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Semanas atrás, el INDEC reveló los números oficiales de
la pobreza. No tenemos ni la de Alemania ni tampoco la
de un país centroamericano. Pero si bien ese 32% puede
significar mucho en números absolutos, el mayor problema
reside en la composición social relativa de sus
integrantes. El 47,4% de los niños, de entre 0 y 14 años
de todo el país, son pobres. Pero una cosa es medir
línea económica de pobreza como canasta básica de bienes
y servicios a la cual se puede o no acceder a su
consumo. Y otra es desagregar e identificar
porcentualmente dentro de este grupo a los pobres
estructurales, que han terminado cristalizados en esa
posición social. Son los que numéricamente desconocidos,
pero geográficamente identificables en los márgenes
urbanos, no sólo encuentran dificultades en acceder a un
ingreso suficiente para alcanzar esa línea y pretender
una mínima movilidad social ascendente. Sus mayores
dificultades surgen del daño colateral múltiple que
producen los déficits crónicos no resueltos sobre su
condición de vida y que los mantiene en un malestar
permanente. Carecer de vivienda digna, agua de consumo,
saneamiento ambiental básico, de trabajo y posibilidades
de acceder a buenos servicios de salud y educativos son
viejos males conocidos y no resueltos que potencian su
exclusión y marginalidad. Y los llevan a vivir en los
límites de una sociedad que, además, los estigmatiza en
el estereotipo del delito. El modelo de exclusión a que
quedan sometidos -parte de un fenómeno creciente de vida
en “guettos” aislados y amurallados por barreras físicas
artificiales que impiden su integración social- sólo
ayuda a profundizar su deterioro individual y colectivo.
Se transforman en una “infraclase” sin valor de mercado
-como sugiere Zygmut Baumann- alejada de la posibilidad
de consumir, y sólo visible desde el supuesto “peligro”
que representan para el resto del colectivo social.
El mayor problema de la exclusión es la interacción
directa entre el nivel socio económico y la salud a
partir de la habilidad cognitiva. Hace dos meses, la
revista Newsweek publicó un informe impactante llamado
“Pobreza y disrupción cerebral”. Se trata de un estudio
realizado por la Dra. Immordino–Yang, del Instituto del
Cerebro y la Creatividad de la Universidad de carolina
del Sur a lo largo de cinco años, destinado a entender
como la cultura, las relaciones familiares, la
exposición a la violencia y otros factores modelan la
mente humana. Setenta y tres adolescentes de familias de
muy bajos ingresos fueron sometidos a una serie de
videoclips basados en historias de vida contadas por sus
protagonistas, y luego evaluados por RNM registrando su
respuesta cerebral. Dos años más tarde se los volvió a
citar, repitiendo el test. Los resultados mostraron un
fenómeno perturbador: quienes habían convivido en un
entorno de pobreza significativa y violencia en su
vecindario mostraban imágenes de progresivo
debilitamiento de las conexiones neuronales y menor
interacción en tiempo real en áreas cerebrales
vinculadas con la conciencia, el juicio y los procesos
éticos y emocionales.
Esta investigación, parte de una secuencia denominada
neurociencia de la pobreza, se basa en la búsqueda de
correlación entre patrones cerebrales y entornos
particulares de deterioro socio-ambiental. Ha permitido
demostrar que la pobreza y varias circunstancias que
habitualmente la acompañan (violencia, exposición al
ruido, agresión familiar y abuso, contaminación,
malnutrición y falta de trabajo y de expectativas de
movilidad social) afectan las interacciones y el
desarrollo de conexiones neuronales en el cerebro joven.
Algo similar a lo observado en otro estudio publicado en
2015 en JAMA Pediatrics, donde niños de vecindarios muy
pobres mostraban bajos scores en test estandarizados,
gradiente que contrastaba con los patrones cerebrales de
quienes residían en hogares de ingresos más elevados.
Paralelamente, las imágenes de RNM registraban una
marcada disminución de sustancia gris (soporte del
procesamiento de la información y el comportamiento) en
el hipocampo (vinculado a la memoria), en el lóbulo
frontal (asociado al proceso de decisión, resolución de
problemas, control del impulso, juicio y comportamiento
social y emocional), y en el lóbulo temporal (procesos
de lenguaje, visión y audición y de conciencia de sí
mismo). Son estas áreas las que, asociadas, se vuelven
cruciales a la hora de seguir instrucciones, poner
atención y mejorar el aprendizaje global, claves del
logro educativo. Usar o no el cerebro tempranamente
durante la infancia determinará que las conexiones
neuronales se fortalezcan o reduzcan, condición que
variará en función de las características económicas y
sociales de las familias. Precisamente estas
características pueden usarse como una lente a través de
la cual analizar el patrón de desarrollo cerebral.
