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La Argentina tiene un sistema de
salud en el que se gasta el 10% del
PBI. Si bien se alcanzan buenos
resultados comparado con países de
la región, el gasto también es más
alto. Paralelamente, comparando con
países con una inversión similar, se
logran menores resultados
sanitarios. En definitiva, tenemos
una contrariedad entre esfuerzo
económico realizado (gasto +
inversión) y los resultados
obtenidos, es decir, tenemos un
serio inconveniente con la
eficiencia.
Para ponernos de acuerdo, como se
desprende del párrafo anterior, no
todo gasto en el sistema de salud es
inversión. Ésta se define como
“aquello que efectivamente llega al
paciente o se realiza como soporte
para que las prestaciones se lleven
a cabo”. Un ejemplo de esto último
es el gasto administrativo que da
soporte a las operaciones de una
clínica o una obra social.
Como contraejemplo, tenemos los
desvíos de fondos de su destino
original hacia algún bolsillo
impiadoso, es decir, delitos dolosos
que son gastos, pero no inversión.
Claramente el sistema de salud debe
eliminar estos gastos indebidos para
lograr más y mejores prestaciones.
Sin embargo, aunque eliminásemos
todos estos desvíos no alcanzaría
para lograr la eficiencia que el
sistema requiere. Es necesario
transformar gasto en inversión.
Un primer problema está en la
definición misma, donde se esconden
gran cantidad de puntos grises. Por
un lado, no todo gasto que se aplica
sobre el paciente es necesario y/o
beneficioso. La incorporación
irracional de tecnologías que
permite el sistema argentino se
traduce en que cada vez tengamos más
tratamientos costosos, que son para
poca población y muchas veces de
dudosos beneficios o con beneficios
similares a tecnologías existentes
menos costosas.
La discusión de la necesidad de una
agencia de evaluación de tecnologías
sanitarias debe pasar a un nuevo
estadio, ya no discutiendo la
necesidad sino como debe ser la
implementación. Otro motivo por el
cual muchas veces se solicitan
prácticas que no generan valor para
el paciente, pero si gasto, es la
medicina defensiva, cabe aclarar que
son prescripciones que realizan los
profesionales para evitar ser
demandados.
Sin estudios publicados en nuestro
país, se estima que entre el 20% y
25% del gasto en prestaciones a
nivel mundial son consideradas como
resultados de la medicina defensiva.
Por el otro lado, no todo gasto que
da soporte es necesario. Encontramos
gastos excesivos en marketing,
administrativos, logísticos,
financieros, etc. Al igual que el
punto anterior, no hay un dato
certero ni estudio en nuestro país
que nos aproxime a un porcentaje
exacto. Como punto de referencia,
tenemos la ley 23.660 que admite en
su artículo 22 un gasto
administrativo máximo (excluidos los
originados en la prestación directa
de servicio) del 8% para las obras
sociales nacionales.
El segundo problema son aquellos
gastos ocultos que se incurren.
Éstos, que son muchas veces
intangibles, generan un gran gasto a
los prestadores que, además no
podrán facturar, o generarán mayores
gastos totales extendidos en el
tiempo. Dentro del primer grupo se
incluyen días prequirúrgico
injustificados, altas demoradas o
inadecuada programación en
consultorios y quirófanos.
Dentro del segundo grupo encontramos
demoras diagnósticas o
subutilización tecnológica y de
estructura física. Este último grupo
se ha visto especialmente exacerbado
en el último año y medio de
pandemia, donde miles de pacientes
no han podido atenderse,
complicándose su estado de salud,
resultando muchas veces en
tratamientos más costosos y con
peores resultados esperados en el
corto plazo y/o incluso con secuelas
permanentes (y consecuentemente
mayores gastos necesarios).
El tercer problema es el sistema de
salud argentino propiamente dicho.
En el mismo, encontramos una
cantidad excesiva de financiadores
que tienen menos afiliados de los
necesarios para cubrir el riesgo
actuarial sin riesgos de quiebra
económica. También existe el INSSJP
que concentra los mayores riesgos en
una sola aseguradora, haciendo
actuarialmente inviable su gestión
económica.
Esto genera problemas permanentes
sobre el sector prestacional con
cortes de pagos o transferencia de
riesgo a clínicas y sanatorios con
condiciones complejas, que ponen en
jaque a todo el sistema. Otro gran
problema que genera un gasto y no
inversión es la gran fragmentación
del sistema. Podemos distinguir tres
grandes subsistemas, que a la vez se
dividen nuevamente, y debilitan la
gobernanza y rectoría sobre el
sistema total.
El subsistema público, se subdivide
en nacional, provincial y municipal,
duplicando normativas, generando
programas de promoción y protección
solapados y/o programas de
prestaciones. En el subsector de la
seguridad podemos subdividirlo en
nacional, provincial, obras sociales
creadas por ley especial y el
INSSJJP. Dentro del mismo existe
duplicación de coberturas por poseer
dos financiadores de distintos
regímenes u obras sociales que
generan gastos administrativos, pero
no brindan prestaciones, ya que las
tercerizan.
Un inconveniente no menor de la
fragmentación son los derechos y
coberturas diversas de los distintos
subsistemas, claramente el mayor
problema es de equidad que de
eficiencia, sin embargo, tiene un
impacto negativo en los gastos.
En conclusión, hace falta revisar
seriamente el sistema desde la
gestión clínica, la gestión de las
organizaciones como así también la
gestión política/legislativa. Los
desafíos del envejecimiento
poblacional y la transición
epidemiológica, como los avances de
la medicina, nos indican la
necesidad de contar con mayores
recursos.
El sistema va a requerir de mayor
inversión en los tres niveles de
atención como así también en las
interacciones entre los mismos. No
estoy proponiendo ahorrar recursos
sino dirigirlos a acciones que
mejoren la salud de la población. En
definitiva, no propongo ahorrar en
recursos ni recortar los gastos,
sino invertir mejor el dinero para
que genere valor sanitario sobre el
paciente.
(*) Asociación de Economía de la
Salud.
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