potencial que
poseemos.
Como capítulo de la autocrítica, podríamos considerar la
precisión de términos utilizados corrientemente en la
crítica sanitaria, pero que suelen caer en una
malversación del lenguaje. Tomemos el término en boga de
los costos en salud. Efectivamente se trata de una
cuestión importante, pero la preocupación por los gastos
en salud y su efectividad no puede tergiversarse en los
costos para los subsectores como los privados, el
Estado, las Obras Sociales, ni para justificar subas a
las prepagas ni descartar tratamientos específicos.
El caso de Uruguay ilustra de manera concreta cómo puede
conciliarse una real protección al conjunto de los
ciudadanos haciendo un uso eficiente de los costos y,
esencialmente, transparente. Con el Fondo Nacional de
Recursos (FNR), el Estado asume la responsabilidad de
cubrir los costos de las intervenciones complejas y
onerosas (con dinero del Fondo Nacional de Salud al que
aportan empleados, empleadores, instituciones médicas,
impuestos al juego y de rentas generales). Pero no lo
hace librando partidas sin control, sino remitiendo en
cada caso, tras una evaluación particular a cargo de
instituciones públicas como la Facultad de Medicina de
la Universidad de la República, a un centro médico
específico, público o privado, que se hará cargo del
tratamiento o intervención, según las condiciones
establecidas por el Ministerio de Salud Pública.
No se trata de negar que existan costos, precios y
dinero. Pero precisamente de lo que se trata es de que
el enfoque médico se priorice sobre el económico, no
para solventar el costo que sea, sino, por el contrario,
para transformar el carácter mercantil en uno de
asistencia eficiente. Existen decisiones económicas (si
se quiere de política económica) que hacen la diferencia
sobre quiénes afrontan los gastos, cómo lo hacen, y
hasta su nivel de responsabilidad, pero que no deben
limitarse a una lógica de mercado. Pensemos, por
ejemplo, en los medicamentos: quién los produce, quién
decide qué se produce, cuánto corresponde de patente,
quién lo paga y cómo. El Dr. Sergio Horis del Prete
ejemplificó en esta misma revista muy claramente el caso
con la droga sofosbuvir para el tratamiento de la
Hepatitis C, que varía desde los mil dólares por
comprimido en Estados Unidos a los 2,38 dólares en la
India, según las distintas modalidades de patentes.
Claro que las decisiones de a quién se le prescribe, por
cuánto tiempo, y demás, deben obviamente ceñirse a
criterios puramente médicos.
Es decir que no existe un Mercado natural que imponga
una realidad de costos a la que todos debemos
adaptarnos, sino que existen distintas políticas
económicas que generan distintos marcos
jurídico-económicos sobre los cuales se distribuyen los
gastos y ganancias de dinero, así como los perjuicios y
pérdidas de vida y salud. Cierto modelo económico puede
determinar que los bienes básicos sean dispensados
solamente a través de la prestación estatal, mientras
que otros pueden privilegiar iniciativas privadas, o
bien, formas económicas mixtas. Pero ningún programa
puede considerarse autorizado si, en los hechos,
determina que algún sector de la sociedad quede
marginado del acceso a un derecho fundamental como lo es
la salud.
Director Académico de la Especialización en
“Gestión Estratégica de Organizaciones de Salud”
Universidad Nacional del Centro (UNICEN).
Autor de: “Claves Jurídicas y Asistenciales para
la Conformación de un Sistema Federal Integrado
de Salud” - Editorial Eudeba (2012) - “Salud y
políticas públicas” - Editorial UNICEN (2016) |
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