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Cuando se han acallado las noticias
sobre el G20 y el éxito de la
reunión de los “poderosos de la
tierra” en Buenos Aires, surge una
inquietud sobre nuestro capítulo de
interés. En octubre de este año, las
autoridades sanitarias de los países
que conforman el G20 se reunieron en
Mar del Plata y definieron cuatro
temas comunes y significativos para
todas estas naciones.
Se acordó que las prioridades para
todos ellos eran la expansión de la
cobertura universal en salud, la
prevención y control del sobrepeso y
obesidad infantil, la resistencia
microbiana y la preparación de los
sistemas de salud para responder a
crisis y pandemias.
Resulta innecesario destacar la
importancia de los temas elegidos y
sería necio desconocer los alcances
de estas cuatro verdades comunes
para todo el mundo.
Sin embargo y de acuerdo con la
información que hemos escuchado en
esos días del encuentro más
significativo que ha tenido nuestro
país en muchos años y acallados los
aspectos del glamur de las
importantes personalidades que
asistieron, pareciera que algunos de
los temas de interés para la
atención de salud no fueron
abordados o al menos no con la
debida prioridad.
Por lo que escuchamos y leímos sobre
este cónclave, el foco indudable fue
la respuesta de las relaciones entre
las naciones en cuanto a la
producción de bienes y servicios, su
relación con los medios para
sustentarlos y las ventajas y
desventajas para su acceso en cada
país.
Se debatió sobre derechos de
importación y exportación, barreras
arancelarias y costos diferenciales
de producción, se firmaron acuerdos
y estrecharon sus manos los
responsables de las naciones con
tres cuartas partes de la población
y de la producción de riqueza del
mundo.
Sobre lo tratado en este encuentro
hemos recibido mucha información y
es posible que, por la abundancia de
datos sobre algunos de los temas
expuestos, otros que se han tratado
no fueron tan visibles y por eso no
hubo noticias sobre ellos, al menos
para los medios locales.
Con esa mirada resulta llamativo que
la economía de la salud no haya sido
subrayada por el interés de su
impacto a nivel universal.
Este tema, ausente según mi punto de
vista, constituye un problema
planetario porque impacta en la
situación de la salud de la
población no sólo de los países más
postergados o con atrasos notables,
sino incluso de los más
desarrollados y de mayor PBI per
cápita de nuestro planeta.
Me refiero específicamente a la
aceleración de la inflación en los
costos de la atención de la salud
que progresivamente ha ido
erosionando las capacidades
financieras de las comunidades.
Ya hemos hablado largamente sobre
este fenómeno y es indudable que al
mismo concurren factores más que
conocidos como la longevidad y el
envejecimiento de la población, la
mayor disponibilidad del acceso a la
información o el deseo de
incrementar más y mejor la calidad
de vida.
Pero también existen otras
cuestiones donde los actores del
interior del sistema de salud
tenemos participación.
Hace algo más de una década se
popularizó la frase “no existen
personas sanas, sino
insuficientemente estudiadas” y
teniendo en cuenta el origen
catedrático del dicho, no resulta
extraño que aun sin reconocerlo
explícitamente, el concepto se ha
hecho carne entre nosotros.
Por un lado, la logarítmica
aceleración de la innovación
tecnología y por otro el acceso a la
información, han conducido a tomar
como válida esta afirmación no sólo
por los pacientes sino también por
los médicos, los medios de
comunicación y la justicia.
Esta convicción lleva a los sistemas
de salud del mundo y por supuesto
también al de nuestro país, a
acercarnos peligrosamente al
precipicio de la falta de
financiamiento de la atención
sanitaria en un sentido amplio y
especialmente cuando está sustentado
por el criterio de la solidaridad.
Hace pocos días el periódico La
Nación publicó en su suplemento
económico algunos datos conocidos
para quienes trabajamos en el
sistema, aunque resultan novedosos
para el público general.
Allí se señalan parte de los
problemas que llevan a aumentar la
preocupación por el presente y el
futuro de la atención de salud
jaqueada por la creciente brecha
entre los costos a afrontar y los
recursos disponibles. Esta
diferencia se acentúa por la
aceleración de la innovación y el
creciente impacto en los precios de
los productos de uso médico.
Este hecho ha creado un dilema que
conduce al enfrentamiento ético de
dos lógicas a veces contrapuestas,
la clínica y la de la salud pública.
Así como es de esperar que podamos
acceder a todos los medios
existentes para solucionar nuestro
problema de salud, es indudable que
desde siempre los recursos han sido
menores que las necesidades. Por eso
toda nueva necesidad para ser
atendida debería estar sustentada
económica y financieramente.
