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Mientras transcurre la epidemia del dengue y otros
socios virales, un enemigo más silencioso, pero no menos
importante y letal para la salud pública parece
desapercibido o no observado en toda su dimensión. La
enfermedad emergente más peligrosa parece ser hoy la
resistencia bacteriana. Reconocer su impacto, y el costo
que implica e implicará a futuro para los sistemas de
salud es una asignatura pendiente. La propia
Organización Mundial de la Salud estima que la humanidad
podría quedar desprotegida frente al embate de numerosas
enfermedades, resultado de la progresiva “neutralidad”
con que las bacterias responden frente a los
antibióticos.
El mundo se ha saturado de antimicrobianos como
resultado de años de presión de la industria
farmacéutica sobre los profesionales para su uso tanto
en humanos como en animales. En países donde éstos
pueden ser adquiridos sin receta médica, el alza y
propagación de la farmacorresistencia ha empeorado más
las cosas. De forma análoga, en los sistemas de salud
que carecen de protocolos, los profesionales tienden a
prescribirlos -y la población general a consumirlos- en
cantidades excesivas e inadecuadas. Entre 2000 y 2010,
el uso de antibióticos aumentó un 36 %. Los países que
más lo hicieron fueron los denominados BRICS (Brasil,
Rusia, India, China y Sudáfrica) con un 76 % de peso
relativo.
Se habla de más de 20.000 genes potencialmente
resistentes sobre una cifra de 400 tipos de bacterias
diferentes. El término “superbugs” o superbacterias
refiere a microbios con mayor generación de
morbimortalidad, debida a mutaciones múltiples y altos
niveles de resistencia terapéutica. En la actualidad,
tres de las superbacterias más notorias son el
Clostridium difficile, la Enterobacteriaceae resistente
a los carbapenemes (ERC) y el Staphylococcus aureus
resistente a la meticilina. Estas dos últimas se han
convertido en principales responsables de infección
intrahospitalaria, y principales patógenos de la
comunidad de mayor virulencia. La tasa de ERC en
ciudades analizadas de EE.UU. llega a 2.93 infecciones
por 100.000 personas, y los expertos advierten sobre la
posibilidad del regreso a una era preantibiótica.
Un estudio de Taylor & col solicitado por RAND Europe
estima que, de no plantear acciones drásticas, el
aumento de infecciones por formas resistentes, pueden
provocar -en proyección estadística al año 2050- más de
10 millones de muertes/año, con pérdidas de producción
económica estimada de u$s 100 billones. Concretamente,
el impacto sobre la morbilidad y mortalidad que
provocaría un fenómeno de resistencia absoluta llevaría
a una contracción económica promedio del Producto Bruto
Interno mundial del orden del 0,06 % al 3,1 %, con un
gap que iría de 2,3 % para los países más desarrollados
a 10 % en África Subsahariana. Dado que estas pérdidas
de PIB resultan ser anuales, el acumulado oscilaría
entre los u$s 124 y los u$s 210 billones.
Ahora bien. Más de 80 BigPharma, y ocho asociaciones
representantes de la industria farmacéutica, han
impulsado a los gobiernos durante el último Foro
Económico 2016 de Davos - Suiza - a trabajar en forma
conjunta en la lucha contra las superbugs. Esto
significa, en pocas palabras, enfrentar en forma
perentoria y efectiva las infecciones resistentes a un
sinfín de medicamentos circulantes en el mercado
farmacéutico mundial. Estiman que, de no ser así, en
pocas décadas podrían morir decenas de millones de
personas. La posición de la industria farmacéutica no es
altruista ¿Cuál es la causa de su actitud? En primer
lugar, al año 2007 más del 70% de las bacterias ya se
mostraba resistente a al menos una de las moléculas
presentes en el mercado. Y las infecciones por bacterias
multirresistentes habían pasado a ser una de las tres
principales causas de mortalidad en Estados Unidos, con
incrementos del 58% en el número de fallecidos. Además,
esta declaración se produce poco después de la
advertencia de China respecto del hallazgo de un gen
denominado ‘mcr-1’, causante de que las bacterias estén
mostrando máxima resistencia a todo antibiótico
conocido.
El problema es que se empiezan a perder batallas sin
encontrar armamentos más efectivos. Las seis principales
BigPharma (Pfizer, Johnson&Johnson, Merck, Roche, Glaxo
Smith&Klein y Novartis) son algunas de las que aparecen
firmando este particular llamado a la acción colectiva.
Durante el período 2008 -2013, menos del 1% de los
fondos de investigación del Reino Unido y del resto de
Europa- en su mayoría países de origen de estas
BigPharma junto a Estados Unidos – fueron destinados a
proyectos de investigación de antibacterianos, casi
excluidos de la pipeline de la industria farmacéutica.
Mientras tanto, las consecuencias sobre los pacientes
afectados se volvieron relevantes no sólo en términos
sanitarios sino económicos. Se ha estudiado en EE.UU. el
efecto de la resistencia bacteriana en las unidades de
terapia, con un costo anual por infecciones
intrahospitalarias que ronda los u$s 4 billones/año. En
la Unión Europea, dicha resistencia provoca anualmente
25.000 muertes, con un costo estimado de u$s 1.500
millones entre gasto sanitario y pérdidas de
productividad.
