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En la Argentina la universidad, en particular la pública, está
asociada al concepto de progreso social y excelencia científica.
En épocas de expansión del país a comienzos del siglo XIX
Florencio Sánchez con su M’hijo el dotor, cristalizó el sueño de
ascenso social a través de la educación, tomó medio siglo que
esa ilusión se haya vuelto un hecho colectivo.
La universidad era entonces el principal motor de integración
social y el orgullo de un país que, aun con sus desigualdades,
podía mostrar el mérito académico de sus científicos reconocidos
en el mundo. Hoy, ese mito sobrevive, pero el contexto que lo
sostenía se ha desvanecido.
Esa épica tiene hoy un problema concreto: presupuestos
insuficientes, magros salarios docentes, carreras que se
multiplican sin coordinación con las necesidades sanitarias y un
Estado que discute financiamiento universitario a la vez que
discute gobernabilidad. La crisis no es solo educativa ni
sanitaria. Es sistémica.
El mito del ascenso y la realidad
del ajuste
En dos años las universidades nacionales perdieron poder real de
compra. La inflación de 2023 superó el 200% interanual y siguió
siendo alta en 2024, lo que licuó gastos de funcionamiento y
salarios docentes. Esta caída del poder adquisitivo explica el
tono de las protestas masivas universitarias de 2024 y 2025.
El Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y los gremios
advierten que con presupuesto prorrogado las transferencias
nacionales a las universidades rondan 0,43% del PBI en 2025, por
debajo incluso del 0,51% que proyectaba el presupuesto 2025, ya
señalado como el nivel más bajo en décadas. Esto implica menos
inversión en infraestructura, equipamiento y salario docente.
Sin presupuesto nacional aprobado, cualquier ajuste sobre los
valores previos queda a discreción del Poder Ejecutivo. En ese
marco, el Congreso sancionó una Ley de Financiamiento
Universitario que, tras el veto presidencial, y el rechazo
legislativo al veto y un decreto que lo anuló dejó al sistema
nuevamente dependiendo de gestiones fragmentadas y recursos
inciertos para sostenerse.
A esto se agrega pregunta incómoda: ¿quién financia la ciencia?
El deterioro presupuestario golpea también al CONICET, becas y
subsidios de investigación. La demora o reducción en fondos
obliga a frenar líneas enteras de investigación. Esto erosiona
la capacidad de producir evidencia local y desarrollo
transferible a la producción. En un país periférico sin
inversión privada en ciencia, resulta complejo sostener un
sistema científico tecnológico actualizado y competitivo.
En la Argentina el estudiante de una universidad nacional no
paga y el costo lo asume el Estado vía presupuesto
universitario. Sin embargo, el gasto por estudiante por año es
cada vez menor en términos reales. Ese gasto anual en algunos
momentos no alcanzó la quinta parte de los valores en sistemas
consolidados.
Esta brecha implica menos infraestructura, menos acceso a
simuladores y laboratorios modernos, menos capacidad de sostener
cargos docentes clínicos con dedicación protegida. Los
presupuestos universitarios argentinos apenas cubren los
salarios docentes y no docentes, dejando un mínimo margen para
inversión, desarrollo de sistemas de apoyo estudiantil y
financiamiento específicas para investigación; cualquier
comparación internacional resulta alarmante.
A estos déficit debemos contraponerle un sistema ineficiente que
supone promueve igualdad de acceso, pero gradúa porcentajes muy
inferiores al 50% de los ingresantes, y en que crecen año a año
los extranjeros. No hay acuerdos en un sistema de autonomía
universitaria para encontrar respuestas comunes a estos
problemas.
En síntesis, en la Argentina la formación de grado en salud
descansa en una estructura básica, volumen docente mal pago y
acceso a hospitales públicos sobrecargados. Se depende más de la
buena voluntad del sistema de salud y del docente clínico que
“hace docencia” además de trabajar. Este modelo de corte
eminentemente asistencialista además invisibiliza la
investigación y carece de efectividad para promover nuevos
investigadores biomédicos.
Docentes agotados, hospitales sin
respiro
Nadie se gradúa en salud solo leyendo libros. Se gradúa viendo
pacientes, supervisado. Ese es el punto débil: el sistema
docente-asistencial argentino depende de un docente que casi
siempre tiene dos o tres empleos. Un empleo en el hospital, otro
en la seguridad social, otro en una universidad pública o
privada. A veces un tercero en consultorio o guardia.
Ese “multiempleo” es funcional para sostener ingresos personales
en un contexto salarial deteriorado, pero es estructuralmente
inestable para la enseñanza, porque la docencia queda atada a la
buena voluntad individual y no a responsabilidades claras y
tiempo protegido. Ni mencionar tiempo para investigar por eso
predominan designaciones docentes de baja dedicación horaria que
legitima la actividad del profesional dentro del hospital.
