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Hace ya cuatro años -en esta misma revista- publiqué un
artículo en donde sostenía que la ausencia de una
Agencia de Evaluación Económica (AEE) en salud como
instrumento, técnicamente probado que posibilitara
dimensionar en términos comparativos el beneficio de
aplicar determinada intervención sanitaria disruptiva
-teniendo en cuenta el costo de oportunidad que cada
decisión trae consigo- impedía salir del dilema de la
expansión del gasto en un contexto de recursos cada vez
más escasos. Y que seguir gastando discrecionalmente en
base a supuestas efectividades terapéuticas, cuando los
precios resultaban astronómicos era, además de una
cuestión compleja de dilucidar, algo que no podía quedar
sólo en la lógica de la autonomía profesional como
tampoco en la decisión unilateral y reduccionista de los
financiadores. Nada mejor que la evaluación económica
para tener evidencia de cuál es la mejor combinación
deseable entre costos y efectividades, para poner a
ambos actores en la exacta dimensión de lo que significa
precio y valor terapéuticos. Siguiendo el viejo aforismo
que “sólo un necio confunde valor con precio”.
El impacto que las nuevas tecnologías innovadoras en
salud -sean fármacos o dispositivos médicos- viene
ejerciendo sobre el gasto de los sistemas sanitarios es
crítico. Especialmente en el caso de nuestro país, más
cuando la economía viene retrocediendo dramáticamente.
La velocidad con que las terapias disruptivas van
ingresando al mercado sanitario y el peso de sus costos
requiere un replanteo de los mecanismos de gestión de
los procesos regulatorios en el sector salud. Sea en su
aprobación o en sus precios. Porque básicamente llevan a
poner en situación de alerta a quienes deben
financiarlas, teniendo en cuenta el costo de oportunidad
a que lleva condicionar el destino de cada unidad
monetaria invertida en el contexto procíclico de un
Producto Bruto decreciente. Y de la contracción relativa
de aportes y contribuciones en los seguros sociales de
salud, y de los recursos fiscales en el sector público.
¿Basta sólo con el deseo imaginario de tener al alcance
la mejor tecnología médica, si de eso resulta
comprometer fondos del sistema sólo para asegurar
ciertos beneficios individuales en desmedro de la salud
colectiva? ¿Resulta éticamente correcto asignar “mucho
para pocos”, sin tener en cuenta que entonces quedará
“poco para muchos”? Preguntas sin respuestas claras.
Es cierto que existe una preocupación social mayor por
aquellos que se enfrentan a peores perspectivas futuras
de salud, de ahí que se tienda a dar prioridad a los
pacientes más gravemente enfermos, particularmente a
quienes se enfrentan a un riesgo de muerte inminente.
¿Pero para quienes tienen bajo riesgo de vida respecto
de la práctica innovadora de alto costo, que conducta
queda? Para tomar decisiones, el NICE inglés se apoya en
los valores de costo por Año de Vida Asociado a Calidad
(AVAC) cuando debe establecer si recomendar o no un
nuevo medicamento o dispositivo médico para su uso en el
sistema de salud, aplicando un umbral de
costo/efectividad incremental de entre 1 y 2 PBI/cápita
por AVAC ganado (NICE, 2008). Cualquier tratamiento cuya
relación costo/AVAC se sitúe por encima de tal ratio
tendrá escasas posibilidades de ser incorporado a la
práctica médica. ¿Qué debiéramos hacer racionalmente en
nuestro caso, teniendo en cuenta el valor real de
nuestro actual PBI/cápita?
En la gestión de la presión tecnológica sobre el mercado
de la salud confluyen intereses divergentes: de la
política de salud, de los prestadores de servicios y del
propio sector industrial. Cuestiones como la
incorporación de nuevos medicamentos biotecnológicos o
químicos en terapia oncológica o enfermedades poco
frecuentes, o el uso creciente de dispositivos médicos
sofisticados en intervencionismo terapéutico de alto
costo y variable efectividad, constituyen ejemplos cuyo
denominador común reside en la dificultad de determinar,
por parte de reguladores y financiadores, si es o no
deseable derivarles más recursos financieros en un
contexto de utilidad no claramente establecida o
percibida por el paciente.
