|
Como investigadores, como profesionales, como docentes o
simplemente como ciudadanos, siempre tratamos de ver las
cuestiones del sistema sanitario dentro de algo que
eufemísticamente se suele denominar “lo políticamente
correcto”. Lo que significa, en su traducción literal,
decir sólo aquello que evite ofender o poner en
desventaja a miembros de grupos particulares de la
sociedad, reemplazando viejos prejuicios por otros
nuevos. O sea, declarar ciertos temas fuera de los
límites, ciertas expresiones fuera de los límites,
incluso ciertos gestos fuera de los límites.
La ausencia crónica de debates abiertos sin
restricciones en el campo sanitario también permite
confirmar que sólo se habla de lo que parece que está
bien, mientras se cierra el paso a revisar todo lo que
se estima que está mal y puede cambiarse drásticamente
para mejorar. De esta forma, “lo políticamente correcto”
resulta una suerte de cerrojo mental que obliga a
quedarse estancado y paralizado en lo que se es, sin
percatarse de lo que realmente se debe ser. Seguir
escondiendo la basura debajo de la alfombra, algo que
implica renunciar a lo esencial de la condición humana
que es pensar, en forma libre y sin censuras de ocasión.
Respecto de esto, tiempo atrás accedí en forma casual a
un libro muy interesante, editado en 2013 por la
European Commission, que lleva por título “Study on
Corruption in the Healthcare Sector”. Según sus autores,
está destinado a “lograr un mejor conocimiento de la
extensión, naturaleza e impacto de las prácticas
corruptas en el sector salud a lo largo de la Unión
Europea y evaluar la capacidad de los Ministerios de
Salud de prevenir y controlar dicha corrupción y la
efectividad de esas medidas en la práctica”. Es decir, a
poner sin tapujos ni falsas premisas, blanco sobre
negro, el juego de lo políticamente “incorrecto”
analizando lo ocurrido en 28 de los estados miembros de
la U.E.
Identifican así seis tipos de prácticas “no deseadas”,
denominadas como “corrupción”, a saber: pagos extras
innecesarios por servicios médicos, corrupción en
compras, impropias relaciones de marketing, utilización
arbitraria de posiciones de poder, reembolsos indebidos,
y fraude y malversación en medicamentos y dispositivos
médicos. Concluye admitiendo que no existe una política
única para hacer exitosa la pelea contra la corrupción
en el sector salud.
Más allá de cuestiones clásicas con los medicamentos,
quizás lo más interesante del libro respecto de lo que
se oculta bajo la alfombra resida en las relaciones con
la industria de los dispositivos médicos, un sector
opaco y con tendencia a la concentración. Se sostiene
que las prácticas “no deseadas” ocurren a lo largo de
toda la cadena de provisión, y que cuanto más pequeño es
el número de proveedores, mayor el riesgo de prácticas
colusivas.
Resulta paradójico que este libro haya precedido al
reciente trabajo del Consorcio Internacional de
Periodistas de Investigación (ICIJ), vinculado a
cuestiones irregulares ocurridas con tales dispositivos
a nivel mundial, llamado TheImplantFiles(https://www.icij.org/investigations/implant-files/).
En este informe queda claro que los dispositivos médicos
pueden salvar la vida, pero que mal probados o mal
indicados también pueden complicarla y hasta terminar
con ella. Y que la industria expone innecesariamente a
miles de millones de personas a serios riesgos en su
búsqueda de rentas extraordinarias. Sean de silicona,
cobalto, acero, titanio o cualquier otro material, con o
sin anexos biológicos o farmacológicos, la indicación
diaria de estos dispositivos en los servicios de salud
por parte de los profesionales mueve miles de millones
de dólares al año, para uno y otro lado, aunque nadie
los controle.
The Implant Files analiza informes de la FDA,
desenmascarando prácticas no “políticamente correctas”
de la industria de dispositivos médicos, y cómo funciona
el negocio en su vinculación con los profesionales que
los indican e implantan. Se trata de un sector
corporativo que tiene control casi total de los
dispositivos que vende, sabe cómo “regular a los
reguladores” y de qué manera recurrir a prácticas “no
deseadas” para asegurar sus ventas y enmascarar todo
tipo de conflictos de interés no declarados.
A nivel mundial, incluyendo nuestro país, entre 2008 y
2017 la investigación reporta casi 5 millones y medio de
fallas en dispositivos médicos - supuestamente probados
y seguros - de algunas de las principales compañías a
nivel mundial, con algo más de 80 mil muertes. Y otro
1,7 millón de personas con daños o secuelas permanentes
asociadas. Así lo determinaron las cifras obtenidas por
ICIJ tras el análisis de información pública de la
Administración de Alimentos y Medicamentos de los
Estados Unidos (FDA). Permite demostrar además que en
casi todos los países el procedimiento es el mismo. Los
fabricantes de dispositivos médicos son quienes los
prueban y garantizan su supuesta seguridad, en tanto la
autoridad estatal toma automáticamente esa información
como válida, sin efectuar casi ningún tipo de control.
