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El conocimiento parcial respecto de la evolución de una
enfermedad tiene sus raíces en que lo que hace a su
desarrollo evolutivo (fisiopatología, perfil
epidemiológico, tratamiento efectivo y eventual
pronóstico). Nunca resulta igual de un paciente a otro
(el componente estocástico del proceso
salud–enfermedad). En general, va avanzando de manera
progresiva y, ciertamente, fuera de cualquier algoritmo
convencional.
Es como si se tratara de un gigantesco rompecabezas,
cuyas piezas difícilmente logran encajar en forma
exacta. Y dado que la medicina no es matemática, en cada
momento de la enfermedad puede surgir una cierta lógica
que, a su vez, suele ser tan efímera como la oportunidad
de que nueva evidencia venga a demostrar que estaba
equivocada.
En la práctica médica habitual se toman decisiones para
mejorar la salud de los pacientes -en base a
delegaciones de funciones que resultan de la relación de
agencia- siempre en condiciones de incertidumbre
respecto de un resultado final que nadie puede predecir
con exactitud. La información disponible muchas veces
surge parcial y hasta contradictoria. Y si se indica un
tratamiento basado en medicamentos o en la colocación de
un dispositivo determinado en alguna parte del organismo
(prótesis, marcapasos, válvulas cardiacas, etc.), más
allá de estudios que hablen de su efectividad, el mismo
nunca beneficiará por igual al 100% de los pacientes,
sino a un determinado porcentaje estadístico.
El problema es que no hay forma de saber fehacientemente
si nuestro paciente será uno de ellos, o estará dentro
de los que probablemente resulte inefectivo. De la misma
forma que tampoco tendremos la certidumbre de si un
resultado es verdaderamente negativo y no existe
enfermedad, o si se trata de un falso negativo. O peor
aún, si se trata de un falso positivo. Ejercer la
profesión médica supone lidiar contra la incertidumbre,
a pesar de que la seguridad que pretendemos trasladar al
paciente también constituya un componente de su
curación. El problema es de donde surge la supuesta
certidumbre.
Para matizar las características climáticas de nuestro
particular verano -y en vacaciones- accedí a la lectura
electrónica de un interesante libro llamado ¿Puede
curarse la medicina? La corrupción de una profesión,
cuyo autor es Seamus O´Mahoney, gastroenterólogo inglés.
Me interesó en particular, por mi anterior artículo en
esta misma Revista respecto del tema. 0´Mahony vuelve
sobre los pasos de Ivan Illich, aquel de “Némesis
Médica”, para retomar 43 años después de esa edición los
cuestionamientos a la medicalización de la vida y la
muerte, ahora desde señalar los costos descontrolados,
la vigencia de la “regla del rescate”, la
comercialización de enfermedades, y pacientes
transformados en consumidores/objeto de consumo y
médicos en indicadores/prescriptores influenciados por
el marketing de las empresas.
En un contexto donde la industrialización de la atención
se ha tornado una realidad compleja apta para inventar
enfermedades y tratamientos. Y especialmente, dada la
poca certidumbre que según él ofrece la Medicina Basada
en la Evidencia (MBE), que, si como idea es genial, como
realidad no tanto.
El argumento de O´Mahony es que en tanto no ha perdido
la fe en el cuidado de los médicos, sí lo ha hecho sobre
“la investigación médica, gestión, protocolos, métricas
e incluso al real progreso (sic)”. Por este camino, el
autor nos desliza capítulo a capítulo por el sinuoso
camino entre la bioética, la gestión sanitaria y la
economía. No voy a describir cada capítulo, pero sí
remarcar que el libro inicia poniendo en tela de juicio
a la investigación médica (“el motor intelectual del
complejo médico-industrial”, como lo define). Afirma
que, sobre más de 100 descubrimientos científicos
básicos publicados en 20 años, sólo uno tuvo alta
efectividad clínica. Y que muchos de los estudios (trials)
están corrompidos por “incentivos perversos, interés
profesional y la comercialización”.
¿Existe por parte de O´Mahony un cuestionamiento velado
a la MBE respecto de sus posibilidades reales de poner
en caja la variabilidad de la práctica médica basada en
incentivos inadecuados? No sólo él lo hace, sino que hay
otros importantes referentes y autores que también
convalidan que la MBE comienza a no tener tanto valor,
si la base de tal evidencia es falsa o su seriedad esta
corrompida. Ya en 2009, la ex Editora en Jefe del NEJM,
Marcia Angell, sostenía que “no es posible creer en gran
parte de la investigación clínica que se publica, o
confiar en criterios científicos o pautas médicas
autorizadas”. Y a la vez precisaba que “no me complace
esta conclusión, a la que llegué lentamente y de mala
gana durante mis dos décadas como editor”.
