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El mercado de los medicamentos se
ha caracterizado por su particular opacidad, y por el
peso que ciertas cuestiones, como las patentes y las
posiciones monopólicas, adquieren a la hora de fijar
precios más allá de los verdaderos costos de producción.
Su comportamiento es cuanto menos, extraño. En lugar de
que los precios disminuyan cuando se autoriza un nuevo
fármaco, aumentan. Toda innovación –independientemente
que sea sólo un poco mejor que las drogas existentes, e
incluso si se la prescribe en caso que otra no esté
funcionado– resulta mucho más cara. Se argumenta que
miles de días y millones de dólares se van en
investigaciones tendientes a diseñar o identificar una
nueva molécula, especialmente biotecnológica, describir
su mecanismo de acción y demostrar su efectividad
preclínica. Sólo del 16 al 18% de los productos que
ingresan a las Fases II y III de los trials pasan con
éxito al mercado una vez concluidas las mismas y
obtenida la aprobación clínica. Aunque la vida de la
patente es de 20 años, el tiempo promedio para
desarrollar dichos ensayos clínicos y obtener la
aprobación del regulador en el caso de una droga
oncológica monoclonal humanizada resulta proxy de 8
años. El problema es que su acceso al mercado, una vez
aprobada, llevará el peso de un precio absolutamente
impredecible
Esta situación lleva a plantear una serie de cuestiones:
sanitarias, económicas y éticas, La primera, que, para
la sociedad, el costo de los nuevos tratamientos
oncológicos se vuelve cada vez menos accesible, si el
precio es infinitamente mayor que su beneficio clínico a
pesar de lo cual resulta aprobada para su
comercialización. Un ejemplo es lo ocurrido con el
monoclonal ipilimumab, del Laboratorio Bristol Myers
Squibb. Autorizada por la FDA para el tratamiento del
melanoma metastático. Su costo es de u$s120.000 para 4
dosis (una cada 3 semanas), aunque su efectividad
relativa en cuanto a supervivencia es de sólo 3.7 meses
para los pacientes con tratamiento previo y de 2.1 para
los no tratados. Por ende, su costo/efectividad -aun la
incremental- se torna problemática. Lo mismo ocurre con
cerca de una docena de nuevas drogas cuyos precios
exceden los u$s100.000 al año y se administran a
pacientes con enfermedad en grado avanzado. Una cosa es
el precio y otra muy diferente el beneficio. Por lo
general, las drogas oncológicas más novedosas y caras no
aportan resultados de tal nivel que permitan prolongar
la vida en forma dramática a los pacientes.
La segunda cuestión son los costos para el sistema de
salud y los financiadores. Estos serán cada vez más
altos si la velocidad de incorporación de nuevas drogas
al mercado resulta impredecible, lo mismo que su precio,
y si además se genera un monopolio virtual. La propia
naturaleza de la enfermedad y la gravedad del
diagnóstico hacen que pacientes y médicos se avengan a
pagar el alto costo del nuevo tratamiento, incluso
contra mínimas mejoras marginales en el resultado o
frente a drogas ya existentes y con efectividad
conocida. A pesar que la mayoría de los cánceres aún no
tienen cura, y sus tratamientos funcionan sólo durante
un tiempo determinado, resulta difícil -aun en ese
contexto- tomar decisiones económicas y de
costo/efectividad para relativizar la aprobación o el
uso de la nueva molécula. Y son los médicos quienes
deciden la oportunidad en que se utiliza cada opción, y
administran su costo. Tanto la sociedad como los médicos
no ven a las nuevas drogas oncológicas altamente
sofisticadas como competidoras con las existentes, sino
como adiciones a una batería de tratamientos destinados
a pacientes gravemente enfermos. Quién puede éticamente
negar un tratamiento porque se considere que el ajuste
de calidad de vida del paciente no justifica el costo.
Por lo tanto, cada molécula novedosa adquiere la
condición de monopolio efectivo al ser utilizada en
algún momento del ciclo de la enfermedad. Y como
cualquier monopolio, llegará a tener el precio que el
mercado y los financiadores puedan soportar. Pareciera
que es en el ciclo invención–innovación–difusión–
comercialización de una droga que un eslabón está roto.
