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Cuando el
marketing y los sondeos de opinión son más relevantes
que las ideas hay una rara comprobación: la salud no es
una prioridad argentina, aunque no se compadece con las
demandas crecientes de más y mejores servicios.
A su vez, el sistema oficial que monitorea la condición
de vida y el nivel socioeconómico muestra un país que no
es, y en base a tal falsedad se diagnostican y agendan
las políticas públicas. Por otra parte, la recuperación
económica y el auge consumista intentan desplazar de la
visión y el debate público las evidencias de una
sociedad con distribución inequitativa del progreso
social.
Los servicios públicos mostraron poca sensibilidad a la
mejora macroeconómica; no se advierten progresos
sustantivos en el acceso a servicios de salud de calidad
para los sectores más vulnerables y se cristalizaron
brechas en su inequitativa distribución. El Estado es
capaz de generar importantes niveles de consumo y
prestar nuevos servicios, pero no de asegurar su llegada
a todos.
Las familias buscan (cuando les es posible) resolver no
ya la calidad sino, al menos, un lugar donde atenderse
en la mejor condición posible, y la medicina prepaga
apareció como opción para aquellos que pueden pagarla.
Su población aumentó, y el gasto en cuotas pasó de 17 a
30%, entre 2005 y 2012.
La búsqueda alternativa de salud y escuela privada, que
viene ocurriendo hace años, es preocupante pues refuerza
la idea de que escuela y hospital públicos son para
pobres, y ese mensaje peligroso cuestiona la solidaridad
esencial para edificar un sistema integrado de salud que
debiera basarse en un sector público en condición de
competitividad.
La tendencia a privatizar la responsabilidad por la
atención de salud desdibuja la noción de derecho,
cuestiona la integración social y evidencia la ausencia
de una política de salud que establezca dirección y
articulación entre sectores.
La salud es un bien social, pero cuando se reduce a bien
comercializable, el Estado es ineludible en la
definición de los niveles socialmente aceptables de su
mercantilización. En un país justo, con buena
distribución de la riqueza y políticas públicas
consistentes, la medicina prepaga no es una opción
clave.
En todos los países con esas condiciones, el sector de
la medicina prepaga es minoritario y reservado para
servicios complementarios del sistema público, que
garantiza a todos los ciudadanos acceso a servicios en
condiciones igualitarias de calidad y oportunidad. La
necesidad de pagar una cuota mensual para estar
protegido, y la compulsividad de la sociedad por tener
acceso a esa posibilidad, no hacen más que ratificar la
falta de dicha garantía en la Argentina.
Esta situación parece alejarnos cada vez más de una
salud pública de mayor calidad, con más atención
primaria y menos hospitales, como quería Ramón Carrillo.
Los avances legislativos están muy lejos de resolver el
problema, mucho menos la cobertura universal de la
población, y avanzan en sentido contrario, cuando se
preocupan de garantizar condiciones de acceso, calidad y
respeto de derechos al 50% de la sociedad de mayores
ingresos y cobertura, mientras exceptúan al Estado de
garantizarlas para los más desprotegidos (el PMO sólo
garantiza servicios para quienes tienen obras sociales y
medicina prepaga, pero no para los que tienen cobertura
del sistema público), para quienes la accesibilidad
sigue siendo una cuestión incierta y dificultosa.
Debieran repensarse parámetros éticos, cuando la
medicina privada, que ocupa un lugar abandonado por el
Estado, es “atacada” por los mismos que utilizan sus
servicios y no los del sistema público, o hablan de
ampliación de derechos mientras olvidan las
obligaciones, al no garantizarlos para todos.
La salud es un bien social que no tiene la condición de
bien de consumo privado. Su uso debe ser de acuerdo a
necesidades (no demandas) expresas, y su usufructo no
debe lesionar legítimos derechos que a su acceso-en
igual condición de calidad- tiene el conjunto de los
ciudadanos. Que una porción de nuestra sociedad lo
interprete como objeto de consumo no hace más que
profundizar las diferencias de acceso y calidad que
existen, en detrimento de los más pobres, que no tienen
cultural y efectivamente “voz” para reclamar ante
órganos de defensa del consumidor, estos órganos han
quedado asumidos como responsables del control de una
relación de consumo que contradice explícitamente la
idea de un sistema de salud integrado, solidario y
universal. Así, los pobres tienden a desaparecer de la
visión pública y permanecen pasivos ante acontecimientos
dolorosos. Aprendieron en salas de espera, colas
incómodas y demoras interminables a esperar con
impotencia que les acerquen un alivio, que
frecuentemente se traduce en una asistencia magra.
Hay dos “saludes”: una para quienes pueden pagarla y
reclaman como consumidores, y otra para pobres, para los
sometidos a esperas largas, resignados y desafortunados.
Pobres que sin dinero o contactos son obligados a
soportar todo tipo de indignidades: que su tiempo no
importe; que abandonen la esperanza; que piensen que
cualquier cosa que puedan hacer será inútil. Estos
pobres, fuera de la salud, no aparecen en las encuestas
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