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A la pregunta: ¿cuánto debe saber un profesional de las
ciencias de la salud sobre economía y gestión clínica y
sanitaria?, la respuesta es: “lo suficiente para la
incorporación básica de criterios de eficiencia respecto
de su accionar como sujeto económico de la política
sanitaria, desde las perspectivas social y médica y
desde los valores sociales y las evidencias
científicas”. El problema es que a casi treinta años de
iniciada la Economía de la Salud como disciplina de
estudio e investigación aplicada, aún permanece sesgada
y heterogénea la posibilidad de que la práctica médica
tenga su auxilio para una mejor gestión asistencial. Por
ejemplo, no se enseña dicha disciplina ni en la academia
en el pregrado, ni se la incluye en la mayoría de los
programas de salud, debido a visiones dispares que se
mantiene desde la propia ciencia médica, que parecen
transformarse en cuestiones paradigmáticas -aunque de
valor relativo y con una cierta carga de falacia-, a
saber:
“La Economía de la salud es una disciplina
relativamente muy nueva y como fue impulsada por algunos
organismos supranacionales como parte de las reformas de
los sistemas de salud, adscribe al neoliberalismo o es
su caballo de Troya”.
“Es una disciplina destinada solamente a llevar los
números del sistema y a justificar ajustes y
racionalizar el uso de los recursos, sin reconocer su
importancia en dar racionalidad al gasto sanitario”.
“La salud no es un negocio. Y no tiene precio. Aunque
sea imposible dejar de reconocer que tiene costos”.
Ahora bien. Más allá de las frases hechas, para los
profesionales de la salud, lo más importante del estudio
de la economía debiera ser aprender a entender cómo
piensan los economistas, que la salud es un mercado y
que el interés en el negocio existe, aunque deba ser
ocultado a la sombra de la ética. Aunque quizás lo más
necesario sería que lograran reconocer como ellos y sus
usuarios (pacientes) se mueven dentro de un mercado
sumamente imperfecto, con niveles de oferta, demanda y
perfiles de intercambio (relación de agencia)
sensiblemente asociados a cuestiones particulares, y en
el cual interactúan múltiples recursos humanos,
tecnológicos y materiales con diversos intereses. Al
mismo tiempo, y más allá de la finalidad o no de lucro
-que puede coexistir dentro del sistema-, la gestión de
obtener efectos sobre la pérdida de la salud (gestión
clínica) comienza a ser cada vez más necesitada del
análisis de costos y del estudio de su utilidad, y a la
vez genera razones por las cuales debiera relacionárselo
no sólo con el beneficio de los resultados, sino con su
efectividad en función a tales costos.
Ante las dificultades de sustentabilidad que afrontan
los diferentes sistemas sanitarios, la economía ha
impuesto una realidad de la cual los servicios de
atención de la salud no pueden abstraerse. Como ciencia
del comportamiento social que estudia la asignación
racional de los recursos escasos susceptibles de usos
alternativos para la obtención de un conjunto ordenado
de objetivos, observa los procesos sociales de
producción, distribución y consumo de bienes y servicios
que históricamente demanda la sociedad, en relación al
nivel de desarrollo técnico y tecnológico alcanzado. Y
al mismo tiempo, analiza los problemas derivados de la
insuficiencia y aplicación alternativa de los medios o
recursos para atender todas las necesidades humanas
imaginables -que se suponen teóricamente infinitas-
ocupándose del estudio de cuanto se relaciona con la
financiación, producción, distribución y consumo de
bienes y servicios. Salud es uno de estos últimos.
Si la ecuación productos/procesos/resultados en la
gestión sanitaria se expresa económicamente como un
costo de oportunidad, tratar eficazmente la enfermedad
no resulta un simple problema de costos sino, por el
contrario, una compleja combinación entre asignación y
aplicación técnicamente eficiente y humanamente racional
de los recursos disponibles, dejando de lado cuestiones
contables. Y uno de los puntos clave es que el
comportamiento de oferta y demanda (prestadores y
pacientes) muchas veces no suele estar sensiblemente
alineado. Por tal motivo, las variaciones que pueden
exhibir ambas, expresados como “movimientos” o
“desplazamientos” de sus curvas correspondientes, están
sujetas al aumento o reducción de los ingresos (la
renta) o al nivel de cobertura de los seguros del lado
de la demanda, o al incremento de la capacidad
instalada, recursos humanos o tecnología del lado de la
oferta. De esta forma, los prestadores del sistema de
salud se asemejan por una parte a una empresa altamente
diferenciada y súper especializada de producción de
servicios, en la cual se combinan factores diversos
(recursos humanos, equipamiento, insumos, etc.) a fin de
obtener productos intermedios y finales. Y por otra,
requieren de un proceso de producción diferente para
cada persona. Es así como la producción de servicios de
salud -independientemente de quien sea quien los provea
y como sean financiados- resulta una actividad económica
como cualquier otra. Aunque particular, y sujeta siempre
a la condición de eficiencia.
