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Columna



La salud también oculta cosas

debajo de la alfombra

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


Como investigadores, como profesionales, como docentes o simplemente como ciudadanos, siempre tratamos de ver las cuestiones del sistema sanitario dentro de algo que eufemísticamente se suele denominar “lo políticamente correcto”. Lo que significa, en su traducción literal, decir sólo aquello que evite ofender o poner en desventaja a miembros de grupos particulares de la sociedad, reemplazando viejos prejuicios por otros nuevos. O sea, declarar ciertos temas fuera de los límites, ciertas expresiones fuera de los límites, incluso ciertos gestos fuera de los límites.
La ausencia crónica de debates abiertos sin restricciones en el campo sanitario también permite confirmar que sólo se habla de lo que parece que está bien, mientras se cierra el paso a revisar todo lo que se estima que está mal y puede cambiarse drásticamente para mejorar. De esta forma, “lo políticamente correcto” resulta una suerte de cerrojo mental que obliga a quedarse estancado y paralizado en lo que se es, sin percatarse de lo que realmente se debe ser. Seguir escondiendo la basura debajo de la alfombra, algo que implica renunciar a lo esencial de la condición humana que es pensar, en forma libre y sin censuras de ocasión.
Respecto de esto, tiempo atrás accedí en forma casual a un libro muy interesante, editado en 2013 por la European Commission, que lleva por título “Study on Corruption in the Healthcare Sector”. Según sus autores, está destinado a “lograr un mejor conocimiento de la extensión, naturaleza e impacto de las prácticas corruptas en el sector salud a lo largo de la Unión Europea y evaluar la capacidad de los Ministerios de Salud de prevenir y controlar dicha corrupción y la efectividad de esas medidas en la práctica”. Es decir, a poner sin tapujos ni falsas premisas, blanco sobre negro, el juego de lo políticamente “incorrecto” analizando lo ocurrido en 28 de los estados miembros de la U.E.
Identifican así seis tipos de prácticas “no deseadas”, denominadas como “corrupción”, a saber: pagos extras innecesarios por servicios médicos, corrupción en compras, impropias relaciones de marketing, utilización arbitraria de posiciones de poder, reembolsos indebidos, y fraude y malversación en medicamentos y dispositivos médicos. Concluye admitiendo que no existe una política única para hacer exitosa la pelea contra la corrupción en el sector salud.
Más allá de cuestiones clásicas con los medicamentos, quizás lo más interesante del libro respecto de lo que se oculta bajo la alfombra resida en las relaciones con la industria de los dispositivos médicos, un sector opaco y con tendencia a la concentración. Se sostiene que las prácticas “no deseadas” ocurren a lo largo de toda la cadena de provisión, y que cuanto más pequeño es el número de proveedores, mayor el riesgo de prácticas colusivas.
Resulta paradójico que este libro haya precedido al reciente trabajo del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ), vinculado a cuestiones irregulares ocurridas con tales dispositivos a nivel mundial, llamado TheImplantFiles(https://www.icij.org/investigations/implant-files/).
En este informe queda claro que los dispositivos médicos pueden salvar la vida, pero que mal probados o mal indicados también pueden complicarla y hasta terminar con ella. Y que la industria expone innecesariamente a miles de millones de personas a serios riesgos en su búsqueda de rentas extraordinarias. Sean de silicona, cobalto, acero, titanio o cualquier otro material, con o sin anexos biológicos o farmacológicos, la indicación diaria de estos dispositivos en los servicios de salud por parte de los profesionales mueve miles de millones de dólares al año, para uno y otro lado, aunque nadie los controle.
The Implant Files analiza informes de la FDA, desenmascarando prácticas no “políticamente correctas” de la industria de dispositivos médicos, y cómo funciona el negocio en su vinculación con los profesionales que los indican e implantan. Se trata de un sector corporativo que tiene control casi total de los dispositivos que vende, sabe cómo “regular a los reguladores” y de qué manera recurrir a prácticas “no deseadas” para asegurar sus ventas y enmascarar todo tipo de conflictos de interés no declarados.
A nivel mundial, incluyendo nuestro país, entre 2008 y 2017 la investigación reporta casi 5 millones y medio de fallas en dispositivos médicos - supuestamente probados y seguros - de algunas de las principales compañías a nivel mundial, con algo más de 80 mil muertes. Y otro 1,7 millón de personas con daños o secuelas permanentes asociadas. Así lo determinaron las cifras obtenidas por ICIJ tras el análisis de información pública de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA). Permite demostrar además que en casi todos los países el procedimiento es el mismo. Los fabricantes de dispositivos médicos son quienes los prueban y garantizan su supuesta seguridad, en tanto la autoridad estatal toma automáticamente esa información como válida, sin efectuar casi ningún tipo de control.
