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Otro año comienza a despedirse, y si hacemos un fugaz
repaso de lo que la prensa relevó como noticias más
significativas a lo largo de este 2010, encontramos los
siguientes puntos: la problemática de la desnutrición,
cuyo cortejo desencadena infecciones por
inmunodeficiencia y bloqueo del desarrollo físico y
mental; infecciones hospitalarias, aumento de cuotas de
prepagas, cuestionamientos de compras en hospitales,
saturación de pacientes en clínicas privadas, abuso en
la prescripción de antibióticos, muerte de mujeres por
complicaciones en partos, reforma de salud impulsada por
el presidente estadounidense Barack Obama, y otras
cuestiones. En cierto modo, nada nuevo, aunque los
medios busquen a toda costa instalar cada noticia como
una ruptura con todo lo conocido.
Pero esa compulsión por descubrir supuestos fenómenos,
nuevas tendencias, o frases altisonantes, excede a las
empresas periodísticas. Ocurre también en el propio
ámbito de la atención médica. Y uno de estos ejemplos lo
encontramos en la idea de practicar una “medicina basada
en la evidencia”, como panacea actual para resolver los
problemas sanitarios. “Evidencia”, claro está, genera la
sensación de claridad, de testimonio irrefutable de
algo, de prueba concreta que nos lleva a descubrir la
causa, sea de un crimen, sea de una patología. ¿Cómo
resistirse ante esa promesa?
Esta llamada “medicina basada en la evidencia”, se apoya
en normas y reglas producto de la demostración de
probabilidades significativas estadísticamente; el
intento de descartar la simple influencia del azar; y
permitir una generalización que posibilita conclusiones
provisorias. En suma, esta modalidad termina siendo
utilizada por la actividad gerencial para el tratamiento
de enfermedades, y no de enfermos. Con estos rasgos, la
“medicina basada en la evidencia” propone,
peligrosamente, mecanizar el accionar médico al
pretender una infalibilidad que en la ciencia no existe.
Pareciera ser más un tipo de asistencia médica impulsada
para ofrecer una falsa sensación de seguridad y de
racionalidad, y que promete soluciones categóricas. Por
eso decimos que surge más de criterios gerenciales que
de criterios médicos. Si algo tiene la evidencia
científica es que nunca es irrebatible. Al contrario, la
irrebatibilidad es contraria a la ciencia.
Recordemos que Karl Popper decía que una hipótesis es
científica cuando admite situaciones que, en caso de
darse, la demostrarían falsa. Nada más alejado de la
idea de una “medicina basada en la evidencia”,
entendiendo a ésta como algo irrefutable, como un camino
sin desvíos que va desde el hallazgo de un síntoma hasta
la cura total.
Por el contrario, “la medicina basada en la
investigación científica”, se apoya en la percepción a
través de la exploración, y de la elaboración de
síndromes y diagnósticos diferenciales, utilizando
exámenes complementarios según criterios de sospecha,
aproximación y certeza. Estas técnicas posibilitan la
reflexión, y ésta, sumada a la experiencia, permite el
discernimiento, para aplicarlo al caso singular. Se
emplean los aportes científicos, pero sin transportarlos
al caso individual. Y, lo que es más importante: si para
el arte no hay evidencias, para la ciencia no hay
certidumbres. En la ciencia, la verdad es provisoria y
aproximativa.
Sin duda, hay que recolectar las evidencias científicas
y aplicar criteriosamente a los casos clínicos. Pero no
hay que pretender que reemplacen a la medicina basada en
la investigación científica, verdadero baluarte que, por
aproximaciones sucesivas, enriquece nuestro conocimiento
del campo de la salud, y en particular del cuerpo
humano.
Hay que dejar la obsesión por tratar de seguir supuestas
novedades, y volverlas un fetiche al que habría que
adorar. En lugar de desesperarse por soluciones mágicas,
hay que reforzar el vínculo entre los distintos
componentes del campo sanitario, para que conformen un
verdadero sistema. Retomando el pensamiento de Karl
Popper: “Más que trabajar por bienes abstractos, se
debería trabajar por la eliminación de males concretos”.