Sin embargo, hasta ahora hemos hecho
precisamente lo contrario. Nos
obligamos a brindar tecnologías muy
novedosas, muchas veces eficaces,
pero no decimos de dónde va a salir
la plata para obtenerlas.
Como sociedad queremos todo, un
sistema sustentable pero no estamos
dispuestos a pagar más por nuestra
salud. No aceptamos limitaciones al
acceso a las nuevas técnicas,
equipos o prestaciones, y exigimos
que se nos brinden sin importar si
pueden ser costeadas.
Como sociedad celebramos que se
sancionen leyes y normas, muchas
veces imprecisas, sin que se haga
mención sobre cómo se financiarán
sus alcances. Cuando en las
encuestas preelectorales nos
preguntan en qué lugar de
importancia ubicamos a la salud, la
colocamos en noveno o décima
prioridad.
Cuando pedimos que exista una
verdadera política de estado en este
tema, los legisladores no lo
consideran ni tampoco seriamente los
políticos hacen esfuerzos para
colocar en la agenda del país, el
tema de la atención de nuestra
salud.
Adicionalmente, al riesgo de la
imposibilidad de mantener la
sustentabilidad de lo que ahora
tenemos, se suman las enormes
diferencias de accesibilidad a los
servicios, muchas veces incluso a
los más elementales y muy
especialmente a las tecnologías de
punta a las que sólo accede la mitad
de la población del país.
La población desprotegida o llamada
en la jerga “sin cobertura” depende
del esfuerzo de los trabajadores del
sistema estatal en sus distintas
versiones, acorralados por la
insuficiencia de sus ingresos y el
estrés laboral ante la falta de
elementos para responder a las
necesidades de quienes acuden a
estos servicios.
Es justo reconocer que recomponer el
sistema de gestión pública en sus
distintos subsectores que ha sido
descuidado por años, llevará mucho
tiempo, pero si no se da inicio a
esta epopeya, el déficit del
subsector estatal se irá agravando
rápidamente.
La pregunta que nos hacemos es cómo
abordamos problemas tan diversos y
de tanta magnitud.
Los locales debieran ser resueltos
mediante recursos de gestión
concreta, existentes y disponibles a
partir de un acuerdo y consenso de
los diferentes grupos de interés
involucrados.
Es mucho más complicado abordar y
solucionar aquellos que dependen de
intereses supranacionales y que
implican políticas sólidas para
enfrentar a una de las industrias
más poderosas de la tierra y que son
los productores de tecnologías
médicas, en particular los
laboratorios multinacionales.
Ellos nos dicen que, por cada diez
mil drogas estudiadas y ensayadas,
sólo se consigue una nueva, exitosa,
útil y de probada eficacia. En esta
aseveración se basan para explicar
los desmesurados precios de venta de
estos productos. Es posible que el
desarrollo de nuevas tecnologías
implique inversiones gigantescas,
pero también se omite detallar
algunos de los costos implícitos que
los productores exhiben a medias. En
este rubro, las presentaciones de
los nuevos productos, la invitación
a quienes pueden prescribirlos o
autorizar el pago, las diferencias
de precios en distintos países, las
patentes renovadas para cada nueva
aplicación, el importe a pagar según
exista un tercer pagador entre otras
situaciones, quedan sin explicar.
Tampoco se puede demostrar el porqué
de las diferencias de precios en
distintos países y aun en el mismo
lugar.
Por eso sería conveniente buscar
soluciones, algunas de ellas basadas
en el acuerdo con diferentes
naciones sobre las estrategias a
adoptar en conjunto y en particular
incentivar el desarrollo de las
empresas locales para ayudar desde
el estado a la investigación y
producción de tecnologías de alto
costo a nivel nacional o regional.
En nuestro país, en particular,
existe además de una fuerte
tradición, una industria
farmacéutica muy desarrollada y
constituida por un núcleo de
empresas de gran capacidad
científica y técnica que ha
demostrado creatividad y eficiencia
en la elaboración de productos
medicinales. También profesionales
del país han desarrollado
tecnologías médicas que fueron
aceptadas, adoptadas y
comercializadas en todo el mundo.
Estos hechos y la calidad del
capital humano del sector nos ubican
en un lugar de privilegio si tomamos
la iniciativa de considerar la
atención de la salud como una de las
funciones esenciales de la política
del país.
Sin salud no habrá desarrollo.
(*)
Médico, diplomado en Salud Pública.
Docente de Salud Pública. Director
Médico de OSPSA Sanidad.
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