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Columna



La salud también oculta cosas
debajo de la alfombra. (Capítulo II)

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


El conocimiento parcial respecto de la evolución de una enfermedad tiene sus raíces en que lo que hace a su desarrollo evolutivo (fisiopatología, perfil epidemiológico, tratamiento efectivo y eventual pronóstico). Nunca resulta igual de un paciente a otro (el componente estocástico del proceso salud–enfermedad). En general, va avanzando de manera progresiva y, ciertamente, fuera de cualquier algoritmo convencional.
Es como si se tratara de un gigantesco rompecabezas, cuyas piezas difícilmente logran encajar en forma exacta. Y dado que la medicina no es matemática, en cada momento de la enfermedad puede surgir una cierta lógica que, a su vez, suele ser tan efímera como la oportunidad de que nueva evidencia venga a demostrar que estaba equivocada.
En la práctica médica habitual se toman decisiones para mejorar la salud de los pacientes -en base a delegaciones de funciones que resultan de la relación de agencia- siempre en condiciones de incertidumbre respecto de un resultado final que nadie puede predecir con exactitud. La información disponible muchas veces surge parcial y hasta contradictoria. Y si se indica un tratamiento basado en medicamentos o en la colocación de un dispositivo determinado en alguna parte del organismo (prótesis, marcapasos, válvulas cardiacas, etc.), más allá de estudios que hablen de su efectividad, el mismo nunca beneficiará por igual al 100% de los pacientes, sino a un determinado porcentaje estadístico.
El problema es que no hay forma de saber fehacientemente si nuestro paciente será uno de ellos, o estará dentro de los que probablemente resulte inefectivo. De la misma forma que tampoco tendremos la certidumbre de si un resultado es verdaderamente negativo y no existe enfermedad, o si se trata de un falso negativo. O peor aún, si se trata de un falso positivo. Ejercer la profesión médica supone lidiar contra la incertidumbre, a pesar de que la seguridad que pretendemos trasladar al paciente también constituya un componente de su curación. El problema es de donde surge la supuesta certidumbre.
Para matizar las características climáticas de nuestro particular verano -y en vacaciones- accedí a la lectura electrónica de un interesante libro llamado ¿Puede curarse la medicina? La corrupción de una profesión, cuyo autor es Seamus O´Mahoney, gastroenterólogo inglés. Me interesó en particular, por mi anterior artículo en esta misma Revista respecto del tema. 0´Mahony vuelve sobre los pasos de Ivan Illich, aquel de “Némesis Médica”, para retomar 43 años después de esa edición los cuestionamientos a la medicalización de la vida y la muerte, ahora desde señalar los costos descontrolados, la vigencia de la “regla del rescate”, la comercialización de enfermedades, y pacientes transformados en consumidores/objeto de consumo y médicos en indicadores/prescriptores influenciados por el marketing de las empresas.
En un contexto donde la industrialización de la atención se ha tornado una realidad compleja apta para inventar enfermedades y tratamientos. Y especialmente, dada la poca certidumbre que según él ofrece la Medicina Basada en la Evidencia (MBE), que, si como idea es genial, como realidad no tanto.
El argumento de O´Mahony es que en tanto no ha perdido la fe en el cuidado de los médicos, sí lo ha hecho sobre “la investigación médica, gestión, protocolos, métricas e incluso al real progreso (sic)”. Por este camino, el autor nos desliza capítulo a capítulo por el sinuoso camino entre la bioética, la gestión sanitaria y la economía. No voy a describir cada capítulo, pero sí remarcar que el libro inicia poniendo en tela de juicio a la investigación médica (“el motor intelectual del complejo médico-industrial”, como lo define). Afirma que, sobre más de 100 descubrimientos científicos básicos publicados en 20 años, sólo uno tuvo alta efectividad clínica. Y que muchos de los estudios (trials) están corrompidos por “incentivos perversos, interés profesional y la comercialización”.
¿Existe por parte de O´Mahony un cuestionamiento velado a la MBE respecto de sus posibilidades reales de poner en caja la variabilidad de la práctica médica basada en incentivos inadecuados? No sólo él lo hace, sino que hay otros importantes referentes y autores que también convalidan que la MBE comienza a no tener tanto valor, si la base de tal evidencia es falsa o su seriedad esta corrompida. Ya en 2009, la ex Editora en Jefe del NEJM, Marcia Angell, sostenía que “no es posible creer en gran parte de la investigación clínica que se publica, o confiar en criterios científicos o pautas médicas autorizadas”. Y a la vez precisaba que “no me complace esta conclusión, a la que llegué lentamente y de mala gana durante mis dos décadas como editor”.