TRIADA
Aplicar el conocimiento científico, decíamos, es
indispensable, En ese sentido, desarrollar un eje
científico-productivo en la Argentina es un paso clave
para el fortalecimiento de la Nación. Se debe buscar una
mayor articulación académico-empresarial, con miras a
diseñar el país del presente, a través de una
interacción fértil entre el sector público, el privado y
las universidades.
Revitalizar la ciencia implica consolidar un escenario
con cuatro actores principales: el gobierno (ya sea a
nivel nacional, provincial o regional), la Universidad,
los empresarios y la sociedad civil. Hay que generar el
cambio cultural que produzca la interacción entre estos
actores, para que esta alianza enfrente la pobreza y la
degradación social que ella arrastra.
Se trata de un sendero genuino de desarrollo social,
cultural, económico, para ir más allá del poder
político, de la simple educación e investigación y de la
especulación financiera. La capacidad regional generada
por una tríada de actores tiene que impactar y estar al
servicio de una vida digna. Amalgamar e integrar los
componentes esenciales de este campo reducirá las
brechas que acentúan la injusticia y la inequidad.
En este sentido es fundamental la inyección de recursos
hacia las universidades. La salud del país necesita
casas de altos estudios con investigaciones bien
establecidas, departamentos académicos sólidamente
acreditados, y con una infraestructura eficiente.
Innovar, incentivar e involucrarse en un plan maestro
deben ser las tareas de la Universidad en una nueva
configuración sanitaria.
La Universidad posee el insumo clave del conocimiento y
la formación de los recursos humanos. Debe poder
generarse, entonces, una serie de nuevos negocios, con
el apoyo del Estado y del sector privado, para que a la
vez contribuyan aumentando los ingresos fiscales. Ese
circuito implica desplegar verdaderas “sociedades y
economías del conocimiento”.
Sabemos que el Estado no puede monopolizar la salud.
Pero también sabemos que el sector privado no debe
liderarlo. El rol del Estado es armonizar las
singularidades y evitar la segmentación de la sociedad,
para ser el garante del derecho a la salud, que debe ser
entendido como: el derecho a un acceso equitativo,
adecuado y oportuno a los servicios de salud, con
igualdad de utilización para igual necesidad,
garantizando su calidad.
En definitiva, se trata del bienestar de las personas
que viven en nuestro suelo. Recordemos que el preámbulo
de la Constitución habla de: “promover a la defensa
común, promover el bienestar general y asegurar los
beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra
posteridad y para todos los hombres del mundo que
quieran habitar el suelo argentino”. Y la reforma
constitucional de 1949, le agregó la siguiente frase:
“la irrevocable decisión de constituir una Nación
socialmente justa, económicamente libre y políticamente
soberana”.
Por lo tanto, la salud es un derecho humano y al mismo
tiempo un derecho social, que debe ser promovido con una
iniciativa pluralista, una actividad participativa y con
instrumentos y herramientas que se asienten en
estructuras adecuadas, con planificaciones estratégicas
basadas en las posibilidades científico-técnicas que hoy
poseemos. Una planificación estratégica, que incluiría
la interacción antes mencionada entre sector público,
sector privado y universidad, podrá afrontar tanto la
distorsión en la distribución de la riqueza, la
inequidad en el acceso a los servicios de salud, y la
ineficiencia en la asignación de recursos que llevan al
malgasto de recursos dentro del plano sanitario.
Más que de buscar novedades al servicio del marketing,
es tiempo de invertir en ciencia y en potenciar el
trabajo en conjunto de los eslabones del sistema
sanitario, para que la búsqueda del bienestar social
deje de ser una mera intención.
Ignacio Katz. Doctor en Medicina (UBA)
Autor de: “En búsqueda de la Salud Perdida” (EDULP,
2006). “Argentina Hospital, El rostro oscuro de la
salud” (Edhasa, 2004). “La Fórmula Sanitaria” (Eudeba,
2003) |
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