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El
título del artículo remite al nombre
de un libro del profesor Lucien Sfez,
autor francés de publicaciones
vinculadas a la comunicación y a las
ciencias políticas. El prólogo de
ese libro en español, escrito por
Pablo Rodríguez, ilustra claramente
el objetivo de ese título: La utopía
de la salud perfecta.
“Mientras los medios anuncian con
gran regularidad el descubrimiento
de los genes responsables del
hambre, la criminalidad, los
nervios, el amor o el gusto por tal
o cual música, las ciudades
argentinas se acostumbran mansamente
a la oleada antitabaco y los obesos
claman con un abrazo al Congreso
para que se los reconozca como
enfermos, todo ello enmarcado por la
sensación de una catástrofe
ecológica inminente anticipada por
los cambios climáticos. Todos
estamos enfermos: la Tierra, el
aire, los hombres. No sabemos de
qué: podemos expresar o no la
enfermedad, podemos saber que la
tenemos sin sentirla o, más aún,
podemos ser conscientes de una
enfermedad que no sabemos ni
siquiera si se manifestará, con lo
cual tampoco sabremos en qué momento
estaremos enfermos. Sólo una certeza
puede atisbar en esta histeria
colectiva: la salud no existe, pero
el que quiera atentar contra ella
(fumando, usando desodorante,
comiendo hamburguesas) es un
criminal.”
Concluye entonces el autor que la
salud perfecta se ha convertido en
la utopía del siglo en curso, en el
imperativo categórico de esta época.
Para quienes estamos cerca de los
cincuenta (un poco por encima o por
debajo) recordaremos aquellas
memorables publicidades televisivas
de Claudia Sánchez y “el Nono”
Pugliese, que recorrían el mundo
mostrándonos lo sofisticado y
“cancheros” que seríamos fumando los
cigarrillos que promocionaban. Hoy,
una pareja en una actitud similar
sería denostada públicamente, amén
de señalar que hoy la legislación
argentina prohíbe tal publicidad.
Este ejemplo pretende servir para
analizar en estas pocas líneas cuál
es el entorno sociojurídico en el
que se desarrollan los sistemas de
salud en la actualidad. Y para
muestra bastan dos aspectos:
a) La relación médico – paciente:
Desde la reforma de la Constitución
Nacional en 1994 en donde aparece
expresamente la mención del derecho
a la salud la realidad ha demostrado
un quiebre en la relación
médico–paciente. El acceso a la
información (buena o mala), la
pérdida de la consideración del
galeno como un experto y las nuevas
normativas que habilitan el derecho
del consumidor, han transformado ese
vínculo en uno “de igual a igual”.
La pérdida de liderazgo social de
los profesionales ha sido notoria en
estos últimos tiempos, al punto que
hoy tratan en los medios de
comunicación -con total naturalidad-
las consecuencias físicas que
soportan frente a agresiones de
particulares principalmente en
hospitales públicos. Pero hay algo
para celebrar en todo esto: que el
médico ya no es más el propietario
de la salud del paciente, sino
solamente el depositario del
conocimiento del arte de curar.
En este sentido, la ley de medicina
prepaga (ley 26.682) ha hecho un
aporte negativo a esa consideración,
desde que conceptúa a los sujetos
individuales como “usuarios” de un
servicio, calificación que los
acerca más a la categoría de
clientes que a la de beneficiarios.
Téngase en cuenta que hay muchas
obras sociales inscriptas -por
imperativo legal- en ese registro y
tienen “beneficiarios”, no clientes
ni usuarios.
La aparición de los sistemas
gerenciados de salud amplía la
posibilidad de brindar atención
médica, pero la someten a una
argumentación económica.
b) La incorporación de coberturas
A partir de los últimos años,
podemos encontrar diferentes
ejemplos de incorporaciones de
cobertura al Programa Médico
Obligatorio por vía legal, de
aquellas “enfermedades” modernas.
La vieja premisa de la OMS de que la
salud es un estado de completo
bienestar físico, mental y social, y
no solamente la ausencia de
afecciones o enfermedades, se ha
visto complementada por la
calificación de “enfermedad” de
situaciones de la vida que antes no
lo eran.
A modo de ejemplo, para un ser
humano ser fértil o no era una
premisa de la naturaleza, que hoy se
ha transformado -recientemente por
vía legal- en calificar la
infertilidad como una enfermedad.
La ley de identidad de género (ley
26.743), que refiere a la “identidad
autopercibida” , más allá de si se
corresponde con el sexo asignado al
momento del nacimiento, nos llevará
seguramente a replantear la relación
médico–paciente.
Otro ejemplo es la conocida como ley
de derechos del paciente (ley
26.529) que reconoce la facultad del
beneficiario de aceptar o rechazar
determinadas terapias o
procedimientos biológicos con o sin
expresión de causa.
Todas ellas, usadas reiteramos a
modo de ejemplo, nos llevan a pensar
que el marco sociojurídico en que se
desarrolla hoy la cobertura de salud
ha cambiado sustancialmente.
La pregunta que debemos formularnos
entonces es: ¿si las coberturas
aumentan, si hemos pasado a
reconocer -a través de cambios
normativos- derechos en lugar de
enfermedades, quién se hará cargo de
los costos de todos los
tratamientos?
¿La incorporación de derechos supone
cambios en la financiación de la
cobertura?
Desde la organización social en que
se cimienta nuestro sistema, la
salud pública ha sido
responsabilidad de los gobiernos, la
de los trabajadores organizados de
la seguridad social y para quienes
pueden pagarlo, existen desde hace
más de cuarenta años las empresas de
medicina prepaga.
La legislatura actual, casi como
método permanente, ha avanzado en el
reconocimiento de coberturas (léase
derechos) en todos los sistemas de
salud, tanto público como privado y
seguridad social. Pero en ninguna de
las últimas incorporaciones -salvo
el caso de la ley 26.862 de
reproducción médicamente asistida,
aunque sólo para el sistema público
nacional- se hace mención a la
necesidad de incrementar los
presupuestos ante el aumento de la
cobertura.
En consecuencia, las condiciones
sociales en las que se desarrolla la
cobertura determina que no hay una
diversidad de enfermedades curables,
sino una sola enfermedad determinada
por el “mal-estar” del individuo. Y
ese mal estar responde a la
valoración de la época.
Quizás la pregunta que debe
encontrar una respuesta es quién se
hará cargo de la desigualdad
intergeneracional de la
incertidumbre sobre el
financiamiento de los sistemas en el
futuro |