En 2015, Richard Horton, con idéntica función en The Lancet, hizo similar advertencia: gran parte de la literatura científica –o quizás la mitad de ella– podría ser falaz ¿De dónde salen estas conclusiones tan rotundas? Los ejemplos abundan. La investigación es casi siempre financiada por las BigPharma. Y en muchos casos los estudios reconocen problemas de diseño, puntos finales de resultados a medir no bien aclarados, y un sesgo a selectivizar y publicar sólo los trials positivos, ignorando, relativizando o directamente ocultando los negativos. En ese camino, el marketing excesivo de la enfermedad lleva a protocolos dudosos que distorsionan el saber médico, exponen a sobreindicaciones y provocan una inadecuada asignación de los siempre escasos recursos disponibles.
Otro análisis efectuado en 2008 sobre una conocida BigPharma puso sobre el tapete que de 92 trials concretados, sólo se publicaron 14 con resultados positivos (15%). ¿Y los restantes? Los negativos que no muestran beneficios se suprimen ¿Quién decide cual se publica y cual no? Entonces: si la base de la evidencia esta sesgada por el marketing y las actividades promocionales ¿Cómo seguimos creyendo en ella a ojos cerrados? ¿Confiamos entonces a la MBE nuestra práctica y la vida de nuestros pacientes?
La BigPharma no es el único problema de distorsión de resultados que condiciona la MBE. También el mercado de dispositivos médicos implantables (DMI), una industria caracterizada por altos beneficios con altos precios tiene lo suyo: incentivos financieros y cierta opacidad de los procedimientos de competencia son una constante. Aunque quizás lo más significativo es la ausencia de datos de ensayos previos a su aprobación, como sí se obliga a los medicamentos.
La FDA categoriza a los DMI según su complejidad y el grado de riesgo que poseen para el paciente, y la gran mayoría se autoriza para comercializar por el procedimiento 510(k), si el fabricante asegura que es “sustancialmente equivalente” a otro ya disponible en el mercado. En general, no se exige testeo clínico o trial previo, por lo cual millones de dispositivos se prueban directamente en el mercado desde el punto de vista de su seguridad, confiabilidad y efectividad. Y los resultados clínicos que se disponen son ex-post.
Al ser poca y concentrada la oferta, las compañías tienden a diferenciar sus productos en la mente de médicos y cirujanos, y a ellos dirigen el marketing e incentivos. Especialmente para obtener casuística e investigación estadística de beneficios y complicaciones. Y también para generar fuertes relaciones para con quienes los implantan durante el ciclo de desarrollo del producto, dando lugar a la lealtad a la marca y otros conflictos de interés pasibles de reflejarse en tales estudios.
Las grandes corporaciones tienen a su vez promotores de ventas y “capacitadores” frecuentemente presentes en los procedimientos para entrenar en la colocación de los dispositivos. Cuando hay más de un DMI en el mercado, y otros procedimientos ya probados, la escasez de datos acerca de perfomances comparativas hace difícil evaluar su efectividad relativa, tanto como calcular su costo/efectividad incremental y definir utilidad desde la MBE.
No es mi interés generar escepticismo. Pero las personalidades señaladas y nuevos autores traen para la MBE el beneficio de la duda. Ben Goldacre, en su libro editado en 2012 “Bad pharma: how drug companies mislead doctors and harm patients”, nos lleva en ese sentido. Sostiene que las farmacéuticas gastan millones de dólares en marketing con la obligación de hacer ganar dinero a sus accionistas, cada vez más diversificados. Y que, si bien esto es legal en otras industrias, el problema es como lo hacen en el campo de la medicina a través de la presentación de los datos, y como estos influencian a pacientes y decisores que tienen un deber con sus pacientes. ¿Pueden ambos mantenerse inmunes a esta práctica? Muchas BigPharma han recibido fuertes multas en Estados Unidos por ello.
La transparencia de la MBE requiere un aumento en la confiabilidad de los resultados que la demuestren. Y la industria y sus intereses no resulta ser sólo el problema, sino que también lo son sus socios ocasionales del sistema de salud. Un avance para reducir sesgos surgió de la Physician Payment Sunshine Act aplicada en US en 2010, que requirió de los fabricantes de medicamentos, dispositivos médicos y suministros biológicos la obligación de recopilar y reportar oficialmente todas las relaciones financieras con médicos y hospitales docentes.
Su objetivo fue aumentar la transparencia de las interacciones monetarias entre proveedores de atención médica y fabricantes y proveedores de productos farmacéuticos, a fin de descubrir y desmontar posibles conflictos de interés. Sin duda, vino a poner cierta claridad sobre lo opaco de estas interacciones. Cabría preguntarse porque no avanzar con un proyecto de Ley similar por estas tierras. Algo de eso hay, aunque parece haberse dormido como oportunidad. Por cierto, saber la realidad en ciertas cuestiones nunca luce muy bueno.
 

(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina

 

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