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Columna


En salud las diferencias matan,
y la indiferencia también…

  Por Rubén Torres; Patricia D’Aste * y Mario Glanc**

  
Los argentinos contamos con uno de los sistemas de salud más inclusivos de Latinoamérica; casi no existe lugar en el que un habitante requiera servicios de salud y no pueda recibirlos. Dedicamos casi 9 de cada 100 pesos al cuidado de nuestra salud, y ese gasto dividido por el número de habitantes, arroja uno de los gastos en salud más altos de América. ¿Es entonces por falta de financiamiento que el sector de la salud esta estancado?; no pareciera: hay hospitales y unidades de atención recién construidos en todo el país (aunque no funcionan a pleno por falta de profesionales y técnicos); los carteles anuncian por doquier obras públicas destinadas a salud; las obras sociales cubren tratamientos cuya efectividad está en debate en los países del primer mundo.
Una mirada sobre los resultados que obtenemos, promediando los logros de todos los argentinos, parece arrojar conclusiones optimistas: vivimos más; mueren menos niños antes de cumplir 1 año y son más las posibilidades de vivir una vida exenta de discapacidades o secuelas; contamos con un número de médicos mayor que casi todo el resto de los países de la región y una industria farmacéutica pujante; pero esto pareciera ser una ficción propia de la “tiranía” estadística, pues no significa que todos los argentinos gozamos de buena salud o que los servicios asistenciales ofrecen una respuesta de igual calidad, seguridad, oportunidad y eficacia para todos.
La efectiva protección en términos de salud depende de variables que no están relacionadas con lo que efectivamente cada uno necesitaría si enfermara, sino con la posición en el inequitativo escenario de nuestra sociedad, la calidad y el resultado de lo que cada uno reciba dependerá de ello y no de su necesidad: de si posee o no obra social (y cuál, ya que las diferencias entre ellas son grandes); de donde viva (la probabilidad de morir de un recién nacido formoseño es 2,5 veces mayor que la de uno de la región norte metropolitana; y la de este, 2 o 3 puntos menor que uno de la zona sur de la misma región ); qué y cuánto coma, si le alcanza para pagar los remedios (con niveles de pobreza mayores del 25%); si tiene agua potable, cloacas o gas natural (que sólo tienen el 60, 87 y 67% de los hogares del AMBA respectivamente); el nivel educativo que haya alcanzado o si le “subió la prepaga”.
En la práctica, una salud para quienes puedan pagarla y otra para quienes sólo reciben lo que pueden en reemplazo de lo que necesitan.
Silenciosamente, y a diario (porque pocas veces son noticia), unos hacen cola en la madrugada esperando un número salvador que les permita atenderse ese día; mientras otros llaman médico a domicilio; y otros esperan ambulancias que no llegan a sus barrios carenciados por falta de seguridad, o porque las calles son intransitables; unos compran medicamentos de dudosa necesidad con descuento, mientras otros compran medicamentos imprescindibles a cuenta de su magro salario; unos esperan en guardias abarrotadas de hospitales en cuyas escalinatas duermen varias personas y atienden médicos y enfermeras amenazados por la violencia, agobiados por el pluriempleo o vencidos por la falta de motivación. La respuesta parece ser la indiferencia de la política, pero cuando un niño muere desnutrido, un adolescente sucumbe ante la droga; un anciano es abandonado a su suerte, una mujer es golpeada por su pareja; una niña es abusada en su hogar o alguien cambia su pronóstico de sobrevida por un cáncer, y el sistema no responde, la indiferencia mata.
Por indiferencia hemos dejado al sistema de salud sin una conducción que lo piense a largo plazo, librado a discusiones que poco tienen que ver con la salud pública o a legislaciones que emparchan atendiendo problemas puntuales que son necesidades de algunos pocos. Llega el tiempo de abandonar la indiferencia sobre esa salud desigual y fragmentada y fijar la vista en la diferencia entre esos unos que tienen el beneficio de la pertenencia y aquellos otros que sólo poseen la condena de la exclusión.


* Patricia D’Aste es presidenta de SADAM
**Mario Glanc es Director de la maestría en sistemas de salud y seguridad social de la U. ISALUD.

 

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