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Se ha viralizado últimamente una conferencia de un
reconocido colega, en la cual realiza una serie de
particulares consideraciones respecto de la pobreza y el
futuro social que nos espera a los argentinos. Como es
común desde cierto sector social, muchos prejuicios se
transforman en teorías y devienen en principios, a
menudo asombrosos, cuando no horrorosos. Pontificando
desde una supuesta advertencia respecto de la calidad de
la gente que vendrá a poblar a futuro nuestro
desventurado país, pronostica un paisaje poco menos que
apocalíptico. Porque ese Apocalipsis será social, y
estará representado por hordas de pobres cuasi
lombrosianos, con bajísimo coeficiente intelectual y
potencialidad delictiva. Se hace mención a que resultará
consecuencia de una supuesta y científicamente analizada
proyección geométrica del crecimiento demográfico
argentino, basándose en que como éste se hace a expensas
de los pobres, en tres generaciones de ellos surgirán
casi 80 descendientes mientras que de los no pobres
serán solo 16. Y se sostiene (como verdad revelada) que
el hijo de un pobre será siempre pobre, en base a su
escasísima posibilidad de salir del círculo vicioso que
lo rodea, por lo cual nacerá condenado de antemano. No
tendrá estímulos, será adicto a las drogas más
destructivas, carecerá de educación porque sus docentes
- si los tiene - son “truchos” y por lo tanto su
recuperación será imposible. Se trata de daños
colaterales que surgen del conflicto entre ganadores
(pocos) y perdedores (demasiados). Ergo, “se llenará de
pobres el recibidor”, como bien dice Serrat. Entonces,
no se va a poder cubrir ni alimentación ni educación de
tal cantidad de niños futuros a la vez desahuciados. Por
lo hay que poner un freno ya. Lo que se llama “malthusismo
explícito”.
La Argentina tiene un grave problema económico, social y
sanitario con la pobreza, que es más complejo que la
simple enunciación de cifras estrambóticas y situaciones
dantescas, y hasta difícil de entender. Una cosa es
hablar de número de pobres desde la idea de una línea
económica que divide entre incluidos y excluidos del
mercado de la canasta básica de bienes y servicios, y
otra muy diferente es desagregarlos, e identificar
dentro de este amplio grupo a los pobres estructurales,
el sector más cristalizado en esa posición social y en
condición de franca desventaja respecto del resto. La
oscilante cifra del 27% al 30% de pobreza según las
estadísticas anuales está conformada por un amplio
colectivo de familias. Muchas van y vienen mensualmente
atravesando esa frontera económica en función de los
ingresos que alcancen, dinámica que se ajusta por
inflación. Están en condiciones de ser clase media baja
con solo un paso de billetera. Otro segmento está
compuesto por parte de los casi 3 millones que viven en
asentamientos y villas, en condición de alta
vulnerabilidad y muchos de ellos prisioneros de las
carencias, del narco y de la marginalidad, con ingresos
que los sepultan en la indigencia. Entre ambos hay otros
pobres que tratan de salir del pantano social con
dignidad, esfuerzo y trabajo precario, mandan a sus
hijos a la escuela y cuidan su salud, pero cuyos
ingresos apenas les permiten cubrir alimentos y escasos
servicios básicos. Pregunta. ¿Es posible simplificar la
pobreza en una sola, y estigmatizar a sus integrantes
sometiéndolos a una descalificación como sujetos de
derechos, especialmente sociales, y a la vez llevarlos a
una condición de potencial peligro social futuro?
Bajo un particular concepto neomalthusista aggiornado,
el planteo respecto de la solución al descuido para con
la dignidad de los niños pobres pasa por controlar su
natalidad, y así poner freno a este supuesto aluvión
futuro de nuevos pobres de peor calidad social. ¿Cómo?
Mediante la procreación responsable (una suerte de
vasectomía intelectual) y aplicando la AUH a la inversa.
Es decir, cuantos menos hijos se tengan, más derecho a
obtenerla. Explícitamente, suprimirla después del
segundo hijo. China for export.
Creo necesario refutarle demasiados argumentos
simplistas, para después entrar en la compleja
problemática de cómo superar los estigmas de la pobreza.
Haciendo hincapié en la niñez en riesgo, que es su
loable motivo de preocupación. El problema es que tal
discurso se fundamenta en una secuencia de datos de
dudosa certeza y hasta falaces, a los que se otorga
rigor científico, mencionándose revistas, libros y hasta
universidades extranjeras preocupadas por nuestro
destino social. Peor aún. Se incorporan supuestas
observaciones personales “en terreno”, además de
reflejarse en algún tramo cierta xenofobia.
Particularmente, hace suyas las aseveraciones de un
conocido economista, quien ha intentado explicar que el
crecimiento exponencial de los pobres reside en el
número de pensiones otorgadas a “madres de más de siete
hijos”. Y que a más planes sociales otorgados
(¿Asignación Universal por Hijo?) multiplicación de
pobres. No de peces ni panes. Primera hipótesis falsa.
Si poco más de 315.000 beneficiarias a nivel país de
este tipo de pensiones graciables, de edad madura y con
múltiples hijos, van a tener capacidad fértil de seguir
procreando, estaríamos más cerca de entrar al Guinnes
que de verlo publicado en la revista Science.
