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Columna


El “precio de la salud”
o el valor social de su significado

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


En Economía, el precio se conoce como la cantidad de dinero que la sociedad debe dar a cambio de un bien o servicio. Es también el monto de dinero que se asigna a un producto o servicio, o la suma de los valores que los compradores intercambian por los beneficios de tener o usar o disfrutar un bien o un servicio. También el precio depende de la utilidad que cada individuo asigna a dicho bien o servicio. ¿De qué hablamos cuando hablamos del “precio de la salud”? Lo primero que viene a la mente es diferenciar si nos estamos refiriendo a la suma de recursos que se asigna a obtener dicho bien - por lo general expresión de lo que la gente está dispuesta a pagar directa o indirectamente por ella - sea a partir de la atención médica que se provee o por un medicamento, consulta o práctica. Pero las personas no pagan directamente por los servicios de salud, o porque están asegurados para ello o bien porque se les provee en forma gratuita a través de los servicios estatales. Entonces, otro término asociado a Precio es el Valor. Constituye otro tipo de precio, que no tiene que ver con alguna forma de costo en moneda o dinero, sino que es básicamente subjetivo y hondamente social. Cada persona lo determina de acuerdo al significado que cierto bien tenga para ella. Al basarse en principios y cuestiones morales, se lo liga más a los sentimientos y a la utilidad que un bien, por ejemplo, la salud, puede otorgar. Ciertamente, una utilidad difícil de calcular con exactitud, al estar vinculada esencialmente a la cantidad o calidad de vida que se logra con el impacto de la intervención médica.
Por eso, cuando hablamos del “precio de la salud”, deberíamos analizar por un lado cuanto nos cuesta producirla y también que valor le otorga la sociedad en términos de utilidad real a tal producción, sea como beneficio o como satisfacción. Porque muchas veces, en la gestión sanitaria nos encontramos frente a quienes defienden la idea de otorgar salud a cualquier precio, aun dejando de lado el costo de oportunidad que tal decisión trae consigo. Y esto quizá sea lo más grave en términos de valor. Si consideramos a éste como el conjunto de atributos que se le concede a un bien o servicio, y por el cual se está dispuesto a pagar o contribuir a su financiamiento, viene bien recordar a Donavedian cuando advierte que el valor de la salud es “aquella clase de atención que se espera pueda proporcionar al paciente el máximo y más completo bienestar”. Queda claro que el valor se mide aquí por resultados, y no por la cantidad de servicios entregados, que pueden estar sujetos a eficiencias dispares y despilfarro de recursos. La propia definición general y la concreción operativa del concepto de valor, en épocas de innovación acelerada, usos acríticos de tecnología y efectividades relativas, exige disponer de una métrica que permita cuantificar en forma objetiva el valor de las ganancias y utilidades en salud y/o bienestar que se obtienen. Por ejemplo, los AVAC.
Michael Porter, en su libro ¿What is value in Health Care? habla de valor en referencia al paciente, como objetivo excluyente de un sistema de salud y lo define como “la relación entre los resultados obtenidos y el costo incurrido para obtener dichos resultados”, centrándolo claramente en un enfoque asociado a la eficiencia. El problema central en nuestro sistema de salud es si existe o no eficiencia, cuando se relaciona el volumen de prestaciones o servicios por un lado y la magnitud del gasto que esto implica con los resultados que se obtienen por otro. Porque si la ecuación no cierra, entonces tenemos que dejar de hablar del “precio de la salud” para comprender que estamos haciendo salud a cualquier precio. Y eso, en términos de valor para la sociedad, resulta suma cero. Entre el peso de demanda sanitaria, la fascinación por la tecnología y sus resultados no siempre efectivos, el embate de los medicamentos de alto costo más el exorbitante encarecimiento de precio de los dispositivos y prótesis médicos, desconocer cuanto se malgasta frente a la escasez natural de recursos lleva a una sangría financiera permanente que comienza a estrangular los sistemas de la seguridad social y el propio gasto del Estado.
