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Nuestra realidad sanitaria encubre, tras fortalezas y
debilidades puntuales, la incapacidad crónica de brindar
una atención médica eficiente y con equidad para el
conjunto de la población. Estas pocas palabras no aluden
a una abstracción, sino que señalan fallas concretas
cotidianas que trazan un mapa de sufrimiento evitable.
Las infecciones intrahospitalarias, los supuestos o
reales casos de mala praxis, la falta de prevención, los
ingentes gastos de tiempo y dinero en estudios
innecesarios, la lisa y llana falta de asistencia
médica, la sobremedicación, entre otros problemas clave,
constituyen algunos eslabones de una larga cadena.
Conforman lo que es llamado un desarrollo creódico, es
decir, una malformación evolutiva de décadas en nuestro
entramado sanitario, al que mal podemos llamar sistema.
Frente a las múltiples facetas que esto implica,
quisiera detenerme hoy en la arista ética del asunto. El
entramado sanitario excede a sus integrantes, pero ello
no significa que a su vez no sea sostenido día a día por
todos nosotros. Ciertamente, no es malicia lo que mueve
al personal de medicina y funcionarios de diverso rango
a reproducir un funcionamiento social sanitario que
sistemáticamente falla en atender adecuadamente a
millones de personas con los múltiples padecimientos que
ello implica. El deseo y los intentos mayoritarios se
mueven en sentido inverso, incluso con la conciencia de
tales falencias y el estrés personal que implica para
las personas nadar en contra de la corriente. Pero
también existe una postura más cínica, o si se quiere,
pragmática, que se rinde ante la impotencia y que en los
hechos se traduce en una objetiva, aunque no subjetiva,
perversión.
Salvando las obvias distancias, y a riesgo de pecar de
efectista, permítaseme traer a colación el concepto de
banalidad del mal, que elaborara la filósofa de origen
judío-alemán Hannah Arendt a propósito del juzgamiento
en Jerusalén del criminal nazi Adolf Eichmann, en el año
1961. Su descubrimiento fue que lejos de hallar “un
monstruo”, se trataba de un burócrata eficiente que
realizaba sus obligaciones con diligencia desapasionada.
Claro que en el caso de Eichmann se trataba de
administrar nada menos que un genocidio. Pero el
concepto ilustra sobre la responsabilidad individual a
la vez que sobre un entramado burocrático que bajo la
real apariencia de una organización racional implica un
mecanismo social de irracionalidad e injusticia. Al
respecto, resultan particularmente ilustrativas las
distinciones del sociólogo Max Weber entre racionalidad
formal y sustantiva, por un lado, y de la ética de los
principios y de la responsabilidad, por el otro. La
racionalidad formal incumbe solamente a la coherencia
entre medios y fines, sean estos cuales fueran; mientras
que la racionalidad sustantiva involucra un juzgamiento
sobre los fines. Por su parte, la responsabilidad de
principios o ética de fines últimos sólo se hace
responsable de las propias intenciones basadas en la
propia convicción, pero se desentiende de los efectos
más o menos indirectos de su acción que pueden
contradecir sus propios valores. Al contrario de la
ética de la responsabilidad que se ve obligado a sopesar
eventuales efectos no buscados.
Este anteúltimo tipo de comportamiento fue tipificado
por el psicólogo norteamericano Stanley Milgram, tras
una serie de experimentos que inició tres meses luego
del juicio a Eichmann. Indagó concretamente sobre la
naturaleza de la obediencia a la autoridad poniendo a
prueba a sus conciudadanos para averiguar, según sus
propios términos: “cuánto dolor infligiría un ciudadano
corriente a otra persona, simplemente, porque se lo
pedían para un experimento científico”. Los resultados
son tristemente célebres.
Milgram elaboró entonces dos teorías. La teoría del
conformismo (retomando a Solomon Asch) describe la
relación fundamental entre el grupo de referencia y la
persona individual. Un sujeto que no tiene la habilidad
ni el conocimiento para tomar decisiones,
particularmente en una crisis, transferirá la toma de
decisiones al grupo y su jerarquía. La segunda es la
teoría de la cosificación, según la cual la esencia de
la obediencia consiste en el hecho de que una persona se
mira a sí misma como un instrumento que realiza los
deseos de otro y, por lo tanto, no se considera a sí
misma responsable de sus actos.
Tanto más comprensible es seguir la inercia
institucional y rutinaria cuando no se trata de lastimar
a nadie, pero bajo el manto del entramado sanitario se
encubren múltiples y repetidas acciones y omisiones que
escapan del control individual, y que de una u otra
manera perjudican a pacientes, ciudadanos en general y a
la sociedad en su conjunto, sea en su salud
directamente, sea en el lucro cesante, sea en el
principio de equidad propio de una república moderna.
Una suerte de Don Pirulero cotidiano, donde la desidia y
el desencanto se vuelven rutina (por no hablar de la
negligencia y la corrupción). Debemos asumir que la
mentada fragmentación del campo sanitario oculta un
verdadero estado de anomia que resulta así banalizado.
La falta de unidad integral en la coordinación de un
verdadero sistema sanitario permite la dilución de
responsabilidades.
Revertir esta obediencia debida sanitaria es posible, y
desde luego, un deber moral de todos los argentinos,
pero con mayor responsabilidad del Estado, los cargos
políticos, funcionarios y el cuerpo médico con sus
instituciones colegiadas. Así como otras instituciones
como fundaciones, sindicatos y demás miembros de la
sociedad civil y empresaria. Para ello debemos superar
el estancamiento moral e institucional estructural, del
cual poco sentido tiene ya rastrear sus inicios. En
lugar de estancarnos en reproches, debemos avanzar con
transformaciones. Como decía Sartre: “Somos lo que
hacemos con lo que hicieron de nosotros”.
Para resumir la propuesta que elaboro periódicamente,
digamos que el concepto clave es el Acuerdo Sanitario a
través de la negociación y no del consenso; la llave
estrella es la conformación del sistema integrado,
público-privado, y federal de Salud; la herramienta
podría ser el Consejo Federal de Salud (COFESA), y el
gran ausente que resulta decisivo incorporar es la
función de agencia, que va al corazón de los conflictos
médicos: la necesidad y la demanda. En definitiva, se
trata del monitoreo y la logística de la atención
médica. Así se evitaría la demanda inducida por el
proveedor, que va desde el médico frente al paciente con
su formación asimétrica hasta la industria farmacéutica
y la incorporación acrítica de tecnología, entre otros
casos posibles.
Armonizar la asistencia médica desde esta óptica puede
ser el nudo que desate la maraña de irracionalidad
sustantiva de nuestra realidad sanitaria y que permita
constituir un sistema de atención integral que parta de
la asunción plena de la responsabilidad de todos los
involucrados en el diseño, ejecución y control de las
políticas públicas. Y de esta manera estar a la altura
de la conclusión de Max Weber: “La ética de los fines
últimos y la ética de la responsabilidad no son
contradictorias, sino que se complementan mutuamente y
constituyen en conjunto al hombre auténtico, es decir, a
un hombre que puede aspirar a la «vocación política»”.
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Ignacio Katz, Doctor en Medicina - UBA. Director
Académico de la Especialización en “Gestión
Estratégica de Organizaciones de Salud”
Universidad Nacional del Centro - UNICEN. Autor
de: “La Fórmula Sanitaria” Eudeba (2003).
“Claves Jurídicas y Asistenciales para la
Conformación de un Sistema Federal Integrado de
Salud” - Editorial Eudeba (2012). “Argentina
hospital. El rostro oscuro de la salud” - Visión
Jurídica Ediciones (2018) |
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