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Columna


¿Qué debe saber un profesional
sanitario de Economía de la Salud?

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


A la pregunta: ¿cuánto debe saber un profesional de las ciencias de la salud sobre economía y gestión clínica y sanitaria?, la respuesta es: “lo suficiente para la incorporación básica de criterios de eficiencia respecto de su accionar como sujeto económico de la política sanitaria, desde las perspectivas social y médica y desde los valores sociales y las evidencias científicas”. El problema es que a casi treinta años de iniciada la Economía de la Salud como disciplina de estudio e investigación aplicada, aún permanece sesgada y heterogénea la posibilidad de que la práctica médica tenga su auxilio para una mejor gestión asistencial. Por ejemplo, no se enseña dicha disciplina ni en la academia en el pregrado, ni se la incluye en la mayoría de los programas de salud, debido a visiones dispares que se mantiene desde la propia ciencia médica, que parecen transformarse en cuestiones paradigmáticas -aunque de valor relativo y con una cierta carga de falacia-, a saber:

 “La Economía de la salud es una disciplina relativamente muy nueva y como fue impulsada por algunos organismos supranacionales como parte de las reformas de los sistemas de salud, adscribe al neoliberalismo o es su caballo de Troya”.

 “Es una disciplina destinada solamente a llevar los números del sistema y a justificar ajustes y racionalizar el uso de los recursos, sin reconocer su importancia en dar racionalidad al gasto sanitario”.

 “La salud no es un negocio. Y no tiene precio. Aunque sea imposible dejar de reconocer que tiene costos”.