¿Resulta posible incorporar acríticamente en nuestro
país todo lo que asoma en el horizonte innovador de los
países centrales? Quizás como caso más complejo vuelvo a
traer el motivo de mi artículo del número anterior sobre
tecnologías disruptivas, el Zolgensma°, último
desarrollo de terapia génica curativa que Novartis
adquirió a AveXis en 2018 a un precio de u$s 8.7
billones sólo para tratar la Atrofia Muscular Espinal
(AME) Tipo 1, una enfermedad con incidencia de 1/10.000
nacidos vivos. Aplicable en el momento del diagnóstico o
en etapas tempranas de la enfermedad, esta ha ingresado
en fecha reciente en el mercado sanitario con un precio
de u$s 2.125.000 la dosis única. Para cualquier padre
con un hijo afectado por esa patología, ese precio no es
más que el equivalente del valor de la vida de su niño.
El problema es que, si bien la efectividad inmediata a
20 meses ha sido muy alta, el poder curativo a largo
plazo aún se desconoce, ya que la FDA ha aprobado su
comercialización sólo con un estudio en Fase 1 de 15
pacientes iniciado en 2014 y finalizado en 2017. Hoy es
el medicamento más caro del mundo y su futuro a corto
plazo es también el de la medicina génica, ya que a 2025
la misma FDA estima que si todo va bien en 2025 habrá
entre 10 y 20 terapias génicas en el mercado
norteamericano. Son solo 6 años, y cada vez se acentuará
más el dilema de precio/valor.
Si el costo de financiar determinadas prestaciones o
insumos novedosos pone en riesgo la sustentabilidad del
sistema, habrá llegado el momento de tomar decisiones
respecto de aceptar o no tales tecnologías, lo que
llevaría a la necesidad de priorizar. El dilema pasa por
cómo construir ética y científicamente la lógica del NO
en el campo de la salud, en función del por qué y el
para qué asignar recursos escasos frente a tal presión
tecnológica, y sobre qué bases ciertas. Más aún cuando
mucha tecnología médica y fármacos de última generación
quedan sujetos a procesos de “inducción” en el contexto
de la relación de agencia, que conducen en forma directa
al amparo judicial. Los efectos suelen ser comunes a las
causas: controversia de opiniones en donde se mezclan
consideraciones técnicas y conflictos de interés,
“captura” de muchas decisiones regulatorias por parte de
los prestadores o de la industria y crecientes demandas
de una población potencialmente receptora de lo que
opinan los medios respecto de nuevos tratamientos, donde
lo que pesa es el juicio de valor en desmedro del juicio
técnico. El problema es: ¿Existen métodos convincentes y
adecuados que puedan aportar reglas claras, trasparentes
y generales a los diversos ámbitos de intervención de la
actividad sanitaria?
La respuesta es afirmativa, si aplicamos el principio de
la relación de agencia respecto de la asimetría de
información. Si un Principal (el Estado), a su vez
regulador por excelencia, asumiera el compromiso de
tomar decisiones a partir de objetivos sanitarios
perfectamente definidos desde lo técnico y con
transparencia de información, evitando ser “capturado”
por otros “principales” (farmaindustria, tecnoindustria,
capital privado, etc.), podrían neutralizarse debates
que confunden a la opinión pública (en este caso el
Agente) más de lo que aportan en conocimiento y
confianza respecto de garantizar la mayor efectividad,
con calidad y seguridad del proceso asistencial
(asimetría de información), en un contexto
financieramente sustentable. Más aún, en el mes de mayo
de este año, el BMJ publicó un informe en el que se
ponían en cuestión las estrechas relaciones entre las
farmacéuticas y las asociaciones de pacientes en Reino
Unido (https://www.bmj.com/content/bmj/365/bmj.l1806.full.pdf).
Según este artículo, las investigaciones existentes han
sacado a la luz que los lazos financieros con una
industria impulsada por el riesgo de ganancias
convierten a las organizaciones de pacientes en
“terceros” aparentemente independientes pero que les son
útiles a la hora de promover medicamentos nuevos,
especialmente cuando éstos muestran perfiles clínicos
problemáticos, o cuestiones de costo o exagerada
rentabilidad. Esto habla de la necesidad imperiosa de
comenzar a gestionar la presión tecnológica en forma
integral y con responsabilidad. Más cuando la próxima
década verá al sistema de salud inmerso en la
conflictividad natural de un proceso de reconstrucción
económica complejo, que requerirá demasiada prudencia y
pocas promesas. Habrá sin duda mucho por hacer. Pero
nunca será tarde para empezar si hay suficiente sustento
técnico y decisión política
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(*)
Titular de Análisis de mercados de salud. MEGS.
Universidad ISALUD. CABA. Argentina |
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