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Opinión


Pobreza, niñez, salud y desigualdad
El futuro comprometido

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


Semanas atrás, el INDEC reveló los números oficiales de la pobreza. No tenemos ni la de Alemania ni tampoco la de un país centroamericano. Pero si bien ese 32% puede significar mucho en números absolutos, el mayor problema reside en la composición social relativa de sus integrantes. El 47,4% de los niños, de entre 0 y 14 años de todo el país, son pobres. Pero una cosa es medir línea económica de pobreza como canasta básica de bienes y servicios a la cual se puede o no acceder a su consumo. Y otra es desagregar e identificar porcentualmente dentro de este grupo a los pobres estructurales, que han terminado cristalizados en esa posición social. Son los que numéricamente desconocidos, pero geográficamente identificables en los márgenes urbanos, no sólo encuentran dificultades en acceder a un ingreso suficiente para alcanzar esa línea y pretender una mínima movilidad social ascendente. Sus mayores dificultades surgen del daño colateral múltiple que producen los déficits crónicos no resueltos sobre su condición de vida y que los mantiene en un malestar permanente. Carecer de vivienda digna, agua de consumo, saneamiento ambiental básico, de trabajo y posibilidades de acceder a buenos servicios de salud y educativos son viejos males conocidos y no resueltos que potencian su exclusión y marginalidad. Y los llevan a vivir en los límites de una sociedad que, además, los estigmatiza en el estereotipo del delito. El modelo de exclusión a que quedan sometidos -parte de un fenómeno creciente de vida en “guettos” aislados y amurallados por barreras físicas artificiales que impiden su integración social- sólo ayuda a profundizar su deterioro individual y colectivo. Se transforman en una “infraclase” sin valor de mercado -como sugiere Zygmut Baumann- alejada de la posibilidad de consumir, y sólo visible desde el supuesto “peligro” que representan para el resto del colectivo social.
El mayor problema de la exclusión es la interacción directa entre el nivel socio económico y la salud a partir de la habilidad cognitiva. Hace dos meses, la revista Newsweek publicó un informe impactante llamado “Pobreza y disrupción cerebral”. Se trata de un estudio realizado por la Dra. Immordino–Yang, del Instituto del Cerebro y la Creatividad de la Universidad de carolina del Sur a lo largo de cinco años, destinado a entender como la cultura, las relaciones familiares, la exposición a la violencia y otros factores modelan la mente humana. Setenta y tres adolescentes de familias de muy bajos ingresos fueron sometidos a una serie de videoclips basados en historias de vida contadas por sus protagonistas, y luego evaluados por RNM registrando su respuesta cerebral. Dos años más tarde se los volvió a citar, repitiendo el test. Los resultados mostraron un fenómeno perturbador: quienes habían convivido en un entorno de pobreza significativa y violencia en su vecindario mostraban imágenes de progresivo debilitamiento de las conexiones neuronales y menor interacción en tiempo real en áreas cerebrales vinculadas con la conciencia, el juicio y los procesos éticos y emocionales.
Esta investigación, parte de una secuencia denominada neurociencia de la pobreza, se basa en la búsqueda de correlación entre patrones cerebrales y entornos particulares de deterioro socio-ambiental. Ha permitido demostrar que la pobreza y varias circunstancias que habitualmente la acompañan (violencia, exposición al ruido, agresión familiar y abuso, contaminación, malnutrición y falta de trabajo y de expectativas de movilidad social) afectan las interacciones y el desarrollo de conexiones neuronales en el cerebro joven. Algo similar a lo observado en otro estudio publicado en 2015 en JAMA Pediatrics, donde niños de vecindarios muy pobres mostraban bajos scores en test estandarizados, gradiente que contrastaba con los patrones cerebrales de quienes residían en hogares de ingresos más elevados. Paralelamente, las imágenes de RNM registraban una marcada disminución de sustancia gris (soporte del procesamiento de la información y el comportamiento) en el hipocampo (vinculado a la memoria), en el lóbulo frontal (asociado al proceso de decisión, resolución de problemas, control del impulso, juicio y comportamiento social y emocional), y en el lóbulo temporal (procesos de lenguaje, visión y audición y de conciencia de sí mismo). Son estas áreas las que, asociadas, se vuelven cruciales a la hora de seguir instrucciones, poner atención y mejorar el aprendizaje global, claves del logro educativo. Usar o no el cerebro tempranamente durante la infancia determinará que las conexiones neuronales se fortalezcan o reduzcan, condición que variará en función de las características económicas y sociales de las familias. Precisamente estas características pueden usarse como una lente a través de la cual analizar el patrón de desarrollo cerebral.
