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El 1 de octubre es el Día Internacional de las Personas
de Edad, lo cual nos lleva a reflexionar sobre una
paradoja: el envejecimiento creciente de la población
supone un triunfo de la medicina y de las condiciones de
vida, a la vez que requiere de distintas condiciones
socioeconómicas, éticas y sanitarias.
Efectivamente, por un lado, se extiende cada vez más la
expectativa y calidad de vida de las personas mayores,
al punto que se habla ya de una cuarta edad (para
mayores de 80 años) y una juvenilización de los de
tercera edad (mayores de 60 años). Pero precisamente
este envejecimiento poblacional, acompañado de una baja
en la natalidad, implica el desafío de sostener una
pirámide demográfica que se angosta en su base y se
ensancha en las alturas. En nuestro país, que junto con
Uruguay, Cuba y Costa Rica se encuentra entre los de
mayor envejecimiento poblacional de la región, hay más
personas mayores de 70 años que menores de 10.
El desafío es doble. Por un lado, el envejecimiento como
proceso biológico universal, y por el otro, la
problemática demográfica y económica del envejecimiento
poblacional. Pero precisamente, ambas dimensiones pueden
abordarse de manera sinérgica con unas mismas
estrategias, al menos en algunos puntos esenciales.
Lo primero a tener en cuenta es que la vejez no es una
enfermedad sino una etapa de la vida que supone un mayor
estado de vulnerabilidad, es decir, una mayor exposición
a determinados factores de riesgo. Así como la pobreza
expone más a las personas a determinantes de
enfermedades, con la longevidad ocurre algo similar. Por
ejemplo, la disminución de la flexibilidad física y
psíquica como consecuencia del habitual sedentarismo, la
soledad y la pasividad que muchas veces se acompaña de
desnutrición (ya que comer no siempre significa
nutrirse) que predispone a contraer infecciones y
situaciones que a la vez se potencian con el descuido y
la dependencia, y hasta la denigración (engaño, fraude,
estafa, sometimientos físicos y farmacológicos). Estos
son algunos de los males que acechan a la vejez.
Pero estos problemas pueden afrontarse. Tanto el cuerpo
como la mente pueden postergar su merma con actividad
física y cognitiva. Y desde una perspectiva amplia, la
medicina debe distinguir, como dijimos, entre población
enferma y población vulnerable, pero además entre
necesidades y problemas, entre requerimientos y demandas
explícitas e implícitas, y en definitiva, entre
problemas reales y problemas aparentes de adaptabilidad.
Debe advertirse que para el “adulto mayor urbano” –un
ciudadano que vive en aislamiento y soledad en plena
ciudad– muchas veces la enfermedad, real o aparente,
resulta una compañía, una forma de sentirse vivo, y una
posibilidad de pertenecer a un grupo social: el de los
enfermos. Excluido del sistema laboral, ignorado por
gran parte de la comunidad y sufriendo la pérdida de
seres queridos de su misma edad, el adulto mayor siente
entonces que el estar o sentirse enfermo es una manera
de formar parte de la sociedad.
Separadas del mundo del trabajo, la inserción legitimada
de las personas mayores queda limitada al espacio
privado: las redes familiares y los amigos. Deviene así
la edad del rol sin rol. La soledad y el aislamiento
social constituyen un factor de riesgo equiparable a una
enfermedad. Según un estudio del Departamento de
Psicología de la Universidad Brigham Young sobre más de
tres millones de personas, la soledad acorta la
esperanza de vida un 30%, y el mismo Papa Francisco
afirmó recientemente que el abandono de los ancianos
constituye una “eutanasia disimulada”. Y agregó: “los
abuelos son como árboles vivos, que en la vejez no dejan
de dar frutos”.
Vale señalar una encuesta reciente realizada por
Observatorio de la Deuda Social Argentina, la cual dice
que 5 de cada 10 personas mayores sienten que no son
valoradas.
En la ciudad japonesa de Okinawa, que concentra
proporcionalmente la mayor población centenaria del
mundo y con mayor autonomía, el secreto consiste en que
los mayores se mantienen activos y que los más jóvenes
los reconocen como útiles para la comunidad.
Este punto es clave. El retiro laboral no significa, ni
debiera significar, el retiro de la vida. El trabajo es
un factor de realización personal, además de producción
y de integración social. Hay que superar la visión que
pesa sobre los adultos mayores como una “clase pasiva”
(a sabiendas de que toda pasividad lleva a la atrofia)
al margen del sistema productivo y, por lo tanto, como
“inútil” para los tiempos que corren. La jubilación
debería honrar su etimología y ser motivo de júbilo, no
de decadencia. Una nueva etapa, pero con una transición
y no una ruptura traumática.
Las políticas públicas no deben convertir a los adultos
mayores en objeto de asistencia, sino en sujetos de
derecho. Superar ser “objeto pasivo” y pasar a ser
“sujeto de dignidad”, transformándose en agentes de
producción. Deben elaborarse programas y proyectos que
no sean exclusivos para la tercera edad, sino programas
y proyectos concretos elaborados en conjunto entre
distintas entidades y grupos etarios. Es decir,
verdaderos Proyectos Productivos Intergeneracionales.
Para ello, se requieren unidades de gestión
intergeneracionales y de multioficios entendidos como
espacios de aprendizaje y de producción, donde las
personas mayores puedan enseñar y en forma simultánea
aprender conocimientos, saberes, prácticas y oficios con
personas de otras edades, y percibiendo retribuciones
económicas por esas tareas. De esta forma se mantiene al
adulto mayor en el esquema productivo, se lo valora como
persona útil, se fomenta la transmisión de conocimientos
entre generaciones y se contribuye a una mejor calidad
de vida. Se trata de consolidar su pertenencia a la
estructura social cumpliendo con la finalidad de un
envejecimiento sin crisis.
La sustentabilidad primaria de estas unidades debe estar
garantizada por la acción combinada de ANSES, Pami y
Universidades, a lo que sería enriquecedor agregar el
sector productivo privado dentro del marco de lo que se
llama Responsabilidad Social Empresaria, y a las
Organizaciones No Gubernamentales, cumpliendo así con el
principio de fusión de fines.
Se logra de esta manera el doble objetivo mencionado al
comienzo: un incremento de la vitalidad para los mayores
y un aporte a la sociedad de la que forman parte, con la
transmisión de saberes y capacidades que de otra forma
caerían en el olvido. De esta manera se trata de evitar
el despilfarro de la experiencia y la jubilación del
talento, que año a año abarca a un porcentaje creciente
de las sociedades.
El inciso 23 del artículo 75 de nuestra Constitución
Nacional consagra la igualdad real de oportunidades y
establece la obligación de instrumentar “acciones
positivas” en caso de grupos postergados, como los
longevos. En definitiva, se trata de la legitimidad del
imperativo moral de los derechos humanos básicos, como
lo es la dignidad de una vida plena e integrada a la
comunidad en todas sus etapas. Envejecer debe encararse
como un desafío. Ni edad pasiva, ni mera trasmisión de
experiencia fosilizada, sino una continua estimulación
de nuevos saberes y experiencias al capital vital ya
adquirido. Dice Silvina Ocampo, en su cuento Los
retratos apócrifos, que “nadie acepta ser viejo porque
nadie sabe hacerlo”. Tal vez debamos aprender entre
todos.
Director Académico de la Especialización en
Gestión Estratégica de Organizaciones de Salud
Universidad Nacional del Centro (UNICEN).
Autor de: “Salud y Políticas públicas” (UNICEN
2016) |
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