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 Opinión

      
¿Cómo se “fabrica” un profesional?
Todos hablan de la universidad, casi nadie entiende el sistema
 Por el Dr. Marcelo García Dieguez (*)


En la Argentina la universidad, en particular la pública, está asociada al concepto de progreso social y excelencia científica. En épocas de expansión del país a comienzos del siglo XIX Florencio Sánchez con su M’hijo el dotor, cristalizó el sueño de ascenso social a través de la educación, tomó medio siglo que esa ilusión se haya vuelto un hecho colectivo.
La universidad era entonces el principal motor de integración social y el orgullo de un país que, aun con sus desigualdades, podía mostrar el mérito académico de sus científicos reconocidos en el mundo. Hoy, ese mito sobrevive, pero el contexto que lo sostenía se ha desvanecido.
Esa épica tiene hoy un problema concreto: presupuestos insuficientes, magros salarios docentes, carreras que se multiplican sin coordinación con las necesidades sanitarias y un Estado que discute financiamiento universitario a la vez que discute gobernabilidad. La crisis no es solo educativa ni sanitaria. Es sistémica.

El mito del ascenso y la realidad del ajuste

En dos años las universidades nacionales perdieron poder real de compra. La inflación de 2023 superó el 200% interanual y siguió siendo alta en 2024, lo que licuó gastos de funcionamiento y salarios docentes. Esta caída del poder adquisitivo explica el tono de las protestas masivas universitarias de 2024 y 2025.
El Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y los gremios advierten que con presupuesto prorrogado las transferencias nacionales a las universidades rondan 0,43% del PBI en 2025, por debajo incluso del 0,51% que proyectaba el presupuesto 2025, ya señalado como el nivel más bajo en décadas. Esto implica menos inversión en infraestructura, equipamiento y salario docente.
Sin presupuesto nacional aprobado, cualquier ajuste sobre los valores previos queda a discreción del Poder Ejecutivo. En ese marco, el Congreso sancionó una Ley de Financiamiento Universitario que, tras el veto presidencial, y el rechazo legislativo al veto y un decreto que lo anuló dejó al sistema nuevamente dependiendo de gestiones fragmentadas y recursos inciertos para sostenerse.
A esto se agrega pregunta incómoda: ¿quién financia la ciencia? El deterioro presupuestario golpea también al CONICET, becas y subsidios de investigación. La demora o reducción en fondos obliga a frenar líneas enteras de investigación. Esto erosiona la capacidad de producir evidencia local y desarrollo transferible a la producción. En un país periférico sin inversión privada en ciencia, resulta complejo sostener un sistema científico tecnológico actualizado y competitivo.
En la Argentina el estudiante de una universidad nacional no paga y el costo lo asume el Estado vía presupuesto universitario. Sin embargo, el gasto por estudiante por año es cada vez menor en términos reales. Ese gasto anual en algunos momentos no alcanzó la quinta parte de los valores en sistemas consolidados.
Esta brecha implica menos infraestructura, menos acceso a simuladores y laboratorios modernos, menos capacidad de sostener cargos docentes clínicos con dedicación protegida. Los presupuestos universitarios argentinos apenas cubren los salarios docentes y no docentes, dejando un mínimo margen para inversión, desarrollo de sistemas de apoyo estudiantil y financiamiento específicas para investigación; cualquier comparación internacional resulta alarmante.
A estos déficit debemos contraponerle un sistema ineficiente que supone promueve igualdad de acceso, pero gradúa porcentajes muy inferiores al 50% de los ingresantes, y en que crecen año a año los extranjeros. No hay acuerdos en un sistema de autonomía universitaria para encontrar respuestas comunes a estos problemas.
En síntesis, en la Argentina la formación de grado en salud descansa en una estructura básica, volumen docente mal pago y acceso a hospitales públicos sobrecargados. Se depende más de la buena voluntad del sistema de salud y del docente clínico que “hace docencia” además de trabajar. Este modelo de corte eminentemente asistencialista además invisibiliza la investigación y carece de efectividad para promover nuevos investigadores biomédicos.

