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El manejo de las cifras y las estadísticas, “tirar”
datos, siempre ha servido para sustentar de manera
supuestamente objetiva e indiscutida una posición
determinada. Cualquier interpretación siempre podrá
encontrar “números” que la sostengan o que al menos
parezcan hacerlo. Las visiones más opuestas pueden
acomodar incluso los datos de una misma fuente para que
apoyen a una u otra postura.
A veces ni siquiera se trata de un recorte
particularmente ingenioso (por no decir manipulación),
sino simplemente del acompañamiento de los adjetivos
elocuentes. Así, por ejemplo, se puede afirmar que la
Argentina ocupa el “nada desdeñable” puesto X en tal
ranking mundial, o bien que ocupa el “vergonzoso” mismo
puesto, y así la lectura “correcta” de tan abstracto
número ya es indicada al lector. Los números no mienten,
por eso resultan tan útiles para el engaño.
A tal característica, se suma que ahora hablamos de
estadísticas de enfermedad y fallecimientos, con lo cual
semejante manejo politiquero resulta doblemente penoso.
Las estadísticas deben servir para el trabajo
científico, para una comparación que permita evaluar una
evolución dada. No para el aplauso o abucheo de la
tribuna. El sufrimiento humano (hablar de “costo”
resulta denigrante) no se puede “medir” pero tampoco se
puede negar.
“Los números” de la pandemia expresan a la vez la
gravedad indiscutida de la situación actual y la falta
de rigurosidad que ha acompañado todo este proceso. El
reporte diario de contagiados y fallecidos, cuál si
fuera la cotización del dólar o la soja, naturaliza un
escenario catastrófico -o más bien desastroso-, pero
además peca de limitado en cuanto a diferenciaciones
epidemiológicas y sanitarias que permitirían precisar
escenarios, diagnósticos y proyecciones con el fin de
comprender el fenómeno pandémico.
De manera simétrica, la contabilización periódica de las
“vacunas” que entran al país, supone contrapesar de
manera optimista los números “negativos”. El tratamiento
de la pandemia, así, se reduce a una contabilidad
banalizada, olvidando aquello de que lo que en verdad
cuenta no se puede contar.
Así lo muestra el proyecto de ley que propone un índice
numérico para decidir la aplicación de restricciones:
apenas una cuantificación y progresión de los contagios
y una razón en relación con la capacidad de internación.
No hay distinción alguna entre población enferma y
vulnerable, ni ningún otro índice específico que permita
analizar (esos pocos) datos en lugar de meramente
cuantificarlos (y agregar otros).
Desde hace 16 meses que se reitera la misma foto como si
fuera una película de cine mudo. Todo el ruido
mediático, político y cotidiano oculta el silencio de
quienes deberían aportar pensamiento crítico, riguroso y
constructivo a quienes les correspondería tener las
herramientas de gestión. Es decir, la conjunción del
saber y del hacer que falta. ¿Dónde están las voces de
las distintas facultades, academias y colegios médicos?
Alcanza con preguntar ¿qué se ha modificado, salvo los
distintos telones de ocultamiento? Hoy estamos en pleno
relato de vacuna, cuando en realidad se trata de
vacunación. Todo lo cual desvía y trastoca el accionar
lógico que señala la metodología sistémica
epidemiológica. En lugar de construir un verdadero
sistema de salud nos contentamos con conseguir vacunas.
Desde el comienzo de la pandemia hemos insistido sobre
los mismos puntos que se pueden resumir en cuatro claves
básicas:
1. La mitigación del sufrimiento (terapia intensiva
eficiente).
2. La formación profesional (clínicos, emergentólogos,
terapistas, enfermeros, etc.).
3. El compendio de testeo, rastreo y aislamiento
(trazabilidad y logística para una efectiva
cibervigilancia que posibilite una correcta restricción
focal).
4. La ecuación sanitaria compuesta por: salud pública
(conocimiento más herramientas) + gobernanza (gabinete
estratégico de gestión y su tablero de comando).
