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Los meses transcurridos desde el
inicio de la actual gestión, lejos de mostrar pasividad y falta
de normas claras, proporcionan ya una clara definición de
principios, objetivos y horizontes para el sistema de salud.
Hemos presenciado un conjunto de disposiciones que, aunque son
de conocimiento público, conviene listar a los efectos de su
adecuado dimensionamiento.
Las normativas introducidas en el DNU 70/23, y luego -más allá
de su diferida reglamentación- , perfeccionados por el DNU
600/24, y el pas de deux entre la Secretaría de Industria y
Comercio y la Superintendencia de Servicios de Salud y las
aseguradoras privadas, sumadas a algunas medidas administrativas
conexas, establecen una tendencia definida, que conviene no
considerarlas como iniciativas aisladas sino como confluyentes
con otras acciones con las que se van delineando profundos
cambios en nuestro sistema de salud, hasta el punto de
configurar una reforma silenciosa en curso.
Si bien el diseño parece apuntar a un modelo de competencia
regulada, ésta se establece, como bien lo señalaran aquí los
Dres. Oscar Cochlar y José P. Bustos (Revista Médicos - julio
2024) en un terreno de “cancha inclinada” a través de reglas de
juego diferentes según el origen de los recursos, en el que el
sector privado goza de prerrogativas no aplicables a las
entidades originalmente encuadradas en la Ley 23.660,
particularmente en lo que hace al alcance de la cobertura, la
libertad de imponer restricciones para la incorporación de
personas con enfermedades preexistentes, la posibilidad de dar
de baja a beneficiarios, modificar aranceles discrecionalmente y
particularmente en lo que hace al aporte al último y desangrado
vestigio del Fondo Solidario.
No se prevén medidas tendientes a la protección de publicidad
engañosa o abusos contractuales, no está contemplada la
estandarización de la calidad prestacional, ni la posible
concentración del mercado, sino que incluso se ensalza la virtud
del monopolio.
Lo que se dispone no es la continuidad de un seguro sustitutivo
como el que conocíamos (aunque imperfecto, por la hibridez
resultante de la desregulación de los 90’ y la aparición del
mercado asegurador privado en la seguridad social nacional),
sino un modelo más cercano al chileno o al estadounidense, donde
el alcance de la cobertura es en función de la capacidad de pago
del cliente, y no del riesgo potencialmente intercurrente.
Pero mientras en la campaña electoral en USA se propone la
ampliación universal de la cobertura, acá el modelo se introduce
en paralelo con la definitiva defunción de un subsistema que,
más allá de sus muchos desvíos, desmanejos e imperfecciones,
durante más de 50 años proveyó cuidados de salud para casi la
mitad de la población. Algo que orgullosamente conocimos como
Seguridad Social.
Hoy, en parte por lo que vino sucediendo hasta aquí, un poco por
lo que está en curso, ese sistema está en vías de desaparición,
ya por fallas intrínsecas de diseño, por insuficiencia de
aportes y contribuciones, informalidad del mercado laboral,
transición demográfica, incorporación acrítica de coberturas
exigibles, espiralización de costos, y licuación intencional del
insuficiente e ineficiente FSR.
Quedarán las Obras Sociales Provinciales y los regímenes
especiales sujetos a su propia suerte, y el PAMI y sus
prestadores en alto riesgo de desfinanciamiento a partir de la
reducción / desaparición del impuesto PAIS.
Se instala así una competencia deliberadamente desigual, entre
actores asimétricos con poblaciones diferenciadas, diferente
riesgo actuarial, e incomparables niveles de cautividad de sus
aportantes.
A esa competencia sesgada e imperfecta se le suman desigualdades
injustas, resultantes del desentendimiento público con el
sufrimiento del otro, el acceso deficiente a la atención y
servicios básicos y, en definitiva, el abandono de la política
pública como herramienta de compensación de asimetrías y
vulnerabilidades.
Apelando a la potestad de los Estados provinciales en materia de
salud, el Estado Nacional se desentiende de la suerte de la
población, reduce en más $ 150.000 millones el presupuesto del
Ministerio de Salud sin explicación precisa de los supuestos
ahorros alcanzados, retrasa y/o suspende la provisión de
medicamentos de alto precio, discontinúa o desfinancia programas
de costo efectividad demostrada, e interrumpe o demora
asistencia alimentaria directa en primera infancia, mientras que
libera el PVP de medicamentos, con incrementos francamente por
encima del IPC.
La consecuencia de este creciente empobrecimiento, en el sentido
más amplio de la palabra, desemboca en mayor enfermedad, mayor
desesperanza, mayor pobreza y marginalidad.
Más allá de la situación particular de cada jurisdicción, para
todo aquel que no acceda al aseguramiento nominal, el destino se
juega en la asimétrica disponibilidad de recursos de cada
provincia, su capacidad de gestión, niveles de organización y
disponibilidad de estructura.
Un sector salud provincial y municipal desfinanciado, que
arrastra décadas de restricción e ineficiencia, que sostiene una
demanda creciente, cada vez más pauperizada, y que ahora va a
ser -ya lo es- receptora de quienes ya no pueden sostener el
pago de los seguros públicos o privados.
Una población más pobre, más enferma, más postergada para acudir
por asistencia, en un sistema de atención episódica, carente de
normas comunes, de rectoría y de estrategia común.
Facilitación de procederes y operaciones para el sector
asegurador privado, acceso pleno a los cuidados de salud para
quienes puedan pagarlo y paralelo abandono de las funciones
básicas del Estado en materia de acceso, equidad, regulación,
calidad, sustentabilidad y resguardo de derechos inalienables,
quedando éste relegado a la continuidad de políticas
asistencialistas dirigidas sólo a atenuar los escandalosos
niveles de indigencia.
Así, la salud pública desfinanciada, carente de líneas rectoras
y sin implicación comunitaria, ni es salud ni es pública: es
exclusión y es beneficencia, en el mejor de los casos.
Nos encaminamos hacia un modelo que terminará de cristalizar la
cruel segregación biológica y social que poco a poco se ha
naturalizado: no es ni será el avance de la ciencia ni el
sistema de salud, sino las relaciones de poder quienes
determinan quien enferma de aquello que alguna vez fue evitable.
Quién vive y quién muere más temprano.
Es crucial debatir si se trata de un conjunto de medidas
descabelladas e improvisadas, o si más allá de torpezas,
contramarchas e improvisaciones, efectivamente, estamos
presenciando un plan racional, sistemático, con objetivos
definidos y clara posibilidad de alcanzarlos.
Si así fuera, lejos de rescatar acríticamente lo que fue, es
imperioso contraponer un futuro de racionalidad, sustentabilidad
y justicia.
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