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Cuando las demandas sociales de
salud (y educación) no se construyen
sobre bases ciertas, todo lo que
sigue en la ejecución de la gestión
es una mentira donde quizás se dirá
una cosa, pero la realidad
demostrará otra bien distinta y
hasta contraria a las necesidades de
la gente. La incapacidad operativa
de los estados latinoamericanos se
percibe en que los presupuestos de
salud contemplan apenas los salarios
de quienes prestan servicios, lo
demás son todos “eventuales” que se
cubrirán o no según se pueda extraer
recursos de algún lado (en desmedro
de otros). Para cubrir las
falencias, el desmadre burocrático y
administrativo es sumamente útil ya
que desvirtúa las visiones, tanto
como las misiones y las funciones.
En este modelo no importa lo que el
paciente necesita hoy ya que el foco
no coincide con la prioridad. En
este sistema tampoco interesa la
importancia que el rol médico debe
cumplir operativamente ya que en
verdad se lo impulsa (obliga) a
reaccionar ante la urgencia,
colocándolo en un escenario distante
de las prioridades que le restan
capacidad de gestión, sencillamente
porque debe “buscar el mango” para
sobrevivir.
Paciente-Médico, Médico y paciente,
son entonces variables de ajuste que
aportan números al lado oscuro de la
gestión. Ambos son importantes para
el discurso pero carecen de ella
cuando pasamos a la rutina. Alcanza
con ver las realidades
sanitario-asistenciales de las
provincias, incluyendo en ella a la
misma Buenos Aires y su notable
conurbano.
Pero la cuestión no concluye allí.
El tsunami de costos que hemos visto
en números anteriores de este
prestigioso medio (46, 47, 48, 49,
50) también ofrece otros ángulos
distintos que tarde o temprano
llegarán a estas tierras y nos
revolearán por el aire.
Las estadísticas proyectivas de
algunas patologías enseñan
tendencias de crecimiento
harto-peligrosas, por ejemplo: Las
proyecciones cartesianas del
Alzheimer en la población americana
enseña una leve pendiente ascendente
en el rango etáreo que incluye
edades de 65 hasta 74 años
inclusive, ocupando una franja
relativamente pequeña, casi
despreciable en su proyección
temporal que se extiende desde el
año 2000 hasta el 2100; mientras que
el rango etáreo que contiene edades
que se extienden entre los 75 hasta
los 84 años muestra una proyección
que se triplica a partir de 2020
sosteniéndose hasta aproximadamente
el año 2100 con tendencia siempre
creciente. Cuando se aborda a los
mayores de 85 años el número de
afectados muestra una
quintuplicación expansiva
disparándose luego de la década del
2020-2030. Desde luego esto acompaña
el proceso de envejecimiento
poblacional y una menor tasa de
natalidad, sin embargo los números
indican que esta enfermedad propia
de los mayores acrecentará
dramáticamente su impacto en los
costos asistenciales a lo largo de
la presente centuria.
Una vez más tomamos como referencia
los estudios realizados en los
Estados Unidos de Norteamérica
asumiendo que los mismos son
aplicativos a nuestro medio. Así, el
crecimiento del Alzheimer es parte
(piedra, sección) angular del
tsunami. Pero hay más.
La Diabetes Mellitus proyecta una
realidad aún peor en el cortísimo
plazo. Afectando incluso cada vez
con mayor fuerza a personas jóvenes
y creciendo rápidamente en las
etapas pediátricas. Tendencias
semejantes se aprecian en
hipertensión arterial, hepatitis,
afecciones renales, artritis
reumatoidea, esclerosis múltiple,
etc. Por caso, si bien el
crecimiento del Alzheimer se
proyecta como una ola enorme, la que
propone la Diabetes para los
próximos dos años, es gigantesca y
dramáticamente peor, sencillamente
porque impactará a la sociedad toda
desde las etapas más tempranas de la
vida, sin que las autoridades
sanitarias siquiera hayan asumido lo
que ello significa y lo que
implicará. Para correlacionar los
hitos de crecimiento, asumiendo un
referente de 5.76 (basal) de 1990,
este indicador se trasladó a 17.7 en
el año 2000 (crecimiento de 3,07
veces en apenas una década)
proyectándose a 30.3 para el año
2030 (crecimiento de 1,71 veces
siempre que se implementen programas
de detección y seguimiento
tempranos). Sin la vigencia de un
programa estricto de control el
crecimiento es exponencial lo cual
ameritaría una prudente reflexión
del mundo del sanitarismo.