En caso de que un dispositivo falle y deba ser retirado
del mercado, el propio fabricante debe informar de ello
a la FDA y proceder a su salida de circulación. En el
caso de la Argentina, el Estado -a través de la ANMAT-
no obliga, sino que sólo “sugiere” a los médicos a
reportar pacientes que han recibido un dispositivo
médico defectuoso de cualquier tipo, o complicaciones de
mediano y largo plazo derivadas del implante. Y cuando
lo hacen, la información suele ser defectuosa,
incompleta o poco relevante. Lo real es que, en muchos
casos, la industria se ha hecho la distraída, como
ocurrió con los implantes de malla de Johnson & Johnson
utilizados desde 2006 para tratar la incontinencia
urinaria que dieron lugar a un alto índice de fracaso.
Sólo se los retiró en 2012, después de ser aplicados a
miles de mujeres en USA, Reino Unido y Australia entre
otros países (The bleeding edge; Netflix).
Se estima que el mayor target del mercado de
dispositivos (mayores de 65 años) crecerá en más del 60%
para el 2030. Quizás lo más grave sea la manipulación
del uso de determinados dispositivos en pacientes que
obtienen poco o ningún beneficio de ellos, o en quienes
no están correctamente indicados. Más aún cuando de ello
deriva en una disputa entre el médico y la cobertura
social, porque cada uno quiere no sólo imponer su
criterio sino su marca y proveedor. Y donde el tema se
resuelve del lado del primero, induciendo al paciente a
la judicialización más allá de cualquier protocolo o
criterio científico válido.
Vinay Prasad ha levantado polémicas en USA al sostener
que alrededor del 40% de los procedimientos vinculados a
todo tipo de práctica médica son incorrectos, sean
medicamentos, cirugías, dispositivos y pruebas
diagnósticas que o bien no son mejores que las
anteriores (pero sí más caras) o no resultan eficaces. E
incluso a veces son peores que no hacer nada. La cifra
proviene de un estudio del año 2013, en el cual él mismo
participó, donde se analizaron 363 artículos publicados
durante diez años en The New England Journal of
Medicine, que evaluaban si una nueva práctica médica era
mejor que la que había sustituido. En 146 (40,2%) se
encontró que no, que la nueva resultaba incluso ser peor
que la anterior.
Prasad es tremendamente crítico con la forma en que las
innovaciones de alto costo llegan a la práctica clínica.
En su opinión, a veces se incorporan basándose en
estudios opacos y muchas veces financiados por la propia
industria, que aun plausibles científicamente no
demuestran utilidad real. Es decir, demasiado precio
como beneficio marginal para el proveedor, y poco valor
como utilidad marginal para el paciente.
Lo otro que se oculta bajo la alfombra son los pagos
indebidos entre quienes implantan y quienes fabrican.
Las dos caras de Jano. El capítulo argentino de la ICIJ
ha abierto una investigación sobre supuestos cobros
indebidos a nivel de una conocida obra social por parte
de profesionales, en base a aceptar determinada
prótesis. Algo de lo que nunca se habla, pero siempre se
toca de costado porque no resulta políticamente
correcto. ¿Cuál es el costo de esta práctica “no
deseada”? ¿No hay aquí dilema ético entre efectividad y
utilidad? ¿Qué pena merece esta práctica?
En 2003, un destacado cirujano cardiovascular italiano
pionero de trasplantes en su país y otros colegas fueron
arrestados bajo sospecha de haber recibido millones de
euros para implantar o inducir a colocar válvulas
cardíacas de fabricación brasileña que, según los
investigadores, podrían haber causado la muerte de 20
pacientes. El intermediario admitió haber pagado
sobornos, ya que era la única manera en que podía lograr
ingresar al mercado.
Como bien termina señalando el informe de la U.E., el
sector salud resulta especialmente vulnerable a ciertas
prácticas “no deseadas” debido a cinco factores: el alto
grado de asimetría de información entre los proveedores
del servicio y sus receptores; la existencia de un gran
número de actores con complejas interrelaciones; el
elevado peso de la autonomía profesional que hace
difícil estandarizar y controlar las prácticas; la
opacidad de los precios y la cartelización no sometida a
las reglas de mercado como otros bienes, y la existencia
de conflictos de intereses ni declarados ni
transparentados.
Llegado a este punto, me ha parecido interesante citar a
Savedoff y Hussmann (2006), quienes sostienen que “el
alcance de la corrupción (en los sistemas de salud) es,
en parte, un reflejo de la sociedad en la que opera”.
¿No sería quizás éste un buen momento para dejar de lado
“lo políticamente correcto” y empezar a levantar la
alfombra?
|
(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de
Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina |
|