Razonablemente hablando, un mayor gasto en asistencia sanitaria no garantiza su mayor calidad. Más cuando se deben enfrentar posiciones monopólicas o cartelizadas, conflictos de interés no declarados y judicializaciones inducidas por la práctica profesional. Hay circunstancias que explican la ausencia de criterio regulador sanitario desde una triple óptica: sanitaria, económica y ética. El abuso de la posición terapéutica de los profesionales en el mercado sanitario reconoce como causa fundamental la necesidad de encontrar nichos en éste, que le permitan diferenciar el producto y asegurar rentabilidad. Sea por la indicación de medicamentos que suelen presentarse como la panacea para extender la vida contra una no siempre demostrada efectividad, o el uso cada vez mayor de dispositivos médicos de alto costo para sustituir tratamientos con idéntica efectividad, volvemos al criterio de salud a cualquier precio. Tomemos el caso del fármaco para el cáncer de próstata avanzado cabazitaxel, de Sanofi Aventis. Su precio de venta por unidad es de $ 223.075 y de $ 170.993 en Brasil. El dato de interés es que el NICE inglés no autorizó inicialmente su inclusión en el British Nacional Formulary (BNF) ya que no superaba la evaluación costo/utilidad exigida a los supuestos innovadores, al extender la supervivencia apenas tres meses. Aun aprobada por la Agencia Europea de Medicamentos (EMA), los trials demostraron que los pacientes tratados con dicha droga tenían una sobrevida media de 15 meses, pero solo 2,4 más que los tratados con mitoxantrona, droga cuyo costo en la Argentina no supera los $ 1.924 la dosis.
Otro ejemplo es el reemplazo aórtico por vía percutánea. Originalmente protocolizado para adultos mayores de 80 años con estenosis valvular severa, elevados scores de riesgo para cirugía cardíaca y comorbilidades, sus dispositivos tienen un precio en torno a los u$s 25.000 en el mercado local. Si bien su indicación es costo/efectiva frente al tratamiento médico convencional, ha comenzado a competir contra el reemplazo valvular quirúrgico en pacientes con riesgo intermedio y bajo, aptos para cirugía con los mismos resultados y un precio significativamente menor. ¿Dónde está el valor relativo de esa costo/efectividad inversa? En realidad, se trata de la búsqueda de un nuevo nicho de mercado para el intervencionismo percutáneo, quizás con recomendaciones y procedimientos bien intencionados, pero económicamente injustificables y realizados ondeando la bandera de la medicina de alta calidad e inocua para el paciente. Cuando precisamente no es tan así. El grado de conocimiento actual acerca de la efectividad de ciertos procedimientos y prácticas médicas hacen surgir dos problemas con claras implicaciones éticas: la cuestionable utilización de ciertas prácticas frente a los escasos recursos económicos y el someter a los pacientes a riesgos innecesarios, en circunstancias donde esas técnicas carecen del aval de un uso contrastado.
Fue Jennet quien identificó cinco razones claras para considerar el uso inapropiado de una tecnología: si es innecesaria porque el objetivo deseado puede alcanzarse con otros procedimientos igualmente probados, si es inútil porque el paciente está en un estadio demasiado avanzado para una respuesta exitosa, si es insegura porque las eventuales complicaciones sobrepasan el beneficio probable, si es inclemente porque la calidad de vida que se ofrece no es de utilidad como para justificar la intervención y finalmente si es insensata porque consume recursos que podrían ser aplicados con mayor efectividad sobre otras intervenciones. De allí lo inaceptable de “una medicina de calidad a cualquier precio”, ya que no pueden obviarse las consecuencias presentes y futuras del despilfarro económico, como tampoco los eventuales efectos dañinos de la utilización acrítica e inexperta de cualquier innovación tecnológica con fines asistenciales.
Entonces, cuando se habla del “precio de la salud”, no debe olvidarse la definición de Drummond respecto a que la evaluación económica constituye una ayuda en la toma de decisiones, si bien no sustituye el razonamiento. De allí que los profesionales deben familiarizarse con la gestión racional e inteligente de los escasos recursos, y la evaluación económica debe resultar un componente más a tener en cuenta en la asistencia sanitaria frente al precio de otorgarla. Pero no debe sacralizársela, como si fuese la quintaesencia de la decisión racional. Porque allí debe también radicar el principio ético. Es en el valor de lo que se logra donde reside el beneficio para el paciente o la sociedad. Como bien dice el refrán, sólo un necio confunde valor y precio.

(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina

 

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