En 2015, Richard Horton, con idéntica función en The
Lancet, hizo similar advertencia: gran parte de la
literatura científica –o quizás la mitad de ella– podría
ser falaz ¿De dónde salen estas conclusiones tan
rotundas? Los ejemplos abundan. La investigación es casi
siempre financiada por las BigPharma. Y en muchos casos
los estudios reconocen problemas de diseño, puntos
finales de resultados a medir no bien aclarados, y un
sesgo a selectivizar y publicar sólo los trials
positivos, ignorando, relativizando o directamente
ocultando los negativos. En ese camino, el marketing
excesivo de la enfermedad lleva a protocolos dudosos que
distorsionan el saber médico, exponen a
sobreindicaciones y provocan una inadecuada asignación
de los siempre escasos recursos disponibles.
Otro análisis efectuado en 2008 sobre una conocida
BigPharma puso sobre el tapete que de 92 trials
concretados, sólo se publicaron 14 con resultados
positivos (15%). ¿Y los restantes? Los negativos que no
muestran beneficios se suprimen ¿Quién decide cual se
publica y cual no? Entonces: si la base de la evidencia
esta sesgada por el marketing y las actividades
promocionales ¿Cómo seguimos creyendo en ella a ojos
cerrados? ¿Confiamos entonces a la MBE nuestra práctica
y la vida de nuestros pacientes?
La BigPharma no es el único problema de distorsión de
resultados que condiciona la MBE. También el mercado de
dispositivos médicos implantables (DMI), una industria
caracterizada por altos beneficios con altos precios
tiene lo suyo: incentivos financieros y cierta opacidad
de los procedimientos de competencia son una constante.
Aunque quizás lo más significativo es la ausencia de
datos de ensayos previos a su aprobación, como sí se
obliga a los medicamentos.
La FDA categoriza a los DMI según su complejidad y el
grado de riesgo que poseen para el paciente, y la gran
mayoría se autoriza para comercializar por el
procedimiento 510(k), si el fabricante asegura que es
“sustancialmente equivalente” a otro ya disponible en el
mercado. En general, no se exige testeo clínico o trial
previo, por lo cual millones de dispositivos se prueban
directamente en el mercado desde el punto de vista de su
seguridad, confiabilidad y efectividad. Y los resultados
clínicos que se disponen son ex-post.
Al ser poca y concentrada la oferta, las compañías
tienden a diferenciar sus productos en la mente de
médicos y cirujanos, y a ellos dirigen el marketing e
incentivos. Especialmente para obtener casuística e
investigación estadística de beneficios y
complicaciones. Y también para generar fuertes
relaciones para con quienes los implantan durante el
ciclo de desarrollo del producto, dando lugar a la
lealtad a la marca y otros conflictos de interés
pasibles de reflejarse en tales estudios.
Las grandes corporaciones tienen a su vez promotores de
ventas y “capacitadores” frecuentemente presentes en los
procedimientos para entrenar en la colocación de los
dispositivos. Cuando hay más de un DMI en el mercado, y
otros procedimientos ya probados, la escasez de datos
acerca de perfomances comparativas hace difícil evaluar
su efectividad relativa, tanto como calcular su
costo/efectividad incremental y definir utilidad desde
la MBE.
No es mi interés generar escepticismo. Pero las
personalidades señaladas y nuevos autores traen para la
MBE el beneficio de la duda. Ben Goldacre, en su libro
editado en 2012 “Bad pharma: how drug companies mislead
doctors and harm patients”, nos lleva en ese sentido.
Sostiene que las farmacéuticas gastan millones de
dólares en marketing con la obligación de hacer ganar
dinero a sus accionistas, cada vez más diversificados. Y
que, si bien esto es legal en otras industrias, el
problema es como lo hacen en el campo de la medicina a
través de la presentación de los datos, y como estos
influencian a pacientes y decisores que tienen un deber
con sus pacientes. ¿Pueden ambos mantenerse inmunes a
esta práctica? Muchas BigPharma han recibido fuertes
multas en Estados Unidos por ello.
La transparencia de la MBE requiere un aumento en la
confiabilidad de los resultados que la demuestren. Y la
industria y sus intereses no resulta ser sólo el
problema, sino que también lo son sus socios ocasionales
del sistema de salud. Un avance para reducir sesgos
surgió de la Physician Payment Sunshine Act aplicada en
US en 2010, que requirió de los fabricantes de
medicamentos, dispositivos médicos y suministros
biológicos la obligación de recopilar y reportar
oficialmente todas las relaciones financieras con
médicos y hospitales docentes.
Su objetivo fue aumentar la transparencia de las
interacciones monetarias entre proveedores de atención
médica y fabricantes y proveedores de productos
farmacéuticos, a fin de descubrir y desmontar posibles
conflictos de interés. Sin duda, vino a poner cierta
claridad sobre lo opaco de estas interacciones. Cabría
preguntarse porque no avanzar con un proyecto de Ley
similar por estas tierras. Algo de eso hay, aunque
parece haberse dormido como oportunidad. Por cierto,
saber la realidad en ciertas cuestiones nunca luce muy
bueno.
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(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de
Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina |
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