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Opinión


El precio de las nuevas drogas oncológicas y el dilema de Alicia

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


El mercado de los medicamentos se ha caracterizado por su particular opacidad, y por el peso que ciertas cuestiones, como las patentes y las posiciones monopólicas, adquieren a la hora de fijar precios más allá de los verdaderos costos de producción. Su comportamiento es cuanto menos, extraño. En lugar de que los precios disminuyan cuando se autoriza un nuevo fármaco, aumentan. Toda innovación –independientemente que sea sólo un poco mejor que las drogas existentes, e incluso si se la prescribe en caso que otra no esté funcionado– resulta mucho más cara. Se argumenta que miles de días y millones de dólares se van en investigaciones tendientes a diseñar o identificar una nueva molécula, especialmente biotecnológica, describir su mecanismo de acción y demostrar su efectividad preclínica. Sólo del 16 al 18% de los productos que ingresan a las Fases II y III de los trials pasan con éxito al mercado una vez concluidas las mismas y obtenida la aprobación clínica. Aunque la vida de la patente es de 20 años, el tiempo promedio para desarrollar dichos ensayos clínicos y obtener la aprobación del regulador en el caso de una droga oncológica monoclonal humanizada resulta proxy de 8 años. El problema es que su acceso al mercado, una vez aprobada, llevará el peso de un precio absolutamente impredecible
Esta situación lleva a plantear una serie de cuestiones: sanitarias, económicas y éticas, La primera, que, para la sociedad, el costo de los nuevos tratamientos oncológicos se vuelve cada vez menos accesible, si el precio es infinitamente mayor que su beneficio clínico a pesar de lo cual resulta aprobada para su comercialización. Un ejemplo es lo ocurrido con el monoclonal ipilimumab, del Laboratorio Bristol Myers Squibb. Autorizada por la FDA para el tratamiento del melanoma metastático. Su costo es de u$s120.000 para 4 dosis (una cada 3 semanas), aunque su efectividad relativa en cuanto a supervivencia es de sólo 3.7 meses para los pacientes con tratamiento previo y de 2.1 para los no tratados. Por ende, su costo/efectividad -aun la incremental- se torna problemática. Lo mismo ocurre con cerca de una docena de nuevas drogas cuyos precios exceden los u$s100.000 al año y se administran a pacientes con enfermedad en grado avanzado. Una cosa es el precio y otra muy diferente el beneficio. Por lo general, las drogas oncológicas más novedosas y caras no aportan resultados de tal nivel que permitan prolongar la vida en forma dramática a los pacientes.
La segunda cuestión son los costos para el sistema de salud y los financiadores. Estos serán cada vez más altos si la velocidad de incorporación de nuevas drogas al mercado resulta impredecible, lo mismo que su precio, y si además se genera un monopolio virtual. La propia naturaleza de la enfermedad y la gravedad del diagnóstico hacen que pacientes y médicos se avengan a pagar el alto costo del nuevo tratamiento, incluso contra mínimas mejoras marginales en el resultado o frente a drogas ya existentes y con efectividad conocida. A pesar que la mayoría de los cánceres aún no tienen cura, y sus tratamientos funcionan sólo durante un tiempo determinado, resulta difícil -aun en ese contexto- tomar decisiones económicas y de costo/efectividad para relativizar la aprobación o el uso de la nueva molécula. Y son los médicos quienes deciden la oportunidad en que se utiliza cada opción, y administran su costo. Tanto la sociedad como los médicos no ven a las nuevas drogas oncológicas altamente sofisticadas como competidoras con las existentes, sino como adiciones a una batería de tratamientos destinados a pacientes gravemente enfermos. Quién puede éticamente negar un tratamiento porque se considere que el ajuste de calidad de vida del paciente no justifica el costo. Por lo tanto, cada molécula novedosa adquiere la condición de monopolio efectivo al ser utilizada en algún momento del ciclo de la enfermedad. Y como cualquier monopolio, llegará a tener el precio que el mercado y los financiadores puedan soportar. Pareciera que es en el ciclo invención–innovación–difusión– comercialización de una droga que un eslabón está roto. El National Institute for Health and Care Excellence (NICE) ha tomado cartas en el asunto, estableciendo que ningún fármaco debería costar más de £30.000 (u$s38.700) por año adicional de vida de un paciente, ajustado por calidad. Qué posición tomar entonces con el bevacizumab (Avastin) para tratar varios cánceres, entre ellos colon, mama metastático y pulmón, el nivolumab (Opdivo) en combinación con el ipilimumab (Yervoy) para melanoma metastático o cáncer de pulmón metastático no microcítico, el ofatumumab (Arzerra) para los linfomas y la leucemia linfoide crónica refractaria y el brentruximab (Adcetris) para el linfoma de Hodking o anaplásico de células grandes, que tienen costos anuales de tratamiento que superan ampliamente los u$s70.000 y alcanzan los u$s120.000 a u$s150.000 con expectativas de Años de Vida Ajustados por Calidad (AVAC) relativas.
Los investigadores de las BigPharma están explorando nuevos métodos de alta tecnología para librar una batalla más pareja contra la enfermedad, así como formas innovadoras de maximizar el uso de los medicamentos ya existentes, sea solos o en combinación con otras terapias. De hecho, aproximadamente el 80% de las drogas oncológicas en la pipeline son medicamentos denominados first in class, y 70% se perfilan para formar parte de la denominada “terapéutica personalizada”. El mayor inconveniente referido a la búsqueda de tratamientos para determinadas formas de cáncer radica en la distorsión que sobre la industria farmacéutica produce el tipo de incentivos que condiciona el desarrollo de determinadas líneas terapéuticas. De la misma forma actúan los precios de mercado con que los laboratorios introducen sus productos, y la respuesta de la competencia. Es en la elasticidad/precio donde la industria encuentra el valor de mercado tanto desde la expectativa que genera el nuevo producto frente a los ya existentes, como de su efectividad final. Y también del uso que se le da a ciertas drogas tanto como el valor que eso significa en términos de ganancia de vida.
Muchos aseguradores a nivel mundial, como el caso de Express Scripts Holding Co –una gerenciadora de beneficios de prescripción de drogas en EE.UU.– han comenzado a plantear la posibilidad de cerrar acuerdos con empresas farmacéuticas para pagar menos cuando las drogas oncológicas a utilizar, de muy alto precio, no generan los resultados esperados. Un mecanismo denominado pago por performance. El caso del erlotinib (Tarceva) de Roche sirve de testigo para analizar la diferencia en efectividad y precio según la indicación, el tipo de tumor y el estadio de avance. Administrado por vía oral en caso de carcinoma pancreático no resecable o metastático, la sobrevida media que obtiene frente a placebo no supera las dos semanas. Pero en el adenocarcinoma de pulmón, su efectividad es de 6.7 meses contra 4.7 meses de una combinación de quimioterapia tradicional. En base a estas amplias diferencias, el precio por comprimido de la droga debiera ser inferior para el primer tratamiento que para el segundo. El único inconveniente es que la droga tiene un solo precio para cualquiera de las dos alternativas: u$s 7.224 por 30 comprimidos de 150mg.
¿Cómo se decidirán en adelante los precios de los medicamentos contra el cáncer? De los muchos factores complejos que parecieran estar implicados, es posible seguir una fórmula sencilla: situar el precio más reciente de una droga similar en el mercado y sumarle de base un 10 a 20%. Aunque los oncólogos no enfrenten incentivos directos para evitar las drogas más costosas, solo podrían resistirse a la prescripción de aquellos medicamentos cuyos precios se encuentren muy por encima del nivel de precio de referencia.
Los precios de las drogas siguen subiendo por el ascensor, mientras los financiadores sienten temblar sus estructuras económicas. Los reguladores se sienten regulados y los médicos le escapan a los protocolos en nombre de la autonomía profesional. Y los pacientes reciben tratamientos, muchas veces casi experimentales, con baja evidencia de beneficios en calidad o cantidad de vida efectiva. La encrucijada de los precios se transforma también en un dilema ético. Y el problema lleva a la pregunta, como la Alicia de Lewis Carroll, respecto de qué camino tomar. La farmacoeconomía y su teoría pueden ayudar pero, como siempre, necesitan de su fiel compañera, la política sanitaria
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(*)  Profesor Titular -  Cátedra de Análisis de Mercado de Salud - Magister en Economía y  Gestión de la Salud - Fundación ISALUD.

 

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