Dentro de las múltiples instancias que componen una
determinada función de producción sanitaria, y más allá
de la racionalidad económica que pueda aplicarse a su
análisis específico, resulta imposible de obviar el
componente ético de la práctica profesional. Dicho
principio establece dos cuestiones. Que nadie debe
quedar sin recibir tratamiento efectivo y apropiado, y
que la efectividad clínica de la atención médica y la
eficiencia social de la asignación de recursos no deben
quedar englobadas dentro del conflicto que surge entre
información y valores del médico y su comportamiento
respecto de la desinformación natural de la demanda
frente a la enfermedad. Pero el dilema ético final es
que el propio médico es quien determina la elección de
las mejores alternativas para la resolución del problema
de salud, lo que lo transforma en un monopolista
discriminante. Como sugiere Zweifel (1981), elige el
tratamiento considerando no sólo su criterio profesional
sino sus incentivos económicos. Entonces resulta ser que
quien define el costo de oportunidad de tomar
determinadas decisiones sanitarias que se transforman en
económicas, sean diagnósticas o terapéuticas. Y esas
decisiones generan gastos mayores o menores respecto de
otros pacientes, de forma tal que la provisión ilimitada
puede ser tan equitativa como ineficiente, más cuando
quien consume unidades de atención no puede valorar en
forma racional la cantidad necesaria que requiere.
En el último tiempo, se ha hecho evidente en el campo
sanitario una mayor controversia entre los criterios de
eficiencia y de costos asociado a igualdad de
oportunidades en la micro asignación de recursos.
Básicamente, un conflicto entre la sostenida innovación
tecnológica, la atracción casi “mágica” por nuevos
fármacos y dispositivos médicos de efectividad alejada
no bien comprobada, y cierta “eficiencia utilitarista”
en la cual no sólo se desconoce lo mencionado sino los
costos incrementales de intervenciones comparadas.
Entonces, agotadas las posibilidades de tratamiento,
queda abierta la variabilidad de criterio, situación
cuyos límites son tanto ético/médicos como económicos. Y
precisamente en este contexto, los límites bioéticos y
económicos entre máxima beneficencia y no maleficencia
-en la práctica- se tornan difíciles de establecer. Y lo
peor, más difíciles aún de controlar. Circunstancias
como la denominada “regla del rescate”, aplicada a
pacientes sin alternativas terapéuticas convencionales,
resultan polarizadoras del gasto. Especialmente cuando
no existen suficientes evaluaciones costo/efectivas o de
costo/utilidad sobre las consecuencias económicas que se
derivan de las decisiones adoptadas. La innovación
tecnológica, el dilema ético, la cuestión económica y la
responsabilidad profesional se entremezclan así
difusamente, frente a la equívoca percepción de la
sociedad respecto de las posibilidades reales de
intervención que la tecnología ofrece para preservar o
recuperar la salud perdida.
Que los profesionales sanitarios conozcan sobre economía
de la salud es cada vez más necesario para llenar el
vacío entre eficacia, efectividad y costos de nuevas
tecnologías, productos y procesos, reducir los márgenes
de variabilidad de criterio y monitorear la costo
/efectividad de las intervenciones. Tanto como brindar
en forma simultánea mayor claridad respecto de la
cuestión legal de la práctica médica y la “inducción” de
la judicialización del insumo. Si priorizar es decidir
entre dos o más finalidades alternativas, en la gestión
clínica priorizar consiste en tomar decisiones
unilaterales que afectan directamente al
individuo-paciente, incorporando el correspondiente
costo de oportunidad de las mismas. En tal sentido, la
etapa de la hoy bajo sospecha medicina de la evidencia
(alterada particularmente por el comportamiento de las
empresas fármaco-tecnológicas y su participación activa
en el sesgo de las evaluaciones de efectividad) debiera
comenzar a virar perceptiblemente hacia la medicina
basada en la eficiencia. Y centrarse en la necesidad de
alcanzar la mejor ecuación costo/resultado de las
alternativas terapéuticas, al tiempo de permitir, como
bien sostiene Segarra Medrano (2003) que “los escasos
recursos existentes se asignen y distribuyan en función
del interés global de la sociedad y no sólo del
bienestar individual del paciente”. De lo contrario, el
sistema de salud será cada vez menos sustentable, y más
desigual.
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(*) Mg. Profesor Titular Análisis de Mercados de
Salud. Universidad ISALUD. Buenos Aires. Argentina |
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