Ahora bien. Más allá de las frases hechas, para los profesionales de la salud, lo más importante del estudio de la economía debiera ser aprender a entender cómo piensan los economistas, que la salud es un mercado y que el interés en el negocio existe, aunque deba ser ocultado a la sombra de la ética. Aunque quizás lo más necesario sería que lograran reconocer como ellos y sus usuarios (pacientes) se mueven dentro de un mercado sumamente imperfecto, con niveles de oferta, demanda y perfiles de intercambio (relación de agencia) sensiblemente asociados a cuestiones particulares, y en el cual interactúan múltiples recursos humanos, tecnológicos y materiales con diversos intereses. Al mismo tiempo, y más allá de la finalidad o no de lucro -que puede coexistir dentro del sistema-, la gestión de obtener efectos sobre la pérdida de la salud (gestión clínica) comienza a ser cada vez más necesitada del análisis de costos y del estudio de su utilidad, y a la vez genera razones por las cuales debiera relacionárselo no sólo con el beneficio de los resultados, sino con su efectividad en función a tales costos.
Ante las dificultades de sustentabilidad que afrontan los diferentes sistemas sanitarios, la economía ha impuesto una realidad de la cual los servicios de atención de la salud no pueden abstraerse. Como ciencia del comportamiento social que estudia la asignación racional de los recursos escasos susceptibles de usos alternativos para la obtención de un conjunto ordenado de objetivos, observa los procesos sociales de producción, distribución y consumo de bienes y servicios que históricamente demanda la sociedad, en relación al nivel de desarrollo técnico y tecnológico alcanzado. Y al mismo tiempo, analiza los problemas derivados de la insuficiencia y aplicación alternativa de los medios o recursos para atender todas las necesidades humanas imaginables -que se suponen teóricamente infinitas- ocupándose del estudio de cuanto se relaciona con la financiación, producción, distribución y consumo de bienes y servicios. Salud es uno de estos últimos.
Si la ecuación productos/procesos/resultados en la gestión sanitaria se expresa económicamente como un costo de oportunidad, tratar eficazmente la enfermedad no resulta un simple problema de costos sino, por el contrario, una compleja combinación entre asignación y aplicación técnicamente eficiente y humanamente racional de los recursos disponibles, dejando de lado cuestiones contables. Y uno de los puntos clave es que el comportamiento de oferta y demanda (prestadores y pacientes) muchas veces no suele estar sensiblemente alineado. Por tal motivo, las variaciones que pueden exhibir ambas, expresados como “movimientos” o “desplazamientos” de sus curvas correspondientes, están sujetas al aumento o reducción de los ingresos (la renta) o al nivel de cobertura de los seguros del lado de la demanda, o al incremento de la capacidad instalada, recursos humanos o tecnología del lado de la oferta. De esta forma, los prestadores del sistema de salud se asemejan por una parte a una empresa altamente diferenciada y súper especializada de producción de servicios, en la cual se combinan factores diversos (recursos humanos, equipamiento, insumos, etc.) a fin de obtener productos intermedios y finales. Y por otra, requieren de un proceso de producción diferente para cada persona. Es así como la producción de servicios de salud -independientemente de quien sea quien los provea y como sean financiados- resulta una actividad económica como cualquier otra. Aunque particular, y sujeta siempre a la condición de eficiencia.
Dentro de las múltiples instancias que componen una determinada función de producción sanitaria, y más allá de la racionalidad económica que pueda aplicarse a su análisis específico, resulta imposible de obviar el componente ético de la práctica profesional. Dicho principio establece dos cuestiones. Que nadie debe quedar sin recibir tratamiento efectivo y apropiado, y que la efectividad clínica de la atención médica y la eficiencia social de la asignación de recursos no deben quedar englobadas dentro del conflicto que surge entre información y valores del médico y su comportamiento respecto de la desinformación natural de la demanda frente a la enfermedad. Pero el dilema ético final es que el propio médico es quien determina la elección de las mejores alternativas para la resolución del problema de salud, lo que lo transforma en un monopolista discriminante. Como sugiere Zweifel (1981), elige el tratamiento considerando no sólo su criterio profesional sino sus incentivos económicos. Entonces resulta ser que quien define el costo de oportunidad de tomar determinadas decisiones sanitarias que se transforman en económicas, sean diagnósticas o terapéuticas. Y esas decisiones generan gastos mayores o menores respecto de otros pacientes, de forma tal que la provisión ilimitada puede ser tan equitativa como ineficiente, más cuando quien consume unidades de atención no puede valorar en forma racional la cantidad necesaria que requiere.
En el último tiempo, se ha hecho evidente en el campo sanitario una mayor controversia entre los criterios de eficiencia y de costos asociado a igualdad de oportunidades en la micro asignación de recursos. Básicamente, un conflicto entre la sostenida innovación tecnológica, la atracción casi “mágica” por nuevos fármacos y dispositivos médicos de efectividad alejada no bien comprobada, y cierta “eficiencia utilitarista” en la cual no sólo se desconoce lo mencionado sino los costos incrementales de intervenciones comparadas. Entonces, agotadas las posibilidades de tratamiento, queda abierta la variabilidad de criterio, situación cuyos límites son tanto ético/médicos como económicos. Y precisamente en este contexto, los límites bioéticos y económicos entre máxima beneficencia y no maleficencia -en la práctica- se tornan difíciles de establecer. Y lo peor, más difíciles aún de controlar. Circunstancias como la denominada “regla del rescate”, aplicada a pacientes sin alternativas terapéuticas convencionales, resultan polarizadoras del gasto. Especialmente cuando no existen suficientes evaluaciones costo/efectivas o de costo/utilidad sobre las consecuencias económicas que se derivan de las decisiones adoptadas. La innovación tecnológica, el dilema ético, la cuestión económica y la responsabilidad profesional se entremezclan así difusamente, frente a la equívoca percepción de la sociedad respecto de las posibilidades reales de intervención que la tecnología ofrece para preservar o recuperar la salud perdida.
Que los profesionales sanitarios conozcan sobre economía de la salud es cada vez más necesario para llenar el vacío entre eficacia, efectividad y costos de nuevas tecnologías, productos y procesos, reducir los márgenes de variabilidad de criterio y monitorear la costo /efectividad de las intervenciones. Tanto como brindar en forma simultánea mayor claridad respecto de la cuestión legal de la práctica médica y la “inducción” de la judicialización del insumo. Si priorizar es decidir entre dos o más finalidades alternativas, en la gestión clínica priorizar consiste en tomar decisiones unilaterales que afectan directamente al individuo-paciente, incorporando el correspondiente costo de oportunidad de las mismas. En tal sentido, la etapa de la hoy bajo sospecha medicina de la evidencia (alterada particularmente por el comportamiento de las empresas fármaco-tecnológicas y su participación activa en el sesgo de las evaluaciones de efectividad) debiera comenzar a virar perceptiblemente hacia la medicina basada en la eficiencia. Y centrarse en la necesidad de alcanzar la mejor ecuación costo/resultado de las alternativas terapéuticas, al tiempo de permitir, como bien sostiene Segarra Medrano (2003) que “los escasos recursos existentes se asignen y distribuyan en función del interés global de la sociedad y no sólo del bienestar individual del paciente”. De lo contrario, el sistema de salud será cada vez menos sustentable, y más desigual.
 

(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina

 

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