El National Institute for Health and Care Excellence
(NICE) ha tomado cartas en el asunto, estableciendo que
ningún fármaco debería costar más de £30.000 (u$s38.700)
por año adicional de vida de un paciente, ajustado por
calidad. Qué posición tomar entonces con el bevacizumab
(Avastin) para tratar varios cánceres, entre ellos
colon, mama metastático y pulmón, el nivolumab (Opdivo)
en combinación con el ipilimumab (Yervoy) para melanoma
metastático o cáncer de pulmón metastático no
microcítico, el ofatumumab (Arzerra) para los linfomas y
la leucemia linfoide crónica refractaria y el
brentruximab (Adcetris) para el linfoma de Hodking o
anaplásico de células grandes, que tienen costos anuales
de tratamiento que superan ampliamente los u$s70.000 y
alcanzan los u$s120.000 a u$s150.000 con expectativas de
Años de Vida Ajustados por Calidad (AVAC) relativas.
Los investigadores de las BigPharma están explorando
nuevos métodos de alta tecnología para librar una
batalla más pareja contra la enfermedad, así como formas
innovadoras de maximizar el uso de los medicamentos ya
existentes, sea solos o en combinación con otras
terapias. De hecho, aproximadamente el 80% de las drogas
oncológicas en la pipeline son medicamentos denominados
first in class, y 70% se perfilan para formar parte de
la denominada “terapéutica personalizada”. El mayor
inconveniente referido a la búsqueda de tratamientos
para determinadas formas de cáncer radica en la
distorsión que sobre la industria farmacéutica produce
el tipo de incentivos que condiciona el desarrollo de
determinadas líneas terapéuticas. De la misma forma
actúan los precios de mercado con que los laboratorios
introducen sus productos, y la respuesta de la
competencia. Es en la elasticidad/precio donde la
industria encuentra el valor de mercado tanto desde la
expectativa que genera el nuevo producto frente a los ya
existentes, como de su efectividad final. Y también del
uso que se le da a ciertas drogas tanto como el valor
que eso significa en términos de ganancia de vida.
Muchos aseguradores a nivel mundial, como el caso de
Express Scripts Holding Co –una gerenciadora de
beneficios de prescripción de drogas en EE.UU.– han
comenzado a plantear la posibilidad de cerrar acuerdos
con empresas farmacéuticas para pagar menos cuando las
drogas oncológicas a utilizar, de muy alto precio, no
generan los resultados esperados. Un mecanismo
denominado pago por performance. El caso del erlotinib (Tarceva)
de Roche sirve de testigo para analizar la diferencia en
efectividad y precio según la indicación, el tipo de
tumor y el estadio de avance. Administrado por vía oral
en caso de carcinoma pancreático no resecable o
metastático, la sobrevida media que obtiene frente a
placebo no supera las dos semanas. Pero en el
adenocarcinoma de pulmón, su efectividad es de 6.7 meses
contra 4.7 meses de una combinación de quimioterapia
tradicional. En base a estas amplias diferencias, el
precio por comprimido de la droga debiera ser inferior
para el primer tratamiento que para el segundo. El único
inconveniente es que la droga tiene un solo precio para
cualquiera de las dos alternativas: u$s 7.224 por 30
comprimidos de 150mg.
¿Cómo se decidirán en adelante los precios de los
medicamentos contra el cáncer? De los muchos factores
complejos que parecieran estar implicados, es posible
seguir una fórmula sencilla: situar el precio más
reciente de una droga similar en el mercado y sumarle de
base un 10 a 20%. Aunque los oncólogos no enfrenten
incentivos directos para evitar las drogas más costosas,
solo podrían resistirse a la prescripción de aquellos
medicamentos cuyos precios se encuentren muy por encima
del nivel de precio de referencia.
Los precios de las drogas siguen subiendo por el
ascensor, mientras los financiadores sienten temblar sus
estructuras económicas. Los reguladores se sienten
regulados y los médicos le escapan a los protocolos en
nombre de la autonomía profesional. Y los pacientes
reciben tratamientos, muchas veces casi experimentales,
con baja evidencia de beneficios en calidad o cantidad
de vida efectiva. La encrucijada de los precios se
transforma también en un dilema ético. Y el problema
lleva a la pregunta, como la Alicia de Lewis Carroll,
respecto de qué camino tomar. La farmacoeconomía y su
teoría pueden ayudar pero, como siempre, necesitan de su
fiel compañera, la política sanitaria.
(*) Profesor Titular
- Cátedra de Análisis de Mercado de Salud -
Magister en
Economía y Gestión de la Salud - Fundación
ISALUD.
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