A pesar de esto, un estudio del 2004 exponía que, sobre
500 nuevas moléculas en desarrollo, sólo cinco
correspondían a antibióticos. La FDA admitió que entre
1998 y 2003 nueve antibióticos o moléculas diferentes a
las ya existentes habían sido patentadas, con 6 de ellas
en trials clínicos Fase II o III. De esas nueve, sólo
cuatro eran auténticas innovaciones, poseedoras de un
mecanismo de acción diferente u otra fórmula química. De
las empresas líderes ya mencionadas, Pfizer era dueña de
tres de las patentes, con sólo dos incluyendo un nuevo
mecanismo de acción. En tanto, la tercera era una
reformulación terapéutica de la azitromicina. Por su
parte, Merck, Bristol Myers y Sanofi Aventis no
registraron ninguna patente hasta 2004, año en que la
última desarrolló la telitromicina. Tras su aprobación
por la FDA para comercialización, con una eficacia no
mayor a las existentes en mercado, dos años después
debió ser retirada del mercado por problemas de
seguridad, al producir lesiones hepáticas severas y
muerte.
Durante más de una década, la estrategia comercial de
las farmacéuticas se basó en encontrar un nuevo efecto
terapéutico para un antibiótico ya patentado, para
transformarlo en evergreen. A esto se sumó la dificultad
en lograr diferencias significativas sobre efectividad y
seguridad comparada de nuevos desarrollos, o encontrar
terapias más potentes para bacterias más resistentes. El
resultado fue un bajo ritmo de I+D en antimicrobianos y
muy pocas patentes otorgadas. También ciertas decisiones
de los reguladores generaron en los laboratorios menor
incentivo a investigar esta banda terapéutica. Todo se
agravó cuando paralelamente -entre 2001 y 2014- cayeron
al “abismo de las patentes” ocho moléculas de primera
línea, como la ceftriazona, la amoxicilina +
clavulanico, el cefepime, la claritromicina, la
piperacilina + tazobactan, la levofloxacina, la
moxifloxacina y la linezolida, rápidamente reemplazadas
por genéricos. De esta forma, la edad dorada de los
antibióticos parecía estar llegando al ocaso. El market
share de las empresas respecto de tal banda terapéutica
resultaba francamente escaso, y la industria en general
parecía haber perdido interés en investigar moléculas
químicas cuyo beneficio económico no era significativo.
Hasta que apareció la súbita declaración de Davos.
Un informe 2014 editado por la Organización Mundial de
la Salud (OMS) -primero de carácter mundial referente al
avance de la resistencia a los antimicrobianos, en
particular a los antibióticos- reveló que esta amenaza,
de singular gravedad, había dejado de ser una previsión
a futuro. Se trataba de una realidad que podía afectar a
cualquier persona de cualquier edad en cualquier país,
más allá de las bondades o defectos del Sistema de Salud
que le proveyera de cobertura. Ya en el año 2001, la OMS
había anticipado el tema, promoviendo una estrategia
mundial que, entre otros puntos, aconsejaba fomentar la
cooperación entre la industria farmacéutica, los entes
gubernamentales y las instituciones académicas para
investigar nuevos medicamentos y vacunas, y estimular
programas que traten de optimizar esquemas terapéuticos
en cuanto a inocuidad, eficacia y riesgo de creación de
organismos resistentes. Exhortaba también a incorporar
incentivos a la industria para procurar mayor inversión
en I+D sobre nuevos antibióticos, y estudiar
procedimientos acelerados de autorización para
comercialización, así como otorgar exclusividad de
patentes por un tiempo determinado y en período
abreviado. Lo cierto es que una u otra declaración no
parecieron causar ningún efecto sobre el mercado
farmacéutico.
Casualidad o causalidad, a lo largo del tiempo cada vez
fue resultando significativa la resistencia bacteriana y
más pasiva la actitud de las farmacéuticas mundiales
frente al tema, hasta que llegó la cumbre de Davos. Todo
parece la descripción simbólica del cuarto Jinete del
Apocalipsis sanitario, cuya amenaza no es más que el
resultado de la externalidad negativa que hemos
generado. Desde el defecto de no mejorar ciertos
determinantes sociales y sanitarios asociados a la
pobreza hasta el exceso de uso de antibióticos en el
campo de la salud humana y animal han promovido la
resistencia bacteriana tanto como contribuido a
debilitar la propia respuesta del organismo humano.
Ambas cuestiones perjudican. El problema es que sobre un
peligroso desconocimiento en salud pública y atención
médica del problema que origina la bacteria que muta,
reside la potenciación de las externalidades negativas,
que cuestan dinero y vidas y relativizan las positivas.
Como bien señala Gervas, “La resistencia a los
antibióticos es ejemplo de externalidad negativa: el
coste marginal social es mayor que el coste marginal
privado. El coste es monetario, pero también en
morbilidad y mortalidad, que muchas veces sufren
personas distintas a las tratadas innecesariamente con
antibióticos”. Será importante recuperar al menos un
equilibrio y buscar nuevas maneras de mantenerlo bajo
control, para evitar ya sea el pánico a lo desconocido o
la indolencia frente a lo conocido. Se trata de evaluar
costos y riesgos entre hacer y no hacer. Quizá sin
querer, como parte de una especie de determinismo
sanitario, hemos terminado discutiendo la eterna
frontera entre riesgos y beneficios
(*) Profesor Titular
- Cátedra de Análisis de Mercado de Salud -
Magister en
Economía y Gestión de la Salud - Fundación
ISALUD.
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