Aunque no se pueda definir con precisión en términos de
causalidad directa, la relación entre pobreza, salud y
capacidades futuras genera diferencias y desigualdades
de clase y comienza a correlacionarse en forma
científicamente evidente. Los estudios mencionados
advierten que las relaciones e interacciones con el
medio y los determinantes actúan modelando aquellas
áreas del cerebro que controlan el comportamiento humano
(por ejemplo, la habilidad de concentrarse en algo) e
impactan en el resultado educativo (como aprender a
leer). Y también aparece demostrada la conexión directa
entre el sistema de respuesta al estrés y el desarrollo
cerebral. Cuanto menor sea el NSE de los padres, mayores
las posibilidades de sufrir del estrés condicionado por
la situación de salud o financiera, y de transmitir el
estrés a sus hijos en la forma de relaciones
conflictivas o falta de relacionamiento. Las
manifestaciones de la pobreza, junto a la forma en que
la sociedad estigmatiza y trata a las minorías pobres
pueden tener un efecto devastador. Si ser pobre y estar
expuesto a la violencia social que rodea su contexto
estructural es inherentemente estresante, existirá
naturalmente un cambio en las estructuras cerebrales.
Las neuronas se activarán de forma diferente y se
alterarán las sinapsis. Y esto interferirá con el
desarrollo de las capacidades de los adolescentes para
planificar, establecer metas, tomar decisiones morales y
mantener su estabilidad emocional. Se vuelve urgente
enseñar a los niños que crecen pobres a enfrentar el
estrés del contexto de la pobreza desde una edad
temprana. Incluso si su basamento neuronal es débil
debido a la adversidad generada desde el principio.
Los investigadores sostienen que el cerebro dispone de
una neuroplasticidad (capacidad de modificar su propia
estructura y aumentar el número de conexiones
neuronales) más alta alrededor del nacimiento y la
primera infancia, que disminuye con el tiempo, aunque
sin llegar nunca a cero. Y que entre las edades de 15 a
30 existe un segundo aumento de plasticidad, que
significa que con entrenamiento y práctica suficiente,
adolescentes y adultos jóvenes pueden quedar preparados
para adaptarse al entorno conflictivo y superarlo. De
allí que los nuevos programas sociales requieran
centrarse no sólo en los niños sino también en sus
madres a veces adolescentes, quienes se criaron en la
pobreza y es poco probable que hayan desarrollado
suficientes habilidades para afrontarla y poder
transmitirlas a sus hijos. Si el estrés social de la
pobreza realmente conduce a este tipo de efectos y
modifica la configuración del desarrollo del cerebro y
el desarrollo biológico, sus efectos van a persistir a
través de toda la vida.
Repensar programas y políticas sociales y sanitarias
sobre las comunidades en condición de pobreza
estructural implica invertir recursos a lo largo del
tiempo y en forma continuada en acciones que apunten a
reducir los determinantes que la rodean. Se ha
demostrado la insuficiencia de los programas
focalizados, y hasta la relatividad de las
transferencias condicionadas. La contaminación, el
hacinamiento, el consumo de drogas y alcohol, el abuso y
la vulneración de los derechos sexuales y la violencia
doméstica, el trabajo infantil más la condición de
marginalidad obligada son factores que conducen a la
comisión de delitos que terminan fatalmente en contextos
de encierro, donde el deterioro social se potencia.
Quedarse discutiendo los números de la pobreza o seguir
encandilados por slogans mágicos para resolver la
educación o la salud de los que menos tienen y más la
necesitan, mientras el fenómeno del deterioro cerebral
parece discurrir naturalmente sin que se plantee el
esfuerzo necesario para evitarlo, resulta inadmisible.
En la medida que los recursos financieros se hacen cada
vez más inequitativos y restrictivos, las posibilidades
de las familias pobres de invertir en sus hijos también
se hace cada vez más desigual. Sin un debate en
profundidad sobre cómo generar un proceso integral que
tenga en cuenta esta problemática, difícilmente se
visualice el fantasma futuro que amenaza el destino
generacional de una parte importante de jóvenes y niños,
candidatos potenciales a quedar excluidos a futuro. No
hay peor pobreza que la de un cuerpo pobre en salud y un
cerebro pobre en educación. Seguiremos empeñados como
sociedad en perseguir consecuencias, a pesar que las
causas podrían revertirse si se tomaran las decisiones
políticas acertadas.
(*) Profesor Titular
- Cátedra de Análisis de Mercado de Salud -
Magister en
Economía y Gestión de la Salud - Fundación
ISALUD.
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