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Cuando éramos estudiantes de abogacía de primer año de
la carrera, cursábamos una materia que se llamaba “Civil
I, Parte General”. Teníamos en la UBA en aquel entonces
unos monstruos sabios profesores, que nos explicaron un
tema fascinante: los “vicios del Consentimiento”.
Ellos eran el Error, el Dolo, el Fraude y la Violencia.
Fue este uno de los primeros contactos que tuvimos con
algunos elementos teóricos que nos iban a permitir el
día de mañana usar como mecanismos de defensa.
Estos vicios del Consentimiento o de la Voluntad eran
ciertos defectos congénitos en la producción de dichos
actos jurídicos, que serían susceptibles de provocar la
invalidez de los mismos.
En el tema del error se nos explicaba que había uno de
hecho y otro de derecho. En el primero de ellos, era
evidente que, si una parte entendía que iba a alquilar y
el otro a vender, este error esencial sobre la
naturaleza del acto lo anularía.
Lo mismo ocurriría si el error era sobre la persona con
la cual se iba a formar la relación de derecho. En
cambio, el error de derecho en ningún caso impediría las
consecuencias legales de los actos jurídicos. Nadie,
ningún habitante en la Argentina puede desconocer la
existencia o inexistencia de una ley para justificar su
obrar ilícito.
En el campo de la Medicina, desde siempre, el error ha
sido una de las causas de producción de daños en los
pacientes, que han llevado a los médicos a tribunales.
En algunos casos por el error del diagnóstico, otros en
el tratamiento, otros en la persona destinataria de
este, otros en el lado en que debe realizarse el acto
quirúrgico, otros en el miembro u órgano, otros en la
medicación suministrada, otros en la vía para aplicarlo.
Es decir, que como hemos comentado a lo largo de todas
las anteriores columnas en esta revista, el error está
latente.
La Academia Nacional de Medicina y el Ministerio de
Salud desde el año 2005 habían elaborado un proyecto
destinado a la creación de un “Registro Unificado de
errores médicos”. Dicha saludable iniciativa habla por
sí sola del reconocimiento de la problemática.
La falla de los sistemas complejos de gestión, como es
el del cuidado de la salud de las personas en las
instituciones asistenciales, incita a interesarse en el
rol del error humano.
La literatura médica, mucho más que la jurídica, muestra
la importancia del error humano.
Es así como el análisis de los accidentes en general
imputa un 65 a 80% de las causas inmediatas a los
operadores de primera línea en la industria y los
transportes públicos (Woods y al., 1994; Hollnagel,
1993).
Para mejorar la seguridad de los sistemas es necesario
tener en cuenta varias nociones.
En primer lugar, la imposibilidad de suprimir el error
del funcionamiento humano “El error es inseparable de la
inteligencia humana” (Reason, 2000).
En segundo lugar, reconocer la existencia de estrategias
efectivas que el hombre implementa para evitar las
limitaciones de sus capacidades. Como un mecanismo de
autodefensa.
En efecto, el operador humano está limitado en sus
recursos, limitado en su racionalidad, pero no se somete
a esa limitación. Su “amor propio” se lo impide. Sigue
hacia adelante, aunque advierta que puede estar
equivocándose.
Es entonces que en tercer lugar se debe reconocer que el
hombre “organiza” su cognición para afrontarlo:
reducción de la complejidad, conducta temeraria por
anticipación, funcionamiento con el sistema
prueba/error, realización en paralelo de varias tareas,
economía de los recursos que llevan a preferir un nivel
de conducta automático a un nivel de conducta
controlado, para ganar tiempo. Se autoconvence que
cuanto menos tiempo, más eficiencia.
Esa manera de proceder va acompañada de una toma de
riesgos pues privilegia el resultado a expensas del
análisis exhaustivo de las situaciones a “posteriori” de
su actuación, o de la concentración en una sola tarea.
La elección de dicha “estrategia” por parte del cerebro
humano tiene en cuenta (aunque a veces la sobreestima)
la capacidad de recuperación en caso de error.
El error es la consecuencia natural de ese
funcionamiento y no puede ser suprimido. Por esa razón,
los errores son frecuentes en las actividades humanas, a
veces se producen varios por hora, pero su índice de
detección y de recuperación por parte de su autor, es
asimismo muy elevado, del orden del 80% (Reason,2000).
El “quid” de la cuestión pasa por la honestidad
intelectual del actor de primera línea, de reconocer con
objetividad y sin temor, inmediatamente después de la
producción del error, después de haberlo cometido, que
se ha equivocado. Ya sea por su imprudencia, por su
impericia o por su negligencia. Una muy delgada línea
existe entre reconocerlo y no importarle, o reconocerlo
y actuar en consecuencia.
La doctrina y la jurisprudencia han sido benévolos con
el error en general y con el error médico en particular.
Los ha dividido en “excusable” y en “inexcusable”. Será
excusable cuando de su parte no haya habido culpabilidad
alguna, e inexcusable cuando podría haberse evitado si
el médico hubiera actuado diligentemente. Este último se
halla muy ligado a la idea de culpa.
Será tarea del juez dilucidar si el camino elegido por
el profesional haya estado dentro de los aconsejados por
la ciencia médica, habrá que darle los elementos para
ello.
(*) Abogado -
Asesor Externo de TPC Compañía de Seguros S.A.
(*) CEO de RiskOut S.A. |