En caso de que un dispositivo falle y deba ser retirado del mercado, el propio fabricante debe informar de ello a la FDA y proceder a su salida de circulación. En el caso de la Argentina, el Estado -a través de la ANMAT- no obliga, sino que sólo “sugiere” a los médicos a reportar pacientes que han recibido un dispositivo médico defectuoso de cualquier tipo, o complicaciones de mediano y largo plazo derivadas del implante. Y cuando lo hacen, la información suele ser defectuosa, incompleta o poco relevante. Lo real es que, en muchos casos, la industria se ha hecho la distraída, como ocurrió con los implantes de malla de Johnson & Johnson utilizados desde 2006 para tratar la incontinencia urinaria que dieron lugar a un alto índice de fracaso. Sólo se los retiró en 2012, después de ser aplicados a miles de mujeres en USA, Reino Unido y Australia entre otros países (The bleeding edge; Netflix).
Se estima que el mayor target del mercado de dispositivos (mayores de 65 años) crecerá en más del 60% para el 2030. Quizás lo más grave sea la manipulación del uso de determinados dispositivos en pacientes que obtienen poco o ningún beneficio de ellos, o en quienes no están correctamente indicados. Más aún cuando de ello deriva en una disputa entre el médico y la cobertura social, porque cada uno quiere no sólo imponer su criterio sino su marca y proveedor. Y donde el tema se resuelve del lado del primero, induciendo al paciente a la judicialización más allá de cualquier protocolo o criterio científico válido.
Vinay Prasad ha levantado polémicas en USA al sostener que alrededor del 40% de los procedimientos vinculados a todo tipo de práctica médica son incorrectos, sean medicamentos, cirugías, dispositivos y pruebas diagnósticas que o bien no son mejores que las anteriores (pero sí más caras) o no resultan eficaces. E incluso a veces son peores que no hacer nada. La cifra proviene de un estudio del año 2013, en el cual él mismo participó, donde se analizaron 363 artículos publicados durante diez años en The New England Journal of Medicine, que evaluaban si una nueva práctica médica era mejor que la que había sustituido. En 146 (40,2%) se encontró que no, que la nueva resultaba incluso ser peor que la anterior.
Prasad es tremendamente crítico con la forma en que las innovaciones de alto costo llegan a la práctica clínica. En su opinión, a veces se incorporan basándose en estudios opacos y muchas veces financiados por la propia industria, que aun plausibles científicamente no demuestran utilidad real. Es decir, demasiado precio como beneficio marginal para el proveedor, y poco valor como utilidad marginal para el paciente.
Lo otro que se oculta bajo la alfombra son los pagos indebidos entre quienes implantan y quienes fabrican. Las dos caras de Jano. El capítulo argentino de la ICIJ ha abierto una investigación sobre supuestos cobros indebidos a nivel de una conocida obra social por parte de profesionales, en base a aceptar determinada prótesis. Algo de lo que nunca se habla, pero siempre se toca de costado porque no resulta políticamente correcto. ¿Cuál es el costo de esta práctica “no deseada”? ¿No hay aquí dilema ético entre efectividad y utilidad? ¿Qué pena merece esta práctica?
En 2003, un destacado cirujano cardiovascular italiano pionero de trasplantes en su país y otros colegas fueron arrestados bajo sospecha de haber recibido millones de euros para implantar o inducir a colocar válvulas cardíacas de fabricación brasileña que, según los investigadores, podrían haber causado la muerte de 20 pacientes. El intermediario admitió haber pagado sobornos, ya que era la única manera en que podía lograr ingresar al mercado.
Como bien termina señalando el informe de la U.E., el sector salud resulta especialmente vulnerable a ciertas prácticas “no deseadas” debido a cinco factores: el alto grado de asimetría de información entre los proveedores del servicio y sus receptores; la existencia de un gran número de actores con complejas interrelaciones; el elevado peso de la autonomía profesional que hace difícil estandarizar y controlar las prácticas; la opacidad de los precios y la cartelización no sometida a las reglas de mercado como otros bienes, y la existencia de conflictos de intereses ni declarados ni transparentados.
Llegado a este punto, me ha parecido interesante citar a Savedoff y Hussmann (2006), quienes sostienen que “el alcance de la corrupción (en los sistemas de salud) es, en parte, un reflejo de la sociedad en la que opera”. ¿No sería quizás éste un buen momento para dejar de lado “lo políticamente correcto” y empezar a levantar la alfombra?
 

(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina

 

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