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Hace tiempo, cuando algunos de nosotros nos calzamos por primera
vez un guardapolvo éramos todavía habitantes de un país que poco
a poco se nos iría desintegrando entre las manos. Presenciábamos
sin saberlo los últimos estertores de un modelo que allá, en los
principios de los 70, y como resultado de acuerdos corporativos
-militares, había consolidado un sistema de seguridad social
amparado en la Ley 18.610, creado el INSSJP-PAMI y lanzado las
primeras experiencias de seguros privados voluntarios.
En aquellos años, la pobreza orillaba el 7% de la población,
casi no se conocía el significado cruel de la palabra
indigencia, el empleo proporcionaba dignidad e ingresos
suficientes, y la movilidad social era una expectativa cierta.
En aquel tiempo, el Estado proporcionaba salud de calidad e
igualitaria, educación calificada y meritocrática en las
escuelas, seguridad en las calles. La mayoría de nosotros
sabíamos, o intuíamos que íbamos a tener una vida mejor que la
de nuestros padres.
Tras el fracaso del primer intento de reforma de salud, con-
sumido por la vorágine de un tiempo de locura y violencia que
desembocó en la noche más larga de nuestra historia, asistimos
al progresivo desmantelamiento de nuestros hospitales a través
de su desfinanciamiento, y paulatina precarización. Larvada-
mente, silenciosamente, una sombra iba oscureciendo aquel viejo
orgullo de pertenencia. Tal vez no lo vimos.
Un poco después, con la esperanza recuperada creímos que
podíamos educar, comer y curar, aunque al poco tiempo supimos
que se necesitaba mucho más que la fe en la institucionalidad
para ello.
Y nuevamente, la fuerza corporativa abortó la posibilidad de
superar las limitaciones de un sistema de salud que ya, a esa
altura, mostraba la necesidad de igualar en términos de derechos
efectivos las respuestas a las necesidades de salud de la
población. No fue posible.
Y más allá de imprecisiones técnicas de formulación inicial, el
resultado a fines de los 80, terminó por establecer un modelo
asimétrico, desigual y a la postre, injusto.
Presenciamos desencantos, devaluaciones, hiperinflaciones. Vimos
hospitales transferidos y recursos restringidos. Conocimos
reformas parciales con las que el espíritu de los ’90 selló su
impronta en un modelo cada vez más subordinado a la capacidad de
pago pre o posdatada del ciudadano, inerme frente a los
entresijos del sistema.
Ya iba quedando poco del “país lindo” que alguna vez habíamos
conocido. Ya la pobreza, que alguna vez había sido una
contingencia, se empezaba a instalar como una presencia
constante. Ya el hambre había mostrado su rostro.
Después, el estallido. El pozo aparentemente sin fondo, y el
renacer de una nueva esperanza que al tiempo se volvió estanca-
miento, y retórica expresada en el color de cada preferencia
política.
Tiempos de ideologización de la salud. De Estado paternalista y
ciudadano huérfano, abandonado por ese mismo Estado que lo sumó
a un universo de exclusión, intemperie y anomia. Las cifras, los
indicadores sociales, cualesquiera sean ellos son
suficientemente elocuentes.
Hubo un momento, en todo ese tiempo en el que, como actores
sectoriales en un sentido amplio, naturalizamos que, ante
iguales problemas de salud e iguales necesidades objetivas
existan respuestas diferentes determinadas por acuerdos sociales
tácitamente adoptados, aunque en ello se jueguen los años de
vida restantes.
Un tiempo en el que aceptamos que el protocolo asistencial de
una patología difiera según la inserción laboral, la
disponibilidad de recursos, o el sitio de residencia del
afectado. En el que nos habituamos a un bajo peso por
desnutrición, a una falta de adherencia a un tratamiento por
imposibilidad de compra, a una lista de espera irracional, a las
colas en la madrugada, al maltrato, la desidia, la indolencia.
¿Cuándo fue que una muerte evitable dejó de colisionar de un
modo innegociable con el juramento que alguna vez hicimos? ¿Cuál
el instante trágico en el que admitimos que una sonrisa plena
sea sólo patrimonio de quienes pueden comer, cuidar sus dientes
o eventualmente pagar una prótesis?
Un tiempo en el que consentimos el multiempleo como modelo, la
mera palmada pandémica como reconocimiento, el burn out como
modo de vida, el desfinanciamiento y el destrato como destino,
la injerencia corporativa en las decisiones sectoriales, la
rectoría inexistente, el diferimiento de pagos, las guardias
cerradas, la capacitación como un lujo y el futuro como una
quimera.
¿Qué pasó? ¿Cómo fue que aceptamos vivir con todo esto?
¿Que nos pasó, después de lo que vivimos, entendimos y perdimos
durante la pandemia para que hoy, en medio de una campaña
electoral que probablemente definirá mucho del futuro de
nuestros hijos estos temas no aparezcan en la agenda política?
Cómo entender, tras este recorrido que la única propuesta
programática partidaria explícita difundida públicamente hasta
el día que escribo estas líneas sostenga “descentralizar las
derivaciones hospitalarias, arancelar todas las prestaciones y
auto gestionar el servicio de salud en trabajos compartidos con
la salud privada”... Proponga la “creación de un seguro
universal de salud que cubra los costos, cuidados preventivos,
procedimientos de urgencia proporcional a la capacidad de pago
del receptor del servicio”... “Promocionar con empresas privadas
la donación de insumos al nivel 2”. (1)
Y el problema no es sólo la propuesta. El escándalo es que hasta
aquí no pueda ser cotejada con ninguna otra. En todo caso, tal
vez la pregunta correcta no es cuándo pasó, sino cómo fue que
dejamos que esto suceda...
Tal vez todavía es tiempo para proponer alternativas y reclamar
una acción reparadora desde la política. Nos queda, en todo caso
apropiarnos de nuestra obligación ciudadana de exigir respuestas
precisas, a demandas que deben ser explícita y perentoriamente
formuladas.
Allí, hay un compromiso ciudadano necesario, y posiblemente,
también una asignatura pendiente.
REFERENCIA
1) Bases De Acción Política Y Plataforma Electoral Nacional. La
Libertad Avanza. (Las negritas corresponden al autor de la
nota).
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