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Uno de los mayores desafíos de los países es el
financiamiento de la salud de sus poblaciones. El avance
de las tecnologías médicas (fármacos, dispositivos
procedimientos de diagnóstico, tratamiento o
rehabilitación), sumado a la prolongación de la vida y
las prácticas “defensivas” de los profesionales ante
eventuales demandas, impulsa un gasto en salud cada vez
mayor, que supera el crecimiento de las economías.
Nadie ha encontrado la solución perfecta para esos
dilemas insolubles en el mundo desarrollado, excepto la
Argentina. El kirchnerismo, logro esa “solución
política”, evitando encarar el problema, como lo hace el
resto del mundo. Se creo un país donde todo era gratis
cuando el gobierno buscaba votos y muy caro cuando “se
acababa lo que se daba”.
Se crearon así distorsiones que ahora estallan a través
de aumentos inexplicables en las cuotas de la salud
privada, o en severísimas dificultades financieras para
las obras sociales, asi fueron casi gratuitas las
tarifas de energía y transporte hasta que llegó la “motosierra”.
Pero prepagas y obras sociales, a diferencia de las
generadoras y los colectivos, no recibieron subsidio
alguno y debieron sobrevivir cortando por lo más fino.
Durante muchos años se deterioraron sus finanzas y las
de sus prestadores, quienes debieron relegar
inversiones, atrasar salarios del personal y congelar
honorarios de los médicos, que terminaron renunciando o
pidiendo copagos para atender a los afiliados.
A través de una sucesión de leyes y sentencias
judiciales, se obligó a prepagas y obras sociales, a
financiar tratamientos y medicamentos de alto costo, sin
incrementos de cuotas o aportes para compensarlos.
Varios legisladores encontraron la razón de su vida
impulsando leyes que ampliaron el PMO, para obligar a
prepagas y obras sociales a cubrir, sin aumentar sus
ingresos, distintos problemas graves de salud.
Podría juzgarse que son avances sociales propios de un
Estado moderno, pero, en ese caso, su financiación
correspondería al presupuesto nacional, como en el resto
del planeta, y no a empresas particulares, que no tienen
forma de absorberlos, ni siquiera aumentando las cuotas
de forma desmesurada, ni a las obras sociales, que
tienen fijos sus niveles de ingresos por ley.
De más está decir que ello requiere una economía
vigorosa y competitiva y no la decadente que dejó el
gobierno saliente. Nuestra Constitución garantiza el
derecho a la salud (artículo 42), previendo el recurso
de amparo para asegurar su efectividad, en consonancia
con el Pacto de San José de Costa Rica.
Sobre esa base, los magistrados mandan realizar
tratamientos o proporcionar medicamentos a obras
sociales y prepagas cuando algún médico (cuya idoneidad
desconocen) lo prescribe, sin mediar dictamen de un
organismo oficial ni evidencia científica definitoria
ni, mucho menos, un análisis de costo-efectividad de lo
que disponen.
Ignoran así que el derecho constitucional a la salud
implica una obligación del Estado y no de las prepagas y
obras sociales, ajenas y distantes del Tesoro nacional,
a quien correspondería financiar el costo de esas leyes
con partidas presupuestarias, y utilizando la amplia
capacidad instalada de prestadores públicos, privados y
de la seguridad social que existen en el país,
retribuyéndoles adecuadamente por ello.
Este país, que fue durante muchos años un ejemplo de
movilidad social ascendente, fundada en familias
inmigrantes, humildes, educadas en el esfuerzo y el
trabajo, que permitió a sus hijos estudiar, ser
profesionales y estar en una posición social mejor que
sus padres, construyó ese sendero apoyado en servicios
públicos, especialmente de educación y salud accesibles
y bastante más que aceptables para la época.
En ese país, hoy la pobreza es un mal ya endémico,
determinado por la incapacidad de alcanzar un
determinado nivel de ingresos, y expresado en exclusión,
marginalidad, desigualdad social en calidad de vida,
acceso a la educación y la salud.
Las medidas tomadas hasta ahora son palmaria expresión
de una política social que fracaso administrando planes
que atacan las con- secuencias, y no las causas de la
misma, y generó una burocracia que transformó a sus
funcionarios en líderes de ejércitos de agentes públicos
que vivían de presupuestos destinados a su solución.
Políticas monetarias y fiscales responsables hacen más
para combatir la pobreza que esos ejércitos y el
conjunto de “expertos” que desde hace años discuten
interminablemente como medirla, en reuniones en hoteles
de 5 estrellas, con cenas bien pobladas, mientras sigue
aumentando el número de aquellos que no pueden comer.
No existen dudas respecto de la necesidad de generar
crecimiento económico y riqueza, pero eso no bastará
para solucionar incertidumbre laboral, bajos salarios y
falta de perspectivas de futuro, si no se acompaña de
acceso a educación de buena calidad y de salud de
calidad homogénea para todos.
Ese mismo país, discute hoy enfervorizadamente el fuerte
aumento de las cuotas de la medicina prepaga, que afecta
a 6 millones de sus hijos y oculta e invisibiliza a los
varios millones de ellos, que esperan pacientemente a
altas horas de la madrugada la posibilidad de obtener un
turno de atención, una fecha de operación, o un
medicamento que alivie los efectos de una patología
tardíamente diagnosticada.
El mismo país que permitió impunemente que los salarios
de sus trabajadores de la salud (como el de la mayoría
de sus servidores públicos) no guardara ninguna relación
con sus responsabilidades, aguarda una respuesta de su
dirigencia toda (no sólo la política).
Asignar simplemente la culpa de nuestra inequidad
sanitaria a la sola “ineficiencia” de una seguridad
social a la cual el Estado impone obligaciones, que él
no cumple, o a los precios de una medicina priva- da,
que solo debiera ser complemento o suplemento de una
atención pública de calidad homogénea, y no como es hoy,
su sustitución aspiracional, olvidando el papel que en
la asignación de recursos y prioridades le cabe al
sector público, parece condecir con una cierta
disonancia cognitiva. (1)
Es la manifestación de una conducta patológica, que se
manifiesta en personas de todas las clases sociales en
todas partes del mundo, y un ejemplo de la definición,
es el de la persona que, sabiendo lo comprobadamente
nocivo que es fumar para su salud, decide continuar
haciéndolo con el argumento de que no es así.
Otro es el del miembro de un matrimonio que, habiéndose
comprometido a ser fiel a su cónyuge, lo engaña y se
justifica arguyendo que la culpa es del otro u otra. De
la definición de la afección y los ejemplos, emerge
claramente que la condición sine qua non para la
existencia de la disonancia cognitiva es la mentira,
cuyas principales consecuencias son el autoengaño y la
contradicción.
¿Le habrá llegado a nuestra dirigencia el momento de
consultar?
Referencia:
1) El psicólogo social estadounidense Leo Festinger,
publicó en 1957 su libro “A Theory of Cognitive
Disonance” (Teoría de la Disonancia Cognitiva), a la
cual define como la incomodidad o desasosiego que padece
una persona cuando sus convicciones o conductas entran
en contradicción con sus actos.
| (*) Presidente del
Instituto de Política, Economía y Gestión en
Salud (IPEGSA). |
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