Aunque no se pueda definir con precisión en términos de causalidad directa, la relación entre pobreza, salud y capacidades futuras genera diferencias y desigualdades de clase y comienza a correlacionarse en forma científicamente evidente. Los estudios mencionados advierten que las relaciones e interacciones con el medio y los determinantes actúan modelando aquellas áreas del cerebro que controlan el comportamiento humano (por ejemplo, la habilidad de concentrarse en algo) e impactan en el resultado educativo (como aprender a leer). Y también aparece demostrada la conexión directa entre el sistema de respuesta al estrés y el desarrollo cerebral. Cuanto menor sea el NSE de los padres, mayores las posibilidades de sufrir del estrés condicionado por la situación de salud o financiera, y de transmitir el estrés a sus hijos en la forma de relaciones conflictivas o falta de relacionamiento. Las manifestaciones de la pobreza, junto a la forma en que la sociedad estigmatiza y trata a las minorías pobres pueden tener un efecto devastador. Si ser pobre y estar expuesto a la violencia social que rodea su contexto estructural es inherentemente estresante, existirá naturalmente un cambio en las estructuras cerebrales. Las neuronas se activarán de forma diferente y se alterarán las sinapsis. Y esto interferirá con el desarrollo de las capacidades de los adolescentes para planificar, establecer metas, tomar decisiones morales y mantener su estabilidad emocional. Se vuelve urgente enseñar a los niños que crecen pobres a enfrentar el estrés del contexto de la pobreza desde una edad temprana. Incluso si su basamento neuronal es débil debido a la adversidad generada desde el principio.
Los investigadores sostienen que el cerebro dispone de una neuroplasticidad (capacidad de modificar su propia estructura y aumentar el número de conexiones neuronales) más alta alrededor del nacimiento y la primera infancia, que disminuye con el tiempo, aunque sin llegar nunca a cero. Y que entre las edades de 15 a 30 existe un segundo aumento de plasticidad, que significa que con entrenamiento y práctica suficiente, adolescentes y adultos jóvenes pueden quedar preparados para adaptarse al entorno conflictivo y superarlo. De allí que los nuevos programas sociales requieran centrarse no sólo en los niños sino también en sus madres a veces adolescentes, quienes se criaron en la pobreza y es poco probable que hayan desarrollado suficientes habilidades para afrontarla y poder transmitirlas a sus hijos. Si el estrés social de la pobreza realmente conduce a este tipo de efectos y modifica la configuración del desarrollo del cerebro y el desarrollo biológico, sus efectos van a persistir a través de toda la vida.
Repensar programas y políticas sociales y sanitarias sobre las comunidades en condición de pobreza estructural implica invertir recursos a lo largo del tiempo y en forma continuada en acciones que apunten a reducir los determinantes que la rodean. Se ha demostrado la insuficiencia de los programas focalizados, y hasta la relatividad de las transferencias condicionadas. La contaminación, el hacinamiento, el consumo de drogas y alcohol, el abuso y la vulneración de los derechos sexuales y la violencia doméstica, el trabajo infantil más la condición de marginalidad obligada son factores que conducen a la comisión de delitos que terminan fatalmente en contextos de encierro, donde el deterioro social se potencia.
Quedarse discutiendo los números de la pobreza o seguir encandilados por slogans mágicos para resolver la educación o la salud de los que menos tienen y más la necesitan, mientras el fenómeno del deterioro cerebral parece discurrir naturalmente sin que se plantee el esfuerzo necesario para evitarlo, resulta inadmisible. En la medida que los recursos financieros se hacen cada vez más inequitativos y restrictivos, las posibilidades de las familias pobres de invertir en sus hijos también se hace cada vez más desigual. Sin un debate en profundidad sobre cómo generar un proceso integral que tenga en cuenta esta problemática, difícilmente se visualice el fantasma futuro que amenaza el destino generacional de una parte importante de jóvenes y niños, candidatos potenciales a quedar excluidos a futuro. No hay peor pobreza que la de un cuerpo pobre en salud y un cerebro pobre en educación. Seguiremos empeñados como sociedad en perseguir consecuencias, a pesar que las causas podrían revertirse si se tomaran las decisiones políticas acertadas.


(*)  Profesor Titular -  Cátedra de Análisis de Mercado de Salud - Magister en Economía y  Gestión de la Salud - Fundación ISALUD.

 

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