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Recurrentemente solemos leer en los
medios de comunicación noticias o
informes sobre la falta de
cobertura, o las dificultades para
obtener la misma para determinados
productos medicinales o prácticas
diagnósticas y terapéuticas, y
juntamente con ellas, la ardua
defensa de la misma por parte de
autoridades o decisores.
La última de ellas, aparecida en un
matutino, del 16/2/08 titula por
ejemplo: “Discuten si la única
vacuna contra el cáncer debiera ser
obligatoria. Es cara y las obras
sociales no siempre la cubren”,
refiriéndose a la posible
“inmunización” contra el HPV. Esta,
como tantas otras de las
apreciaciones apresuradas y poco
fundamentadas en referencia a estos
temas, mueve a algunas reflexiones:
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En primer lugar, a la
necesidad de discutir, si la aprobación de
comercialización de medicamentos debiera estar
precedida (o no) por la opinión por una o algunas
agencias ad hoc, de evaluación de tecnología
sanitaria, fundada no solamente en su inocuidad y/o
buena práctica de manufactura, sino en la evidencia
concreta de su utilidad y en su costo efectividad
respecto de otros medicamentos. Similar discusión
debiera alcanzar a la totalidad de los insumos de
uso médico, al igual que los procedimientos
diagnósticos y terapéuticos. La necesidad de una
discusión profunda y con fuerte información de este
tema se debe a que la innovación y la difusión de
nuevas tecnologías sanitarias tienen algunas
características propias que la diferencian del resto
de los bienes, y la relevancia de las mismas debiera
medirse por su resultado final: la salud que
contribuyan a crear. Existe sin embargo, una
tremenda presión para hacer cosas nuevas o “de
punta”, y la mayoría de las veces se omite decir que
esto no es siempre mejor, y en algunas ocasiones
causa importantes daños tanto a nivel individual
(pacientes) como comunitario (sistemas de salud), y
la evidencia científica en este sentido es masiva y
contundente. Además la dinámica “natural” de la
innovación, está marcada por su velocidad de
difusión, que la industria de producción de
tecnología maneja con abrumadora capacidad a su
favor (formando esto parte de su natural y lógica
motivación: incrementar beneficios), y en la cual la
expresión por la prensa representa una pieza clave
de presión e inducción sobre los ciudadanos, que a
su vez motivados por la lógica posibilidad de
disponer de nuevas herramientas en la lucha contra
la enfermedad, reclaman por ellas, sin reparar en la
necesidad de proteger el bien común, en sistemas que
con financiamiento público, tiendan a la cobertura
universal. La “fascinación” por la alta tecnología,
el “imperativo tecnológico”, la medicalización de la
sociedad y la presión mediática terminan marginando
la cultura y práctica médica tradicional, la de la
relación médico paciente estrecha y la atención
primaria y atrayendo muchas de esas “nuevas”
tecnologías al conjunto de prestaciones públicas, y
el gasto en salud del sistema termina determinándose
por las fuerzas del mercado, con escasos efectos en
los resultados sanitarios. Por otra parte, la
sobreabundancia de “innovaciones” diagnósticas
conduce a la paradoja de las seudoenfermedades
(anomalías que se diagnostican gracias a la
precisión del test diagnóstico, pero que de no
haberse diagnosticado nunca, ni tratado, permitirían
al paciente vivir sin llegar a sentir jamás síntomas
ni ver su nivel de salud o de calidad de vida
disminuidos), cuyo diagnóstico es costoso (en
términos personales, para el paciente, al que se
somete a sufrimiento innecesario, y, en costos, para
los sistemas de salud), y este es otro de los
problemas contra el cual la evaluación de
tecnologías y la MBE (Medicina basada en evidencia)
deben ser utilizadas para la fundamentación de
políticas públicas. Además, como el tiempo de
desarrollo de la aparatología médica y de nuevas
técnicas, y el aprendizaje por los médicos de las
mismas requiere experimentación y entrenamiento, los
financiadores tienen derecho a conocer qué parte del
costo es asistencial y qué parte es atribuible al
entrenamiento.
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Así como los médicos
deben aprender a usar adecuadamente las nuevas
tecnologías, los sistemas de salud y las
organizaciones que los componen deben aprender a
integrarlas, incorporarlas y utilizarlas en
beneficio del interés común, especialmente porque no
son neutrales frente a la desigualdad, y el
gradiente social de esa desigualdad es mayor en las
enfermedades en las que ha habido mayor progreso
diagnóstico y terapéutico, y los grupos económica y
culturalmente más aventajados aprovecharon mejor los
descubrimientos y nuevos tratamientos (las
tecnologías de fertilización asistida, por ejemplo,
benefician a los grupos más favorecidos de mujeres),
incluso en países con cobertura pública y universal
de la prestación. Esta situación es mucho más clara
en nuestro país, donde llamativamente, los reclamos
por incumplimiento del PMO surgen de aquellos que
tienen garantizado su cumplimiento (por vía
administrativa o judicial): justamente los que
poseen seguros (obligatorios: obras sociales, o
privados: medicina prepaga), (y habitualmente, las
autoridades se inscriben rápidamente entre los
arduos defensores) dejando librados al abandono (de
garantía de derechos) a la mitad de los argentinos,
llamativamente los más pobres.
Es función de la
autoridad sanitaria y objetivo clave de las políticas
públicas la difusión de tecnologías costo-efectivas, o
que beneficien a grupos de población particularmente
necesitados o vulnerables, y regular fuertemente la
difusión de otras costosas e insuficientemente
evaluadas, garantizando que se genere suficiente
evidencia sobre su uso. También se debe evitar que se
difundan tecnologías que, sin aportar mejoras de salud
ni calidad de vida, aumenten los costos del sistema,
particularmente si deben afrontarse con fondos públicos,
y estas políticas deberían utilizarse legítimamente en
pro del interés común.
Sin dudas, el instrumento más potente de las políticas
públicas sobre este ciclo de la innovación es el
financiero, incluyendo o no en el conjunto de
prestaciones públicas tal o cual nueva tecnología, pero
la herramienta disponible más lógica para apoyar la toma
de cualquiera de estas decisiones es la evaluación de
tecnologías, para generar evidencia transparente sobre
ellas, y conseguir que se tenga en cuenta en la
práctica, en términos de aceptabilidad y accountability
(contabilidad).
El aumento del gasto sanitario está en parte fuera del
control de los gobiernos porque el imperativo
tecnológico obliga a los sistemas de salud a cubrir
nuevas prestaciones y tecnologías cuando representan
grandes ventajas terapéuticas, sin que las políticas
puedan (ni deban) restringir la cobertura: hay
tratamientos cuya eficacia salta a la vista sin
necesidad de consultar tablas estadísticas, ni realizar
ensayos clínicos complicados porque los resultados
marcan diferencias tan visibles que generan la
obligación moral de incluir de forma rápida esos
tratamientos altamente efectivos en el conjunto de
prestaciones, pero existe un amplio campo de “grises”
entre ellos y otras nuevas tecnologías absolutamente
inadecuadas. Los decisores de políticas públicas en
salud están hoy ante esos retos, que incluyen además la
instrumentación de adherencia a las guías y protocolos,
con incentivos a profesionales y organizaciones, y
además ante la imperiosa necesidad de esclarecer a la
Justicia en el uso de estos instrumentos, teniendo
presente que lo importante no es usar nuevas
tecnologías, sino cuánto se consigue de salud y calidad
de vida gracias a ellas, y a qué costo. Si de políticas
progresistas hablamos, aquí tenemos una. |