Otro de sus temas de preocupación son las madres
adolescentes pobres, que “se embarazan para tener la
AUH”. La falacia de este preconcepto lo demuestra la
base de datos de la ANSES. La AUH tiene un total de
4.279.685 beneficiarios (51% varones y 49% mujeres) con
2.103.804 titulares (98% madres y 2% padres). Por cada
titular hay 2,03 beneficiarios y el 41% de estos tiene
hasta 5 años. Las beneficiarias titulares de entre 15 y
19 años son 115.630 a marzo de 2018 (5.5 del total), un
10% menos que en 2016. Y los beneficiarios totales entre
0 y 5 años sólo aumentaron un 3.6% en el mismo período.
Además, el 80% de las titulares que cobran la AUH no
tienen más de dos hijos. Si se desagrega el 100% de las
beneficiarias, 51,2% tiene un solo hijo, 28,1 dos, 13,1%
tres, 5,2 tiene 4 y recién el 2,4 alcanza los 5 hijos o
más. Es decir que el número de madres con elevado número
de hijos es muy bajo. No parece advertirse entonces
ningún crecimiento geométrico, pese a ser los
beneficiarios de la AUH desocupados, informales,
personal doméstico o ciudadanos con una retribución
inferior al salario mínimo, vital y móvil. Es decir,
pobres por ingresos.
Los números de la pobreza hablan de un 47,4% de niños
entre 0 y 14 años de todo el país en tal condición.
Numéricamente desconocidos, pero geográficamente
identificables en los márgenes urbanos, sus carencias
surgen del daño colateral múltiple que producen déficits
crónicos en sus condiciones de vida. Lo que los lleva a
vivir en los límites de una sociedad que, además, los
estigmatiza en el estereotipo del delito. El modelo de
exclusión al que se ven sometidos aquellos que
pertenecen al segundo y tercer anillo social de la
pobreza surge de su vida en “guettos” aislados, y
amurallados por barreras físicas artificiales que
impiden su integración social. Se los transforma en una
“infraclase” sin valor de mercado - como bien sugiere
Zygmut Baumann - alejados de toda posibilidad de consumo
y solo visibles desde el supuesto “peligro” que van
representando para el resto del colectivo social.
Hay una coincidencia con los dichos del colega. El mayor
problema de la exclusión y la desventaja social surge de
la interacción directa entre pobreza extrema y salud, a
nivel del deterioro de la habilidad cognitiva. Esto lo
ha reflejado un estudio de la Universidad de Carolina
del Sur efectuado a lo largo de cinco años, y ya
mencionado en un artículo de mi autoría hace 2 años
atrás, que fuera publicado en esta misma revista. Dicho
estudio trata de vincular cómo la cultura, las
relaciones familiares, la exposición a la violencia y
otros factores modelan la mente humana. Para ello se
basa en la respuesta cerebral de un grupo de
adolescentes de familias pobres, estimulados por
distintas historias de vida y luego evaluados por RNM,
comparado con idéntico protocolo efectuado dos años más
tarde. Los resultados fueron perturbadores: quienes
habían convivido con un entorno de pobreza significativa
y violencia mostraban neuroimágenes de progresivo
debilitamiento de las conexiones neuronales, y una menor
interacción en tiempo real en las áreas cerebrales que
se asocian a la conciencia, el juicio y los procesos
éticos y emocionales.
Es real que la pobreza crónica y los determinantes
sociales afectan las interacciones químicas y el
desarrollo de conexiones neuronales en el cerebro joven.
Por lo tanto, someterlo o no a estímulos en forma
temprana durante la infancia hará que tales conexiones
se fortalezcan o reduzcan. Y esto será resultado de la
condición social de las familias. De allí que el impacto
de la pobreza estructural, asociado a la forma en que la
sociedad estigmatiza y trata a las minorías pobres puede
tener un efecto devastador. E interferir notablemente
sobre el desarrollo de las capacidades de los
adolescentes de planificar, establecer metas, tomar
decisiones morales y mantener su estabilidad emocional.
Por lo tanto, no son las recetas neomalthusistas el
camino para acotar el drama de la pobreza extrema sobre
los futuros niños pobres y su potencial deterioro
mental. Se necesitan nuevos y mejores programas sociales
que, en lugar de estigmatizarlos o quitarles beneficios
que les permitan al menos consumir alimentos, se centren
en tal condición de vulnerabilidad psíquica y traten de
apuntalarla. Más cuando es poco probable que sus madres
hayan desarrollado suficiente habilidad defensiva para
hacer frente a la pobreza y poder transmitírselo a sus
hijos.
Quedarse discutiendo los números de la pobreza o
simplificar soluciones para atacar sin sentido un plan
social como la AUH que asimila trabajadores informales a
formales, sin proponer como mejorar la educación o la
salud de los que menos tienen y más las necesitan, es
banalizarla. Mientras tanto, el deterioro cerebral de
ciudadanos con derechos parece discurrir sigilosa y
naturalmente sin que nadie plantee seriamente un
esfuerzo programático para evitarlo, o llegar a
revertirlo tempranamente. En la medida que las
propuestas se vayan haciendo más inequitativas y
restrictivas, las posibilidades de los pobres de
invertir en la capacidad cognitiva de sus hijos se hará
cada vez más desigual. No hay peor pobreza que la de un
cuerpo con poca salud y un cerebro con escasa educación.
Pero también no hay peor pobreza que la de las ideas,
especialmente las que solo estigmatizan en lugar de
proponer mayor inclusión.
(*)
Mg. Profesor Titular Análisis de
Mercados de Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires.
Argentina.
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