Carecemos de programas tanto como ni
siquiera hemos comenzado a diseñar
las acciones pertinentes. El
argumento es que este “futurismo”
aún no se produce, todavía no llega
y por lo tanto las prioridades
políticas son otras. No obstante
ello cuando la ola llegue ya no
habrá tiempo para reacciones
apropiadas a una gestión
planificada, transformándose sólo en
decisiones testiculares, ováricas,
hepáticas o renales según el género
y las afecciones del funcionario de
turno. Esta imagen es lamentable.
Pero real.
En el caso del Alzheimer las nuevas
tecnologías biomédicas (medicamentos
biomoleculares) reducen el impacto
del gasto asistencial general así
como el privado de los servicios de
enfermería domiciliaria (muy comunes
en Estados Unidos de Norteamérica).
Sin embargo, visto desde la gestión
eficiente en realidad esto no
constituye una mejora esencial sino
que apenas constituye una demora en
asumir que más tarde o más temprano
dichos gastos vendrán y azotarán con
toda la fuerza. Tal vez aún peor,
porque el demorar el proceso
biológico irreversible no hará otra
cosa que agigantar los costos
aplicativos tardíamente cuando las
personas afectadas por la enfermedad
se transforman en “entes”.
Insisto, la lectura debe ir más allá
del facilismo estadístico. Si tal
como vimos, la persona y sus
necesidades están paradas en la
pirámide sobre una inmensa base de
intereses y conflictos la
consecuencia social seguramente no
será buena.
La diferencia práctica entre 43 y 73
meses de reducción de costos en
relación a terapias medicamentosas
para demorar la atención
colaborativa de enfermeros
especializados en atención
domiciliaria de pacientes críticos
(caso del Alzheimer) es una ficción
que sólo contribuye a retardar y
agravar la consecuencia inexorable.
Si la bioética se sustenta por este
criterio… algo anda muy mal en
nuestras cabezas (o en la de
aquellos que hacen semejante
propuesta).
Mientras vemos una realidad
distorsionada, el tsunami de los
costos en salud continúa su
crecimiento. Creer que la ola se
diluirá en el océano es algo
semejante a creer que mañana
estaremos en capacidad de tapar el
SOL con nuestras manos.
Las nuevas drogas introducidas desde
los noventa hacia aquí reducen
efectivamente el riesgo de muerte de
numerosos pacientes afectados por
distintas patologías, pero hay algo
que las estadísticas no miden y que
la gestión no evalúa: ¿cuál es la
situación personal y social que
enmarca a ese enfermo?; ¿su calidad
de vida es efectivamente buena o
apenas es costo-efectiva para el
sistema económico que la contiene?;
¿cuál es el costo-beneficio social
además del personal?; ¿los derechos
e intereses y capacidades del
enfermo se encuentran garantizados
por la terapia que se le
administra?; ¿qué consecuencias
tardías no se han tenido en cuenta?;
¿cómo afecta su terapia al grupo
familiar y al entorno social?; etc.
Los cuadros, las estadísticas en
general, responden a los intereses
económicos y sus respectivas
variables, y quizás esté bien que
así sea. Pero… ¿Y la persona?, ¿qué
hay de ella y su destino?, ¿qué
diferencia cierta hay en que un
paciente con cáncer terminal muera
dentro de tres meses en vez de
hacerlo mañana?, ¿qué diferencia
cierta proponen las “nuevas
entidades moleculares”
farmacológicas que proveen
tratamientos que no modifican la
fecha de muerte de la paciente ni
mejoran su calidad de vida, aunque
sí impactan en la equidad necesaria
de los sistemas públicos de salud?,
restándoles tratamientos a terceros
necesarios que merecen tanta
consideración como los considerados
terminales… y entonces, sigue la
pregunta: ¿quién asume el
sufrimiento y la degradación
psíquica de aquéllos?, ¿las
estadísticas? ¿la gestión virtual?
Debemos establecer una nueva
discusión social de fondo antes que
nos creamos que esto que estamos
haciendo es ético y correcto. Esto
degrada la condición humana tanto
como su calidad de vida y resta
dignidad a las personas invadiendo
sus derechos íntimos. No aparece
como bueno. Mucho menos como ético.
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