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En Economía, el precio se conoce como la cantidad de
dinero que la sociedad debe dar a cambio de un bien o
servicio. Es también el monto de dinero que se asigna a
un producto o servicio, o la suma de los valores que los
compradores intercambian por los beneficios de tener o
usar o disfrutar un bien o un servicio. También el
precio depende de la utilidad que cada individuo asigna
a dicho bien o servicio. ¿De qué hablamos cuando
hablamos del “precio de la salud”? Lo primero que viene
a la mente es diferenciar si nos estamos refiriendo a la
suma de recursos que se asigna a obtener dicho bien -
por lo general expresión de lo que la gente está
dispuesta a pagar directa o indirectamente por ella -
sea a partir de la atención médica que se provee o por
un medicamento, consulta o práctica. Pero las personas
no pagan directamente por los servicios de salud, o
porque están asegurados para ello o bien porque se les
provee en forma gratuita a través de los servicios
estatales. Entonces, otro término asociado a Precio es
el Valor. Constituye otro tipo de precio, que no tiene
que ver con alguna forma de costo en moneda o dinero,
sino que es básicamente subjetivo y hondamente social.
Cada persona lo determina de acuerdo al significado que
cierto bien tenga para ella. Al basarse en principios y
cuestiones morales, se lo liga más a los sentimientos y
a la utilidad que un bien, por ejemplo, la salud, puede
otorgar. Ciertamente, una utilidad difícil de calcular
con exactitud, al estar vinculada esencialmente a la
cantidad o calidad de vida que se logra con el impacto
de la intervención médica.
Por eso, cuando hablamos del “precio de la salud”,
deberíamos analizar por un lado cuanto nos cuesta
producirla y también que valor le otorga la sociedad en
términos de utilidad real a tal producción, sea como
beneficio o como satisfacción. Porque muchas veces, en
la gestión sanitaria nos encontramos frente a quienes
defienden la idea de otorgar salud a cualquier precio,
aun dejando de lado el costo de oportunidad que tal
decisión trae consigo. Y esto quizá sea lo más grave en
términos de valor. Si consideramos a éste como el
conjunto de atributos que se le concede a un bien o
servicio, y por el cual se está dispuesto a pagar o
contribuir a su financiamiento, viene bien recordar a
Donavedian cuando advierte que el valor de la salud es
“aquella clase de atención que se espera pueda
proporcionar al paciente el máximo y más completo
bienestar”. Queda claro que el valor se mide aquí por
resultados, y no por la cantidad de servicios
entregados, que pueden estar sujetos a eficiencias
dispares y despilfarro de recursos. La propia definición
general y la concreción operativa del concepto de valor,
en épocas de innovación acelerada, usos acríticos de
tecnología y efectividades relativas, exige disponer de
una métrica que permita cuantificar en forma objetiva el
valor de las ganancias y utilidades en salud y/o
bienestar que se obtienen. Por ejemplo, los AVAC.
Michael Porter, en su libro ¿What is value in Health
Care? habla de valor en referencia al paciente, como
objetivo excluyente de un sistema de salud y lo define
como “la relación entre los resultados obtenidos y el
costo incurrido para obtener dichos resultados”,
centrándolo claramente en un enfoque asociado a la
eficiencia. El problema central en nuestro sistema de
salud es si existe o no eficiencia, cuando se relaciona
el volumen de prestaciones o servicios por un lado y la
magnitud del gasto que esto implica con los resultados
que se obtienen por otro. Porque si la ecuación no
cierra, entonces tenemos que dejar de hablar del “precio
de la salud” para comprender que estamos haciendo salud
a cualquier precio. Y eso, en términos de valor para la
sociedad, resulta suma cero. Entre el peso de demanda
sanitaria, la fascinación por la tecnología y sus
resultados no siempre efectivos, el embate de los
medicamentos de alto costo más el exorbitante
encarecimiento de precio de los dispositivos y prótesis
médicos, desconocer cuanto se malgasta frente a la
escasez natural de recursos lleva a una sangría
financiera permanente que comienza a estrangular los
sistemas de la seguridad social y el propio gasto del
Estado.