Esto es una diferencia clave con otros modelos integrados donde
existen hospitales con convenios marco que reconocen formalmente
al docente asistencial dentro de la plantilla con
responsabilidades docente-asistenciales explícitas. Para
completar el panorama, en la Argentina una parte de la docencia
no está remunerada como tal ni reconocida en la escala salarial
del hospital, son los ayudantes “ad-honorem”.
El resultado es previsible. Menos supervisión efectiva. Menos
continuidad del tutorial. Y sobrecarga para servicios ya en
emergencia. Comenzamos hablando de medicina, pero en las últimas
décadas creció con fuerza la oferta de enfermería, obstetricia,
instrumentación quirúrgica, acompañamiento terapéutico entre
otros, en la oferta universitaria. La universidad toma así el
lugar que ocupaba una formación técnica no universitaria en
muchos casos.
Esto hace el piso formativo más homogéneo, pero no ha impactado
tan claramente en mejorar los salarios de estos sectores, y
persiste el déficit de personal de enfermería calificado en
particular fuera de los grandes centros urbanos. Asimismo, a
diferencia de otros lugares del mundo, no han logrado tomar
tareas que, en el imaginario colectivo, y en el corazón
corporativo profesional parece reservada solo a los médicos,
aumentando los costos del sistema y reduciendo la accesibilidad
al sistema de salud.
Las estadísticas universitarias (SPU, SIU) muestran que entre
2014 y 2024 aumentó la cantidad de carreras de salud ofrecidas
en el interior del país, especialmente en provincias del NOA,
NEA y Patagonia, como estrategia para retener recurso humano
local. Sin embargo, la expansión territorial no siempre vino con
equipamiento, campos de práctica o dedicación docente
equivalente. Esto reproduce una desigualdad: títulos similares,
contextos formativos muy distintos.
Una universidad que enseña, pero
no articula
En el discurso oficial universitario todos enseñan por
competencias. En la práctica, los planes de estudio en salud
siguen muchas veces organizados en silos disciplinares clásicos,
con integración clínica tardía y evaluación centrada en el
examen teórico. Luego viene la residencia. En la Argentina las
residencias en salud siguen siendo el mecanismo central de
formación especializada. Pero la transición grado–residencia
está fragmentada. Las competencias que la residencia da por
supuestas no siempre son las que el egresado trae. Las prácticas
finales obligatorias muestran el límite.
Sobre el papel, casi todas las carreras de salud exigen una
práctica final supervisada. En la realidad, la calidad y
profundidad de esa práctica dependen del hospital que la reciba
y de la disponibilidad del tutor clínico. Esto genera un cuello
de botella al final de la carrera que condiciona la preparación
real para la residencia y, por extensión, para el sistema
público que necesita ese recurso humano.
¿Y la acreditación? La Argentina tiene un sistema formal de
aseguramiento de calidad universitaria en salud a través de
CONEAU. Medicina, Odontología, Farmacia, Bioquímica, Enfermería
y otras carreras atraviesan procesos periódicos de acreditación.
Esto supone garantizar estándares mínimos comunes: carga
horaria, perfil docente, campos de práctica, bibliografía,
estructura edilicia.
Este es un sistema consolidado y modelo que ha revisado más de
una vez estas carreras en este siglo. La discusión que
deberíamos plantear a futuro es si la acreditación impulsa
mejora continua o si es un trámite que certifica que “existen”
cosas (un hospital declarado, una biblioteca, un plan de
estudios impreso) sin evaluar si funcionan bien, o que mejoras y
modernizaciones impulsará en los años próximos.
Empezar a incorporar a los estándares aspectos vinculados a las
mejoras, al aseguramiento interno de calidad, a la inserción
laboral de egresados, y la retroalimentación de empleadores. Si
no se avanza en este sentido el riesgo es obvio: que la
acreditación se convierta en completar listas de cotejo
burocráticas de cumplimiento formal que tranquiliza, pero no
corrige las ineficiencias.
Sin pacto entre salud y
educación, no hay salida
El país hincha su pecho al defenderla, pero discute la
universidad como si fuera un planeta aislado y sin visualizar
que forma entre otros los profesionales que atenderán su salud.
Hoy ese dispositivo está en tensión en todos sus puntos de
unión: financiamiento insuficiente; tensiones políticas;
precariedad de la docencia basada en el multiempleo; desconexión
entre planes de estudio y residencias.
Lo que emerge es una verdad incómoda: la Argentina no tiene un
sistema integrado de formación en salud. La propuesta es simple
de enunciar y difícil de ejecutar. Educación y salud deben
sentarse a codiseñar políticas estables de formación,
financiamiento y utilización del capital humano en salud.
Eso incluye actualizar marcos curriculares con participación
real del sistema de salud, garantizar financiamiento previsible
de las universidades, profesionalizar la docencia asistencial
con dedicación reconocida y usar la acreditación como
herramienta de mejora continua y no solo de control formal.
Sin ese pacto, la universidad puede seguir entregando títulos,
pero la salud de la población seguirá sufriendo.
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