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Columna  

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Por el Dr. Rubén Torres (*)

 
Uno de los mayores desafíos de los países es el financiamiento de la salud de sus poblaciones. El avance de las tecnologías médicas (fármacos, dispositivos procedimientos de diagnóstico, tratamiento o rehabilitación), sumado a la prolongación de la vida y las prácticas “defensivas” de los profesionales ante eventuales demandas, impulsa un gasto en salud cada vez mayor, que supera el crecimiento de las economías.
Nadie ha encontrado la solución perfecta para esos dilemas insolubles en el mundo desarrollado, excepto la Argentina. El kirchnerismo, logro esa “solución política”, evitando encarar el problema, como lo hace el resto del mundo. Se creo un país donde todo era gratis cuando el gobierno buscaba votos y muy caro cuando “se acababa lo que se daba”.
Se crearon así distorsiones que ahora estallan a través de aumentos inexplicables en las cuotas de la salud privada, o en severísimas dificultades financieras para las obras sociales, asi fueron casi gratuitas las tarifas de energía y transporte hasta que llegó la “motosierra”. Pero prepagas y obras sociales, a diferencia de las generadoras y los colectivos, no recibieron subsidio alguno y debieron sobrevivir cortando por lo más fino.
Durante muchos años se deterioraron sus finanzas y las de sus prestadores, quienes debieron relegar inversiones, atrasar salarios del personal y congelar honorarios de los médicos, que terminaron renunciando o pidiendo copagos para atender a los afiliados.
A través de una sucesión de leyes y sentencias judiciales, se obligó a prepagas y obras sociales, a financiar tratamientos y medicamentos de alto costo, sin incrementos de cuotas o aportes para compensarlos. Varios legisladores encontraron la razón de su vida impulsando leyes que ampliaron el PMO, para obligar a prepagas y obras sociales a cubrir, sin aumentar sus ingresos, distintos problemas graves de salud.
Podría juzgarse que son avances sociales propios de un Estado moderno, pero, en ese caso, su financiación correspondería al presupuesto nacional, como en el resto del planeta, y no a empresas particulares, que no tienen forma de absorberlos, ni siquiera aumentando las cuotas de forma desmesurada, ni a las obras sociales, que tienen fijos sus niveles de ingresos por ley.
De más está decir que ello requiere una economía vigorosa y competitiva y no la decadente que dejó el gobierno saliente. Nuestra Constitución garantiza el derecho a la salud (artículo 42), previendo el recurso de amparo para asegurar su efectividad, en consonancia con el Pacto de San José de Costa Rica.
Sobre esa base, los magistrados mandan realizar tratamientos o proporcionar medicamentos a obras sociales y prepagas cuando algún médico (cuya idoneidad desconocen) lo prescribe, sin mediar dictamen de un organismo oficial ni evidencia científica definitoria ni, mucho menos, un análisis de costo-efectividad de lo que disponen.
Ignoran así que el derecho constitucional a la salud implica una obligación del Estado y no de las prepagas y obras sociales, ajenas y distantes del Tesoro nacional, a quien correspondería financiar el costo de esas leyes con partidas presupuestarias, y utilizando la amplia capacidad instalada de prestadores públicos, privados y de la seguridad social que existen en el país, retribuyéndoles adecuadamente por ello.
Este país, que fue durante muchos años un ejemplo de movilidad social ascendente, fundada en familias inmigrantes, humildes, educadas en el esfuerzo y el trabajo, que permitió a sus hijos estudiar, ser profesionales y estar en una posición social mejor que sus padres, construyó ese sendero apoyado en servicios públicos, especialmente de educación y salud accesibles y bastante más que aceptables para la época.
En ese país, hoy la pobreza es un mal ya endémico, determinado por la incapacidad de alcanzar un determinado nivel de ingresos, y expresado en exclusión, marginalidad, desigualdad social en calidad de vida, acceso a la educación y la salud.
Las medidas tomadas hasta ahora son palmaria expresión de una política social que fracaso administrando planes que atacan las con- secuencias, y no las causas de la misma, y generó una burocracia que transformó a sus funcionarios en líderes de ejércitos de agentes públicos que vivían de presupuestos destinados a su solución.
Políticas monetarias y fiscales responsables hacen más para combatir la pobreza que esos ejércitos y el conjunto de “expertos” que desde hace años discuten interminablemente como medirla, en reuniones en hoteles de 5 estrellas, con cenas bien pobladas, mientras sigue aumentando el número de aquellos que no pueden comer.
No existen dudas respecto de la necesidad de generar crecimiento económico y riqueza, pero eso no bastará para solucionar incertidumbre laboral, bajos salarios y falta de perspectivas de futuro, si no se acompaña de acceso a educación de buena calidad y de salud de calidad homogénea para todos.
Ese mismo país, discute hoy enfervorizadamente el fuerte aumento de las cuotas de la medicina prepaga, que afecta a 6 millones de sus hijos y oculta e invisibiliza a los varios millones de ellos, que esperan pacientemente a altas horas de la madrugada la posibilidad de obtener un turno de atención, una fecha de operación, o un medicamento que alivie los efectos de una patología tardíamente diagnosticada.
El mismo país que permitió impunemente que los salarios de sus trabajadores de la salud (como el de la mayoría de sus servidores públicos) no guardara ninguna relación con sus responsabilidades, aguarda una respuesta de su dirigencia toda (no sólo la política).
Asignar simplemente la culpa de nuestra inequidad sanitaria a la sola “ineficiencia” de una seguridad social a la cual el Estado impone obligaciones, que él no cumple, o a los precios de una medicina priva- da, que solo debiera ser complemento o suplemento de una atención pública de calidad homogénea, y no como es hoy, su sustitución aspiracional, olvidando el papel que en la asignación de recursos y prioridades le cabe al sector público, parece condecir con una cierta disonancia cognitiva. (1)
Es la manifestación de una conducta patológica, que se manifiesta en personas de todas las clases sociales en todas partes del mundo, y un ejemplo de la definición, es el de la persona que, sabiendo lo comprobadamente nocivo que es fumar para su salud, decide continuar haciéndolo con el argumento de que no es así.
Otro es el del miembro de un matrimonio que, habiéndose comprometido a ser fiel a su cónyuge, lo engaña y se justifica arguyendo que la culpa es del otro u otra. De la definición de la afección y los ejemplos, emerge claramente que la condición sine qua non para la existencia de la disonancia cognitiva es la mentira, cuyas principales consecuencias son el autoengaño y la contradicción.
¿Le habrá llegado a nuestra dirigencia el momento de consultar?

Referencia:

1) El psicólogo social estadounidense Leo Festinger, publicó en 1957 su libro “A Theory of Cognitive Disonance” (Teoría de la Disonancia Cognitiva), a la cual define como la incomodidad o desasosiego que padece una persona cuando sus convicciones o conductas entran en contradicción con sus actos
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(*) Presidente del Instituto de Política, Economía y Gestión en Salud (IPEGSA).
 

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