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Sin ánimo de ser pesimista ni de creer que todo está perdido,
realmente debo confesar que estamos en un momento muy arriba y
transportando una mochila con una tonelada de plomo. Siempre,
desde mi lugar, he luchado por mejorar el sistema de salud en
cada una de sus variadas dimensiones; equidad, solidaridad,
sostenibilidad, eficiencia y resultados sanitarios.
No obstante, sin un plan económico viable de corto, mediano y
largo plazo no hay posibilidades de tener un sistema de salud
que logre algún resultado adecuado en siquiera alguna de las
dimensiones.
Siempre he creído que es un error priorizar la economía sobre la
salud, siendo un convencido que existe una relación de igualdad
entre ambas. Sin embargo, la realidad nos demuestra las
infinitas dificultades que se presentan en la diaria al no
contar con un plan económico sostenible. Aún con mucho para
mejorar dentro del sistema, poco vamos a poder hacer. En otras
palabras, es imposible hacer salud sin economía.
Esto puede no sorprender al ávido lector que comprende
cabalmente los determinantes de la salud, por lo tanto, entiende
que la economía es un determinante de la salud, como la salud es
un determinante de la economía (aun cuando no siempre esta
última relación fue tenida en consideración). De todos modos, el
planteo aquí expuesto es más profundo y emerge ante la coyuntura
de la Argentina de las últimas décadas.
Es imposible sostener el sistema de salud actual o el futuro o
el sistema que deseemos sin un plan económico que genere
crecimiento y desarrollo. Los niveles de PBI alcanzados luego
del gran crecimiento postpandemia apenas llegan a igualar el PBI
de finales de la primera década del 2000.
Es decir 12 años más tarde, contamos con los mismos recursos con
casi 2.5 millones más personas, sumado a una distribución
altamente inequitativa. El 25% de la población sufre pobreza
estructural. En los últimos 65 años, en apenas una docena hemos
conseguido superávit fiscal, mientras que en los restantes hemos
gastado más de lo ingresado a las arcas del Estado, generando
emisión monetaria o deudas que se han hecho impagables.
Nos enfrentamos a una crisis de financiamiento del sector donde
no hay ganadores. Las obras sociales han perdido gran parte de
los ingresos en los últimos años a causa del desempleo, la
informalidad y la pérdida de los salarios frente a la inflación.
Las prepagas, que, a pesar de la gran cantidad de aumentos
obtenidos, aún quedan desfasados frente a la inflación,
especialmente luego del desajuste 2020.
Además, gran parte de sus afiliados optan por planes más
económicos. Los sanatorios, clínicas y demás prestadores de
salud privados, ya sufrían una crisis del sector profunda
prepandemia, que en muchos casos se profundizó ante la merma en
las prestaciones tradicionales durante la pandemia o incluso
atendiendo muchos pacientes, que generaron altos costos y bajo
nivel de ingresos.
Si analizamos el sector público, que fue el sector que más
inversión recibió durante la pandemia, no compensa los años de
desinversión sufridos durante décadas. El retraso tecnológico y
la falta de recursos humanos son los principales problemas.
Finalmente, los salarios de los profesionales del sistema como
de los no profesionales, se encuentran en una escala muy baja
comparativamente con otros sectores y particularmente con las
responsabilidades que tiene el sector frente a la sociedad.
En conclusión, todo el sector sufre una gran crisis de
financiamiento, sobre la cual es necesario trabajar
profundamente, incluso con reformas estructurales del sector.
Será necesario incorporar la evaluación de tecnologías, evitar
la doble y más coberturas simultáneas en el sistema de obras
sociales (no solo en las nacionales), generar mecanismos
compensadores y con incentivos para mejorar los indicadores de
salud poblacional dentro del sector público, trabajar sobre un
sistema de salud mental que brinde cobertura oportuna y con
herramientas modernas, repensar las prestaciones de discapacidad
y para adultos mayores, y varios etcéteras más.
Sin embargo, y sin miedo de sonar repetitivo, nada será posible
sin un plan que estabilice la macroeconomía, bajando la
inflación, controlando el valor del dólar (principalmente para
incorporar y/o modernizar las tecnologías sanitarias),
estabilizando las cuentas estatales, generando empleo y bajando
la pobreza.
Cada uno de estos problemas tienen su arista coyuntural y
estructural, por lo tanto, las soluciones profundas serán a
largo plazo, pero nos urge encaminarnos en el corto plazo con la
visión largoplacista que guie las decisiones. Claro que no será
fácil desarrollar el tan deseado plan sin un consenso político
de la sociedad y sus representantes.
En toda sociedad seria existe este consenso y, más allá de la
ideología del gobierno de turno y las brechas políticas, se
toman decisiones dentro de una gran avenida con un destino
compartido. Uno podrá girar más hacia la derecha o la izquierda,
o tal vez mantenerse por el centro, pero la dirección es la
misma. Aquí no hay una dirección única y eso lo pagamos muy
caro.
Como comencé, estamos en un momento muy difícil, tanto a nivel
nacional como internacional, pero más que nunca, no hay que
bajar los brazos ni perder las esperanzas. Por el contrario,
debemos generar espacios de discusión y consenso, donde las
ideas fluyan e influyan.
Obligarnos a participar e involucrarnos en los intercambios, sin
dejar de perder nuestro foco que es el sistema de salud y sus
necesidades, más también aportando nuestra visión sobre la
economía, marcando cual es el camino que estamos dispuestos a
transitar y que país queremos tener. Es, desde mi punto de
vista, la única alternativa posible.
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