En resumen, la falta de una visión integral del fenómeno
complejo sindémico, de un registro nacional de eventos
adversos (que permitiría efectivamente “ir aprendiendo
sobre la marcha”), los notorios déficits en estrategia
científica, gobernanza sanitaria, transparencia
(presupuestaria y otras), y una comunicación oficial
centralizada que estreche el margen de incertidumbre.
En definitiva, la falta de un Gabinete Estratégico
Operativo Interdisciplinario que asuma la
responsabilidad de la gestión sanitaria-epidemiológica,
en lugar de un mero comité de asesores. No se trata de
su valor a título individual, sino de un funcionamiento
grupal orgánico, con funciones y responsabilidades
claras. Hubo una decisión política temprana de enfrentar
la pandemia como un problema serio, pero faltó la
estrategia seria para hacer frente a su manejo.
La significación de la formación médica (y, desde luego,
de la formación profesional en general) tiene una
importancia inusitada y resulta particularmente
lamentable su decadencia dada una historia y una cultura
nacional que supo contar con profesionales de excelencia
en todos los ámbitos, y el médico entre ellos.
La subestimación del personal adecuado (desde el
sanitarista hasta el enfermero, desde el epidemiólogo
hasta el kinesiólogo) y la sobreestimación de los
recursos materiales, impacta y afecta a múltiples
indicadores, que se puede resumir en la ineficiencia y
en la falta de coordinación que se plasma en la dupla
que llamé “carencia y derroche”.
Se habla prioritariamente de “camas, respiradores y
vacunas”, y su importancia no se niega, desde luego,
pero otra cosa es el fetichismo que desliga a los
insumos de su funcionamiento competente en el marco de
una planificación estratégica, e incluso de su más
elemental operatividad. ¿Dónde están las enfermeras y
enfermeros que deben atender a los pacientes que pasarán
días enteros en la “cama”? ¿En qué situación de
aislamiento se encontrará dicha cama? (lo cual, a su
vez, plantea la opción de internaciones domiciliarias, y
su necesario seguimiento). Un “respirador” no es un
ventilador que se enciende y se apaga, es una máquina de
uso médico que debe emplearse según criterios clínicos
que necesitan de terapistas formados.
Más que vacunas, por su parte, se debería hablar de
vacunación, o más bien de un Programa de Vacunación, que
además de la obvia pero trabajosa logística que implica
su distribución y aplicación (trazabilidad), debe contar
con criterios epidemiológicos y sanitaristas para
decidir sobre las prioridades a administrar, que no sean
sólo quien se anota primero en la lista de acuerdo a
simples parámetros etarios y de comorbilidades
generalizadas (no se ha tenido en cuenta, por caso, la
diferenciación de quienes han cursado la enfermedad
recientemente, ni distribuciones focales regionales
estratégicas planificadas, dada la actual hiperendemia).
Para no hablar del monitoreo y seguimiento de esa
población que debería cruzarse con sus historias
clínicas que, desde ya, no existen (no al menos de
manera universal, digitalizada y centralizada en una
base de datos inteligente).
No podemos deshacer las consecuencias que lamentamos
hoy, en un marco de multiplicidad institucional
“vigente”, pero sí podemos comenzar con lo sustancial:
construir un sistema sanitario integral para enfrentar
la configuración social pos-pandémica, que de hecho ha
profundizado la ya alta desigualdad comunitaria.
Necesitamos una salud democrática para una democracia
saludable. Hoy más que nunca.
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(*) Doctor en Medicina
por la Universidad Nacional de Buenos Aires
(UBA). Director Académico de la Especialización
en “Gestión Estratégica en organizaciones de
Salud”; Universidad Nacional del Centro -
UNICEN; Director Académico de la Maestría de
Salud Pública y Seguridad Social de la
Universidad del Aconcagua - Mendoza; Co Autor
junto al Dr. Vicente Mazzáfero de “Por una
reconfiguración sanitaria pos-pandémica:
epidemiología y gobernanza” (2020). Autor de “La
Salud que no tenemos” (2019); “Argentina
Hospital, el rostro oscuro de la salud” (2018);
“Claves jurídicas y Asistenciales para la
conformación de un Sistema Federal Integrado de
Salud” EUDEBA - 2012 “En búsqueda de la salud
perdida” (2009); “La Fórmula Sanitaria” (2003)
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