Razonablemente hablando, un mayor gasto en asistencia
sanitaria no garantiza su mayor calidad. Más cuando se
deben enfrentar posiciones monopólicas o cartelizadas,
conflictos de interés no declarados y judicializaciones
inducidas por la práctica profesional. Hay
circunstancias que explican la ausencia de criterio
regulador sanitario desde una triple óptica: sanitaria,
económica y ética. El abuso de la posición terapéutica
de los profesionales en el mercado sanitario reconoce
como causa fundamental la necesidad de encontrar nichos
en éste, que le permitan diferenciar el producto y
asegurar rentabilidad. Sea por la indicación de
medicamentos que suelen presentarse como la panacea para
extender la vida contra una no siempre demostrada
efectividad, o el uso cada vez mayor de dispositivos
médicos de alto costo para sustituir tratamientos con
idéntica efectividad, volvemos al criterio de salud a
cualquier precio. Tomemos el caso del fármaco para el
cáncer de próstata avanzado cabazitaxel, de Sanofi
Aventis. Su precio de venta por unidad es de $ 223.075 y
de $ 170.993 en Brasil. El dato de interés es que el
NICE inglés no autorizó inicialmente su inclusión en el
British Nacional Formulary (BNF) ya que no superaba la
evaluación costo/utilidad exigida a los supuestos
innovadores, al extender la supervivencia apenas tres
meses. Aun aprobada por la Agencia Europea de
Medicamentos (EMA), los trials demostraron que los
pacientes tratados con dicha droga tenían una sobrevida
media de 15 meses, pero solo 2,4 más que los tratados
con mitoxantrona, droga cuyo costo en la Argentina no
supera los $ 1.924 la dosis.
Otro ejemplo es el reemplazo aórtico por vía percutánea.
Originalmente protocolizado para adultos mayores de 80
años con estenosis valvular severa, elevados scores de
riesgo para cirugía cardíaca y comorbilidades, sus
dispositivos tienen un precio en torno a los u$s 25.000
en el mercado local. Si bien su indicación es
costo/efectiva frente al tratamiento médico
convencional, ha comenzado a competir contra el
reemplazo valvular quirúrgico en pacientes con riesgo
intermedio y bajo, aptos para cirugía con los mismos
resultados y un precio significativamente menor. ¿Dónde
está el valor relativo de esa costo/efectividad inversa?
En realidad, se trata de la búsqueda de un nuevo nicho
de mercado para el intervencionismo percutáneo, quizás
con recomendaciones y procedimientos bien intencionados,
pero económicamente injustificables y realizados
ondeando la bandera de la medicina de alta calidad e
inocua para el paciente. Cuando precisamente no es tan
así. El grado de conocimiento actual acerca de la
efectividad de ciertos procedimientos y prácticas
médicas hacen surgir dos problemas con claras
implicaciones éticas: la cuestionable utilización de
ciertas prácticas frente a los escasos recursos
económicos y el someter a los pacientes a riesgos
innecesarios, en circunstancias donde esas técnicas
carecen del aval de un uso contrastado.
Fue Jennet quien identificó cinco razones claras para
considerar el uso inapropiado de una tecnología: si es
innecesaria porque el objetivo deseado puede alcanzarse
con otros procedimientos igualmente probados, si es
inútil porque el paciente está en un estadio demasiado
avanzado para una respuesta exitosa, si es insegura
porque las eventuales complicaciones sobrepasan el
beneficio probable, si es inclemente porque la calidad
de vida que se ofrece no es de utilidad como para
justificar la intervención y finalmente si es insensata
porque consume recursos que podrían ser aplicados con
mayor efectividad sobre otras intervenciones. De allí lo
inaceptable de “una medicina de calidad a cualquier
precio”, ya que no pueden obviarse las consecuencias
presentes y futuras del despilfarro económico, como
tampoco los eventuales efectos dañinos de la utilización
acrítica e inexperta de cualquier innovación tecnológica
con fines asistenciales.
Entonces, cuando se habla del “precio de la salud”, no
debe olvidarse la definición de Drummond respecto a que
la evaluación económica constituye una ayuda en la toma
de decisiones, si bien no sustituye el razonamiento. De
allí que los profesionales deben familiarizarse con la
gestión racional e inteligente de los escasos recursos,
y la evaluación económica debe resultar un componente
más a tener en cuenta en la asistencia sanitaria frente
al precio de otorgarla. Pero no debe sacralizársela,
como si fuese la quintaesencia de la decisión racional.
Porque allí debe también radicar el principio ético. Es
en el valor de lo que se logra donde reside el beneficio
para el paciente o la sociedad. Como bien dice el
refrán, sólo un necio confunde valor y precio.
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(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de
Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina |
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