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En el mes de mayo hicieron eclosión
diversas protestas referidas a la retribución de los médicos,
especialmente en la ciudad de La Plata. Algunos medios
periodísticos informaron un marcado déficit de clínicos y
pediatras, que no ocupan vacantes hospitalarias, ya que la
sobrecarga de trabajo agota la expectativa vocacional de los
potenciales postulantes, antes de que ocupen los cargos.
El conflicto instaló nuevamente en la agenda sanitaria, la
situación laboral de los profesionales jóvenes, que
periódicamente estalla cuando la demanda asistencial satura los
servicios, ya sea por insuficiente dotación de cargos o por un
inesperado crecimiento estacional/epidémico de la demanda. El
problema, que toma estado público en forma intermitente,
proviene desde hace décadas de las características que tienen
los puestos de trabajo hospitalario en el país.
Veamos la fuerza laboral de las profesiones sanitarias
esenciales. Los datos oficiales disponibles en Internet no
corresponden al mismo año: a) en 2020 había un total 183.475
médicos; b) en 2019 había 234.527 enfermeras/os; c) el censo
general de 2022 arrojó un resultado provisional de 46.044.703
habitantes. Admitiendo la divergencia de las fechas de esos
datos, resultan promedios de un médico cada 250,9 habitantes y
un cargo de enfermería cada 196,3 habitantes.
La proporción de enfermeras/os por cada médico es baja con
respecto a la distribución en países con sistemas de salud más
desarrollados: 1,28 enfermeras/os por cada médico. Además, esa
dotación de enfermería no es homogénea: un 16,2% son licenciados
universitarios, un 51,9% son profesionales o técnicos (educación
secundaria y título terciario no universitario) y 31,9% son
auxiliares (educación primaria y un año de capacitación).
Estos datos -de consistencia discutible por su dispar fecha de
referencia- aportan una aproximación a las dimensiones globales
de la fuerza de trabajo, que sostiene nuestra organización
sanitaria. Sin embargo, facilitan inferir por sus magnitudes
relativas y por la observación empírica, que una buena parte de
las tareas específicas del personal de enfermería, son
ejecutadas por médicos jóvenes en etapa de formación inicial.
En efecto, monitoreo de signos vitales, suministro de medicación
oral, colocación y extracción de vías parenterales, curación de
heridas, traslados de pacientes y comunicación con los
familiares, son frecuentemente realizados por médicos
residentes, en tareas para las que no fueron específicamente
capacitados.
Esta diversificación de funciones, junto con una sobrecarga
laboral de dos guardias semanales, participar en ateneos,
asistir a clases y estudiar temas especializados para alguna
actividad docente, contribuyen a acumular un exceso de
responsabilidades, que desemboca fácilmente en agotamientos
físicos y mentales, tipificados a menudo como burn out.
Esa somera descripción es compatible con la trayectoria inicial
de profesionales, que tienen la suerte de cursar un programa de
residencias médicas, y que son menos de la mitad de los médicos
que se gradúan en cada promoción.
Otro conjunto importante es el de los que no completan su
formación por medio de residencias -ya sea por propia decisión o
por calificación insuficiente-, comienzan su carrera haciendo
guardias de emergencias en sanatorios de la periferia de grandes
ciudades, donde no adquieren una capacitación sistemática.
El segmento que cursa residencias debería seguir un plan
progresivo: los que van a optar por una especialidad clínica,
deberían empezar por formarse en Clínica Médica; lo mismo
debería ocurrir con los que van a elegir una especialidad
quirúrgica o pediátrica. Pero lo más frecuente es que salteen
escalones, y accedan a la especialidad sin haber pasado por la
etapa de formación general.
Aunque en el imaginario social suele suponerse que, los médicos
al graduarse no son más que “clínicos”, la clínica médica es en
realidad la madre de todas las especialidades. Son muy pocos los
profesionales que pueden ostentar con solvencia la condición de
médicos clínicos.
Existen también diversos programas de formación en medicina
general o en medicina familiar. Algunos se limitan a organizar
una rotación por las 4 especialidades básicas: clínica, cirugía,
gineco-obstetricia y pediatría. Pero una adecuada capacitación
en medicina general requiere consolidar a un profesional que
puede sostener un enfoque clínico, en las distintas etapas del
acceso a servicios de salud, desde el 1er nivel de atención
ambulatoria, hasta la internación de alto riesgo vital.
Un
médico de estas características debería además responder
eficazmente a la promoción de la salud, la prevención de
enfermedades y la salud comunitaria. Este modelo médico puede
desarrollarse en quienes ejercen en comunidades vulnerables, con
limitados recursos tecnológicos. Pero en grandes ciudades, con
alta disponibilidad de tecnología, lo habitual es que se
vuelquen a actividades muy especializadas.
La información del recuento de personas, mostrado más arriba, no
es compatible con los registros de puestos de trabajo. Cada
profesional suele cubrir más de dos puestos y, una parte
significativa de ellos cumple funciones administrativas o de
gestión institucional, de modo que no está disponible para
tareas asistenciales.
La vida cotidiana habitual, tanto de médicos como de enfermeras,
transcurre en un hospital público por la mañana, un sanatorio
privado o un consultorio por la tarde y alguna prestación
especializada a demanda. Esta variación de ámbitos de ejercicio
profesional actúa en forma negativa en el rendimiento y la
calidad de sus acciones.
Sus recursos económicos de subsistencia se constituyen por la
sumatoria de distintas retribuciones parciales, para que tiendan
a ser más satisfactorias.
Para ilustrar este comportamiento operativo, se ha acuñado el
calificativo de “bombero”. Pero ese comportamiento de economía
laboral termina construyéndose a expensas de la formación
científica, de proyectos de investigación y de actividades
docentes.
Como no se cuenta con una política extendida de calificación del
personal y escalafón profesional, los directivos de
establecimientos públicos o privados recurren el simple método
de flexibilizar el cumplimiento del horario nominal, en
proporción directa a la antigüedad y la experiencia.
La inercia de esta conducta determina que los más antiguos
incrementan su retribución, no por mayor nivel salarial, sino
por menos horas de trabajo para la misma remuneración. Predomina
el implícito fundamento de que los más experimentados, ya han
acumulado una cantidad adecuada de años “pagando derecho de
piso”.
La escala salarial en las profesiones de mayor calificación no
es un asunto para derivar a ciertas costumbres de arrastre, sino
un aspecto de la política de personal, que una empresa de
servicios no puede dejar sujeta a decisiones menores.
El problema, quizás es que, en los servicios de salud -tanto
públicos como privados-, existe cierto prurito en considerarlos
empresas.
Cuando los médicos reclaman por la magnitud de su retribución,
lo hacen por uno de sus puestos de trabajo, y seguramente el
reclamo es justo. Pero a medida que avancen en su experiencia
profesional, irán dejando de cumplir con los horarios que
nominalmente les correspondan.
La carrera escalafonaria, así escalonada, concluirá
jerarquizando segmentos menores de cumplimiento. Este proceso no
es verdaderamente un desarrollo virtuoso de la profesión.
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