Docentes agotados, hospitales sin respiro

Nadie se gradúa en salud solo leyendo libros. Se gradúa viendo pacientes, supervisado. Ese es el punto débil: el sistema docente-asistencial argentino depende de un docente que casi siempre tiene dos o tres empleos. Un empleo en el hospital, otro en la seguridad social, otro en una universidad pública o privada. A veces un tercero en consultorio o guardia.
Ese “multiempleo” es funcional para sostener ingresos personales en un contexto salarial deteriorado, pero es estructuralmente inestable para la enseñanza, porque la docencia queda atada a la buena voluntad individual y no a responsabilidades claras y tiempo protegido. Ni mencionar tiempo para investigar por eso predominan designaciones docentes de baja dedicación horaria que legitima la actividad del profesional dentro del hospital.
Esto es una diferencia clave con otros modelos integrados donde existen hospitales con convenios marco que reconocen formalmente al docente asistencial dentro de la plantilla con responsabilidades docente-asistenciales explícitas. Para completar el panorama, en la Argentina una parte de la docencia no está remunerada como tal ni reconocida en la escala salarial del hospital, son los ayudantes “ad-honorem”.
El resultado es previsible. Menos supervisión efectiva. Menos continuidad del tutorial. Y sobrecarga para servicios ya en emergencia. Comenzamos hablando de medicina, pero en las últimas décadas creció con fuerza la oferta de enfermería, obstetricia, instrumentación quirúrgica, acompañamiento terapéutico entre otros, en la oferta universitaria. La universidad toma así el lugar que ocupaba una formación técnica no universitaria en muchos casos.
Esto hace el piso formativo más homogéneo, pero no ha impactado tan claramente en mejorar los salarios de estos sectores, y persiste el déficit de personal de enfermería calificado en particular fuera de los grandes centros urbanos. Asimismo, a diferencia de otros lugares del mundo, no han logrado tomar tareas que, en el imaginario colectivo, y en el corazón corporativo profesional parece reservada solo a los médicos, aumentando los costos del sistema y reduciendo la accesibilidad al sistema de salud.
Las estadísticas universitarias (SPU, SIU) muestran que entre 2014 y 2024 aumentó la cantidad de carreras de salud ofrecidas en el interior del país, especialmente en provincias del NOA, NEA y Patagonia, como estrategia para retener recurso humano local. Sin embargo, la expansión territorial no siempre vino con equipamiento, campos de práctica o dedicación docente equivalente. Esto reproduce una desigualdad: títulos similares, contextos formativos muy distintos.

Una universidad que enseña, pero no articula

En el discurso oficial universitario todos enseñan por competencias. En la práctica, los planes de estudio en salud siguen muchas veces organizados en silos disciplinares clásicos, con integración clínica tardía y evaluación centrada en el examen teórico. Luego viene la residencia. En la Argentina las residencias en salud siguen siendo el mecanismo central de formación especializada. Pero la transición grado–residencia está fragmentada. Las competencias que la residencia da por supuestas no siempre son las que el egresado trae. Las prácticas finales obligatorias muestran el límite.
Sobre el papel, casi todas las carreras de salud exigen una práctica final supervisada. En la realidad, la calidad y profundidad de esa práctica dependen del hospital que la reciba y de la disponibilidad del tutor clínico. Esto genera un cuello de botella al final de la carrera que condiciona la preparación real para la residencia y, por extensión, para el sistema público que necesita ese recurso humano.
¿Y la acreditación? La Argentina tiene un sistema formal de aseguramiento de calidad universitaria en salud a través de CONEAU. Medicina, Odontología, Farmacia, Bioquímica, Enfermería y otras carreras atraviesan procesos periódicos de acreditación. Esto supone garantizar estándares mínimos comunes: carga horaria, perfil docente, campos de práctica, bibliografía, estructura edilicia.
Este es un sistema consolidado y modelo que ha revisado más de una vez estas carreras en este siglo. La discusión que deberíamos plantear a futuro es si la acreditación impulsa mejora continua o si es un trámite que certifica que “existen” cosas (un hospital declarado, una biblioteca, un plan de estudios impreso) sin evaluar si funcionan bien, o que mejoras y modernizaciones impulsará en los años próximos.
Empezar a incorporar a los estándares aspectos vinculados a las mejoras, al aseguramiento interno de calidad, a la inserción laboral de egresados, y la retroalimentación de empleadores. Si no se avanza en este sentido el riesgo es obvio: que la acreditación se convierta en completar listas de cotejo burocráticas de cumplimiento formal que tranquiliza, pero no corrige las ineficiencias.

Sin pacto entre salud y educación, no hay salida

El país hincha su pecho al defenderla, pero discute la universidad como si fuera un planeta aislado y sin visualizar que forma entre otros los profesionales que atenderán su salud. Hoy ese dispositivo está en tensión en todos sus puntos de unión: financiamiento insuficiente; tensiones políticas; precariedad de la docencia basada en el multiempleo; desconexión entre planes de estudio y residencias.
Lo que emerge es una verdad incómoda: la Argentina no tiene un sistema integrado de formación en salud. La propuesta es simple de enunciar y difícil de ejecutar. Educación y salud deben sentarse a codiseñar políticas estables de formación, financiamiento y utilización del capital humano en salud.
Eso incluye actualizar marcos curriculares con participación real del sistema de salud, garantizar financiamiento previsible de las universidades, profesionalizar la docencia asistencial con dedicación reconocida y usar la acreditación como herramienta de mejora continua y no solo de control formal.
Sin ese pacto, la universidad puede seguir entregando títulos, pero la salud de la población seguirá sufriendo.

 

(*)  Médico (MP 18877). Profesor Asociado. Departamento de Ciencias de la Salud. Universidad Nacional del Sur. Exdirector nacional de Capital Humano Ministerio de Salud

 
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